01 – Príncipe azul
Carla debía reconocer que una primera impresión nunca había sido tan acertada: Juan resultó ser todo un caballero.
Y no era solo por su aspecto físico, que ya de por sí desprendía masculinidad por todos los poros con sus hombros anchos y mandíbula cuadrada, rematados por una mirada amable. Sino porque también se comportaba de manera gentil y galante: siempre le ofrecía su brazo para que se tomara de él mientras caminaban por la calle, no dudaba en abrazarla cuando lloraba desconsolada por culpa de alguna película romántica que acababan de ver, incluso solía soportar las interminables horas que, como toda mujer, podía llegar a pasar dentro de un centro comercial en busca del vestido ideal.
Después de los años de noviazgo y de lo que fue una propuesta de matrimonio de ensueño, llegaron los años de matrimonio. Si bien con la convivencia diaria Carla descubrió algunas mañas de su marido que lograban sacarla de quicio: el cajón de la ropa interior siempre abierto y los calzones revueltos, que apretara el pomo del dentífrico por el medio o que dejara la heladera llena de botellas medio vacías en vez de terminar una y después abrir otra, entre varios etcéteras, Juan nunca dejó de tener pequeños detalles que para ella siempre resultaban un mundo: desde las hermosas camelias que le regalaba para los aniversarios o su cumpleaños, hasta las escapadas románticas sorpresa que cada tanto tenían y en las que disfrutaba de sentirse como una reina, pasando por las veces que se ofrecía a realizar alguna que otra tarea de la casa quitándole un peso de encima.
Lucía, su mejor amiga, a pesar de haber sido testigo de todo el tiempo compartido con Juan, nunca dejaba de sorprenderse y, de manera inconsciente quizás, siempre le recordaba lo suertuda que había sido al encontrar a un hombre que más parecía un príncipe azul salido de un cuento de hadas, cada vez que entre risas se quejaba de lo vago que podía llegar a ser su propio marido, Santiago.
Por eso, para no desilusionar a Lucía, Carla nunca le contaba de Susana, la amante de Juan.
Prefería no decirle a Lucía que el príncipe azul también destiñe.
02 – Terciopelo negro
En sus cortos 17 años de vida, Esteban no recordaba haber sentido nunca su pija a punto de estallar de la forma como lo estaba sintiendo ahora. Y no es porque no se hiciera las suficientes pajas, porque a esa edad de una de las pocas cosas de las que podía sentirse orgulloso era de ostentar el récord de mayor cantidad de pajas en una noche de entre todos sus amigos, sino porque era la primera vez que se la chupaban con tanta calidad.
Cierto era que no había hecho demasiada falta mucho empeño de parte de ella para excitarlo, porque desde el momento en que se plantó delante de sus narices enfundada en medias negras, ropa interior de encaje y corsé de terciopelo negro, resaltando su piel blanca y cabellera color fuego que ocultaba parcialmente sus ojos, la entrepierna de Esteban ya estaba golpeando con furia contra la tela del pantalón demandando a gritos que la dejaran salir.
Acostado, estrujando las sábanas entre sus dedos y lloriqueando como el virgen inexperto que se sentía en ese momento, apretaba los párpados de sus ojos cerrados y boqueaba buscando aire cada vez que ella sacaba el pene de su boca y le concedía unos segundos de lucidez en los que apenas lograba prepararse para poder soportar que su cerebro se vaciara de sangre para enviarla toda directamente a su entrepierna dejando su mente en blanco incapaz de pensar en nada que no fuera la cadencia de las succiones que inconscientemente sus caderas respondían encontrándose a mitad de camino.
Con espasmos que delataron lo que estaba por suceder, ella cambió su boca por el espacio entre sus tetas y apretándole el pene entre ellas siguió masturbándolo hasta que celebró la primera descarga de semen con un gritito de sorpresa.
Para deleite de ella, el que después gritó de sorpresa fue Esteban cuando sin pudor alguno y entre risitas ella se dedicó a masajearle la próstata… desde el interior.
03 – Luna roja
Él nunca era tan consciente de la femenina sensualidad que emanaba del cuerpo de ella como lo era en los días en los que su luna roja aparecía: sus pechos pecosos más redondos, más llenos y voluptuosos se presentaban más sensibles a los ataques de sus caninos cuando mordisqueaban con delicadeza los suaves pezones hinchados; su piel se volvía más perceptible y respondía a los sutiles cambios de presión que ejercía sobre ella coloreando de rojo las zonas donde más gustaba de acariciar.
Y su aroma. Su aroma penetrante de hembra en celo la convertía en dueña de su voluntad anulando su capacidad de razonar, subyugando su cerebro a instintos primarios, animales, incapaz de detenerse hasta no completar el ritual de apareamiento.
Aunque lo que ejercía una mayor atracción en él no era otra cosa que la sangre roja que fluía de su interior deslizándose en finos hilos por sus muslos blancos. Una morbosa fascinación se apoderaba de él cuando su pene, después de adentrarse en recónditas profundidades, emergía bañado en sangre, como sacrificio, a la diosa de la fertilidad que habitaba ese cuerpo femenino y que tantos secretos guardaba en su interior y se dedicaba a adorarla marcando su piel, dejando sus huellas ensangrentadas como tributo alrededor de su ombligo, en las impresiones de las palmas de sus manos que marcaban sus caderas cuando la acomodaba mejor sobre sus piernas o en los cuidados vellos de su pubis que se entretenía en enredar con sus dedos.
Mes tras mes su luna roja se alzaba en el cielo y él esperaba ser devorado, teñido de rojo por ella.
Y sin embargo, él nunca fue más consciente de la femenina sensualidad del cuerpo de ella como durante los nueve meses en los que su luna roja no brillo en el cielo.
04 – Cuarto blanco
Ya había perdido la noción de la cantidad de horas que había estado encerrado entre esas cuatro paredes: demasiado blancas, demasiado asépticas, demasiado silenciosas, demasiado sofocantes.
Sentía el sudor correrle por la espalda y bajo las axilas, sentado en esa incómoda silla de plástico junto con la ansiedad que, uno tras otro, los vasitos de café desabrido que había tomado le habían generado.
Consuelo de tontos, Mauro se sentía casi reconfortado por las caras igual de angustiadas de la gente que lo rodeaba y que cada tanto se agarraba la cabeza, se mesaba los cabellos y murmuraba por lo bajo plegarias a vaya uno a saber qué dioses.
Y su paciencia se desgranaba con cada golpeteo del taco de su zapato contra las baldosas del piso o con cada mano desconocida que se apoyaba en su hombro dándole fuerzas y buscándolas también.
Porque ahí adentro, en una sala igual de blanca, igual de aséptica, igual de sofocante a donde él se encontraba, estaba Verónica y ya había perdido la noción del tiempo desde que le avisara en el trabajo que habían tenido que internarla de urgencia porque de improviso había roto bolsa mientras estaba en lo de su madre.
Solo la voz adormilada de Verónica llamándolo desde la camilla y el llanto incesante del recién nacido que descansaba a un costado de su madre lograron tranquilizarlo cuando la enfermera por fin le permitió pasar a la sala de partos.
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