La Despedida

Esta es una novela corta en la que he estado trabajando hace unos días, actualmente está incompleta, soy principiante en el mundo de la escritura, pido disculpas por los errores que pueda presentar, agradecería mucho sus consejos y opiniones.

Capítulo 1: “Carta de un viejo amigo”

Cuando Rodrigo García despertó una mañana del 12 de setiembre, tuvo el presentimiento de que algo andaba mal, después de mirar por un rato el cielorraso tumbado en su cama, le pareció incómodo el aire frío y pesado que penetraba sus pulmones, el cual se introducía por la ventana abierta de su pieza, luego escuchó las molestas moscas que bailaban en su cocina y pronto decidió levantarse. —Mi cabeza da vueltas —exclamó para sí mismo, mientras colocaba sus manos en su frente. Al ponerse de pie, lo primero que hizo fue cerrar la ventana, no sin antes ojear un poco al exterior sacando la cabeza para ver cómo estaría el clima durante el día, seguido se dirigió al baño. —Creo que vomitaré —pensó, y consideró apurarse. Se quedó quieto por un momento frente al lavamanos apoyado en la pared, respiraba hondo y con cierta dificultad, puesto que aquella mañana se encontraba sufriendo los malestares de una resaca, ya no era más el hombre joven que podía pasarse un poco de copas, aquellos años, aunque él no los consideraba demasiados, ya le pesaban en la espalda. En seguida lavó su cara y miró por un rato su cuerpo desnudo y pálido frente al espejo, flexionó un poco sus brazos y alzó una ceja, rápidamente se dio una ducha tibia para alivianar su malestar y se vistió para el trabajo utilizando la misma ropa del día anterior. Cuando estuvo listo caminó hacia su ordenada sala, posteriormente notó que tenía varias llamadas perdidas en su teléfono y en su contestadora había tres mensajes: uno de su madre, uno del banco y otro de la policía. Reprodujo el primero, efectivamente, era su madre:

—¿Cuándo vendrás a visitarme?, ¿Acaso olvidaste que tienes una madre maldito malagradecido? —dijo una voz quebradiza y ronca—. Lo lamento, sé que estás ocupado, últimamente mi espalda me está matando, tantos doctores y enfermeras y no tienen idea de qué hacer, ¡No cuidan bien de la salud de sus pacientes! Se roban los salarios que pagamos con nuestros impuestos y ni siquiera aprueban mi petición de aumentar la dosis de mis medicamentos para el dolor… —Rodrigo omitió el mensaje, le provocó náuseas, presionó su mano contra su abdomen y continuó.

—Buenos días señor García, hemos estado intentando hablar con usted hace semanas, lamento informarle que sus bienes serán embargados, comuníquese con nosotros lo antes posible, de lo contrario, tendremos que levantar cargos contra usted —vociferó una voz joven de mujer.

—¡Ladrones, te han de cobrar hasta que te quedes sin alma! —dijo enojado. Se sentó en el sofá y jaló su cabello negro con fuerza, luego soltó un grito de desesperación y de odio, tomó entre sus manos un libro que se encontraba próximo a él y lo estrelló contra el televisor, respiraba agitadamente, su cara estaba enrojecida, sin esperarlo en absoluto, el tercer mensaje se reprodujo automáticamente.

—Detective García, soy yo, Tony, te he estado llamando toda la mañana, sé que tu turno aún no empieza, pero… ha surgido algo, —se tomó una pausa y prosiguió—. No sé cómo decirte esto, así que sólo lo soltaré, hemos encontrado un cadáver en la sexta casa de la calle 516, ya te supondrás de quién hablo, lo siento mucho, por lo que entiendo ustedes dos eran amigos, es aparentemente un suicidio, sin embargo, no estamos seguros, seguimos registrando la escena, pienso que tal vez podrías ayudarnos, lo conocías desde hace años, ven aquí en seguida termines de escuchar esto. —Rodrigo tocó su pecho, buscaba sentir los latidos de su corazón, se encontraba perdido, sedado, como en un sueño, ya no entendía qué pasaba, ni quién era, ni lo que hacía, se sintió vulnerable, frágil y sucio. Guardó sus llaves en su bolsillo izquierdo, se puso el saco y corrió hacia su auto. Ese día la tormenta azotaba la ciudad y bañaba las calles azules, sucias y sobrepobladas, por suerte para él, su sirena le permitía pasar por el espantoso tráfico sin mucho problema, mientras iba en su vehículo pensaba en voz alta.

—¡Por Dios!, ¡Mi viejo amigo!, ¿Qué hiciste? ­—cada vez aceleraba más —. Me siento extraño, por más que busco en mi interior las lágrimas para llorarte, temo darme cuenta que se me hace indiferente, pero, ¿Cómo podría ser? Fuiste de los pocos amigos que de verdad he respetado, y ni siquiera tengo la fuerza para llorarte, estoy agotado, aburrido, harto de esta maldita ciudad.

La calle 516 se encontraba cerca de su apartamento en Soloma Hills, le tomó menos de 20 minutos llegar a la escena del suicidio en donde lo esperaba Tony Velázquez, un detective inspector más de la ciudad. Aparcó su vehículo cerca de la casa de su difunto amigo, al frente de la vivienda había una patrulla con un par de policías, bajó de su auto, Tony lo saludó con un breve apretón de manos.

—De verdad lo siento, ¿Te encuentras bien? Te vez fatal —exclamó Tony.

—Estoy bien, gracias. He estado peor —replicó con rostro serio.

—Sígueme —dijo Tony, mientras lo tomaba por el hombro.

Tony Velázquez era un hombre de 43 años, alto, moreno, de bigote pronunciado y cabello negro, tenía unos ojos claros y enormes capaz de penetrar en lo más profundo de la gente, aquellos eran un excelente detector de mentiras, esa mañana vestía fiel a su estilo cotidiano, traje entero, zapatos de vestir y una corbata rayada, sin olvidar por supuesto su apreciado Rolex dorado, un regalo de su esposa por su cuadragésimo cumpleaños. Subieron los breves escalones de la casa y entraron, la sala se hallaba hecha un desastre, los cuadros que una vez estuvieron en las paredes y fueron los objetos con los el difunto solía presumir sus habilidades pictóricas, estaban en el suelo junto al ventanal roto, algunos hechos añicos. Rodrigo observó con detalle la sala de estar y llamó su atención el tablero de ajedrez que tantas veces los presenció enfrentarse, el mismo se hallaba colocado cuidadosamente sobre una mesita de noche, le trajo recuerdos, sin embargo, no sintió nada en absoluto.

—Por aquí está el cadáver. —Tony señaló la habitación principal.

—Voy en seguida —exclamó, mientras apreciaba la partida de ajedrez incompleta, ladeó la cabeza, lo miró a los ojos un instante y seguido lo acompañó.

Ambos entraron a la habitación, ahí se hallaba el cuerpo frío y azul de Fabio Bianco yaciendo sobre la alfombra en una posición poco ortodoxa y con una expresión de terror tatuada en su rostro, tenía la boca llena de espuma blanca y en su mano derecha sostenía una botella, aparentemente algún tipo de veneno, las cortinas de la habitación habían sido desgarradas y su cuerpo estaba hinchado. Rodrigo lo miró atentamente, y a pesar del pestilente olor a vómito no tapó su nariz, ni solicitó una mascarilla, no obstante, no pudo evitar presionar su abdomen y hacer un gesto de desagrado.

—Podemos salir un momento si así lo deseas —comentó Tony.

—Estoy bien —respondió Rodrigo, posteriormente se dirigió al forense quien analizaba al cadáver.—¿Cuál es la causa de muerte?

—Pues es bastante obvio, envenenamiento, ya solicité un estudio al laboratorio para averiguar de qué veneno se trata. Si observa bien su rostro, notará que es un veneno bastante ineficiente para una muerte rápida, ¡Pobre hombre, ni siquiera pudo elegir algo más humano para acabar con su miseria!

—¿Hace cuánto murió?

—A este momento, ya son 3 horas post mortem. Se me hace tarde, los dejo analizar la escena detectives, será mejor que me vaya —dijo el forense mientras miraba su reloj, en seguida salió después de despedirse de Tony.

—Lo conocías mejor que nadie, al parecer no posee familiares en la ciudad a quién avisar, lo más cercano que tiene son sólo tú y una mujer llamada Fernanda Martínez que aparentemente era su amante, a ella aún no hemos podido localizarla. Háblame un poco de él, ¿Cómo lo conociste?, ¿Tenía tendencias suicidas? —preguntó Tony.

—Era un inmigrante italiano que llegó a la ciudad a finales de los ochenta, fue ajedrecista, lo conozco hace un poco más de quince años, solía asistir a su club de ajedrez ubicado en la calle Heliópolis, a un par de kilómetros de aquí, ya te había hablado de él, fue famoso por ganarle una partida a un alemán llamado Emanuel Lasker, además, no lo sé, fue muchas cosas, pero jamás creí que un cobarde que decide quitarse la vida.

—No subestimes la desesperación de un hombre, las deudas te pueden llevar al límite, y por lo que encontré en sus cajones, este hombre tenía muchas, no creo que sea un cobarde, se necesitan agallas para acabar con la vida de uno mismo —exclamó Tony.

—Tienes razón, seguramente así fue.

—Claramente hay inconsistencias, ¿Por qué alguien que decide suicidarse destruye primero su casa, no deja carta de suicidio y además decide morir de forma agonizante? ¿Por qué no un tiro en la cien? —dijo Tony, mientras enciende un cigarrillo en su boca.

—Pensándolo bien, el suicidio es bastante lógico, dudo que sea un asesinato, por lo que he visto y por mi experiencia con él, sé que era un hombre depresivo y solitario, que vino a este país con la utópica idea de ser un ajedrecista famoso y al final no pudo vivir de su fracasada carrera, sobrevivió gracias a empleos temporales en casi cualquier cosa, pero claramente la estadía en la ciudad se le cobraría y la falta de ingresos lo llevaron hasta aquí, es triste, pero en la actualidad hasta el aire que respiras tendrás que pagarlo luego. Asimismo, es lógico pensar que el hombre se equivocó con el veneno a escoger y lastimosamente murió de una manera horrible, sólo el difunto sabrá por qué decidió hacerlo con veneno, así son los italianos, dramáticos —exclamó Rodrigo, agachado junto al cadáver.

—¡Vaya! No es lo que esperaría oír de un supuesto amigo suyo, eso da explicación a algunos interrogantes, pero, ¿Por qué destrozar su casa antes de morir?

—Podría dar la impresión de que alguien buscaba algo, pero las puertas y el ventanal no fueron forcejeados desde el exterior, este último se intentó romper desde adentro, podríamos explicarlo por consecuencia del veneno, quizá el dolor insoportable lo hizo arrepentirse, por alguna razón no logró abrirlo y en un desesperado intento de salvación trató de romperlo y salir a la calle. —Inmediatamente, Rodrigo se colocó sus guantes e inspeccionó los bolsillos traseros del difunto Fabio, de él sacó una billetera de cuero con algunas tarjetas de crédito, una cierta cantidad de dinero no muy grande y una foto de su madre.

—Dime Tony, ¿Revisaste la casa en busca de objetos valiosos o dinero?

—Efectivamente, no hemos revisado a profundidad, pero descartaría que esto fuera para robarle, la forma de muerte es inconsistente, la puerta fue cerrada por dentro, había algo de dinero en los cajones y algunos objetos valiosos, en el cuerpo sólo estaba la billetera, aparte de ti, el forense es el único que ha revisado al difunto en busca de una nota de suicidio, al parecer no la hay. Más gente vendrá a barrer la zona en busca de pistas, si hay algo que lo vincule a un asesinato, lo encontraremos, de lo contrario, el caso estará cerrado, no quiero complicaciones, ni deseo perder mi tiempo buscando cosas donde no las hay, es muy similar a otros casos, todos saben que la tasa de suicidios es alta en las ciudades. —Rodrigo permaneció pensativo por un instante mientras miraba fijamente el cuerpo sin vida.

—Gracias por dejarme ver la escena antes que los colegas.

—Era tu amigo, fue lo menos que podía hacer.

—¿Cómo encontraron el cuerpo?

—Su vecina, una anciana llamada Marta Fernández, escuchó gritos y lo miró intentando romper el ventanal de la sala de estar mientras regaba sus plantas en el patio, tal como lo dijiste. La mujer se asustó y decidió llamar a emergencias.

—¿Podrías dejarme solo con él por un momento? Desearía despedirme —exclamó Rodrigo, mientras se acomodaba los guantes de látex.

—¡Por supuesto! Te esperaré afuera. —Tony salió de la habitación y rápidamente Rodrigo inspeccionó de nuevo la billetera, si existía una nota de suicidio, tenía que estar ahí, al remover la foto de la madre de su lugar, un pequeño papel doblado cayó sobre sus muslos, por suerte para él, el forense no había advertido que alguna nota de suicidio se encontrara ahí. Posteriormente dejó todo en su lugar, guardó la carta en el bolsillo interior de su saco y salió de la habitación.

Afuera lo esperaba Tony, este se encontraba fumando en una postura relajada con una mano en la cintura, al percatarse de la llegada de Rodrigo, tiró su cigarrillo en la acera, luego lo majó con su zapato. Rodrigo se situó contiguo a él, tenía sus manos dentro de las bolsas del pantalón, miraba al horizonte gris como si estuviese en algún tipo trance, o en uno de esos momentos de meditación profunda, su frente sudaba, a pesar de que el aire frío de aquella mañana le hacía sentir que una estaca apuñalaba su pecho.

—No recuerdo cuando fue la última vez que vi el sol, todo se ha vuelto tan sombrío, vivimos y morimos en la umbría de gigantes que acarician el cielo, en busca de Dios, o de escapar más allá de las nubes negras —exclamó Rodrigo.

—¡Escapar! Eso es seguro, ¿Quién no querría escapar de este lugar? Aunque quizá no de la manera que hemos presenciado allá dentro, la verdad soy un hombre simple, me puedo conformar con vacaciones una vez al año ­—contestó Tony, se produjo un silencio y luego prosiguió. —Parecía ser un buen hombre, debió buscar ayuda, no terminar con su vida de esta forma.

—Ya no recuerdo lo que significaba ser un buen hombre —dijo Rodrigo, mientras miraba al cielo nublado.

—Tú me pareces un buen hombre, ¿Lo sabías? Aunque a veces deba verlo en lo más profundo de ti, no te lo digo con mala intención, no te sientas mal, tan sólo es la anestesia de la metrópolis lo que nos llega a apagar, a sentirnos aturdidos ante tanta iluminación y escándalo. Mira, sé que estás cansado, ¿Por qué no te tomas el día? Yo me encargo en la oficina, ve a casa y descansa, mañana entierra a tu amigo, al final todo pasará y luego estarás mejor, preciso que estés bien, hay un caso del que quiero hablarte lo antes posible, por el momento debo dejarte, ahora necesito atender otras cosas, —luego colocó su mano sobre su hombro, posteriormente se despidió de él y se alejó.

Rodrigo permaneció allí de pie por un minuto, se encontraba mareado, cuando se sintió mejor, se encaminó hacia su auto y condujo apresuradamente en dirección a Soloma Hills, ciertamente estaba ansioso por conocer el contenido que encontraría en aquel papel. Una vez en casa, inspeccionó el bolsillo interior de su saco, ahí se hallaba la carta, se dirigió hacia el desgastado sofá y se acomodó, por un momento sintió dudas, pero al final se propuso decidido a leerla, no sintió miedo o culpa, a sabiendas que la había robado. Al finalizar, todo fue tal y cómo se lo había imaginado, suspiró con preocupación, inmediatamente se le vino a la cabeza el nombre de Fernanda Martínez, tenía que encontrarla de algún modo, creía tener una idea de su paradero, pero no sabía cuál sería su reacción al verlo, —¡Ella tiene derecho a leer esta carta! —murmuró, luego reflexionó un poco sobre ello, puso su mano en su barbilla, y entendió que aquella sería una mala idea. Al final decidió que hablaría con ella, pensó que siempre estaba presente la probabilidad de que se presentara al funeral de su amante, pero no le enseñaría las últimas palabras escritas por Fabio. Se dirigió a su dormitorio y guardó la carta en el tercer cajón de su cómoda, la escondió entre un puñado de calcetines, en seguida puso el cajón bajo llave. Después de un día tan malo, se sintió tranquilo cuando todas las ventanas y puertas de su casa fueron cerradas, como si de algún modo pudieran refugiarlo las delgadas paredes de su apartamento de la decadencia y el olor repugnante que yacía en el exterior. El resto de ese día sólo lo dispuso para leer algunos archivos de su trabajo, mirar la televisión, y esperar a que cayera nuevamente la noche azul sobre aquel mundo de concreto.

La mayoría de los miembros del club de ajedrez de la calle Heliópolis, al conocer la terrible noticia de la muerte de su fundador, se ofrecieron a financiar el funeral al maestro que, por el largo periodo de una década, les había ofrecido gratuitamente cátedra en la táctica y teoría del ajedrez, el club siempre fue un espacio en el que el maestro Fabio Bianco era, y seguiría siendo respetado, siempre el centro de atención de los más vivaces jugadores que deseaban enfrentarse a él. A pesar de su edad, y al ya no tener la rapidez del pasado, siempre fue competente en su campo. Los más de cincuenta miembros de los que constaba el club, no podían estar más que agradecidos por su aporte, y consideraron que lo menos que podían hacer, era la donación del dinero para dar una despedida digna a un hombre que era considerado una deidad del ajedrez en aquel lugar. El funeral fue efectuado a las once de la mañana en la iglesia de Nuestra Señora, ubicada en la calle 516, aproximadamente a un kilómetro del lugar donde el difunto pasó los últimos instantes de su vida. Al funeral asistieron un total de veinticinco personas de las cuales, en su mayoría, pertenecían al club de ajedrez, a excepción de las esposas e hijos de algunos de ellos, y por supuesto del cura. Para sorpresa de muchos, incluyendo la de Rodrigo, se decidió que se le daría una ceremonia fúnebre cristiana, a pesar de que el difunto fue toda su vida un hombre abiertamente ateo.

Rodrigo se encontraba con un rostro sereno, sentado en la última fila de sillas, no se acercó al ataúd, ni tampoco lloró, mucho menos quiso dirigir algunas palabras de despedida, su mente estaba ocupada, distraída, pensó toda la noche en la carta y en qué le diría a Fernanda Martínez, buscó las palabras correctas, las palabras precisas que debían salir de su boca por si el momento de hablar con ella se le presentaba, pero como supuso, no había hecho acto de presencia en el funeral, y comprendió que si no la había visto en aquella situación, la cual era lo único que los unía, era poco probable que la volviese a ver otra vez por el resto de su vida, este pensamiento lo tranquilizó. Cuando la ceremonia hubo terminado y el cuerpo del difunto enterrado en el cementerio, Rodrigo se marchó sin despedirse ni hablar una sola palabra con nadie, consideró que su presencia en el funeral era únicamente un compromiso casi obligatorio que las personas esperaban que cumpliese, y esto lo hizo sentirse fatigado. Antes de irse llamó su atención la lápida que colocaron sobre su tumba, su epitafio decía: “Me perderé en la eternidad de las tinieblas, pero siempre me encontrarás en aquello que hice”.

Unas horas después en la oficina de Tony Velázquez, Rodrigo pensaba la propuesta que su compañero le estaba ofreciendo.

—Creo que te haría bien salir por unos meses de aquí, irte de viaje, toma tu tiempo para considerarlo.

—Trabajo solo —replicó, recostado en el escritorio con sus brazos cruzados.

—Es sólo un novato, necesita aprender el oficio, lo hará bien.

—¿Y adónde iré?

—El sitio se llama Las Odomias, está bastante lejos de la ciudad —dijo Tony.

—¿Por qué las autoridades no investigan por sus medios las desapariciones?

—Son incompetentes y apenas pueden mantener el orden, llevan más de seis meses pidiendo ayuda a la capital, al parecer el número de desapariciones ha aumentado, la gente comienza a enfadarse, se sienten inseguros y amenazados ante la posibilidad de un asesino serial —replicó Tony, mientras bebía del café de su taza.

—Jamás había escuchado de Las Odomias, me parece extraño —comentó, a la vez que pasaba las páginas referentes al caso.

—Bueno, es un lugar alejado, más allá de las pequeñas ciudades cerca del puerto, son unos pobres diablos abandonados por el gobierno, la única manera de ingresar es por barco, por el mar del sur, que zarpa de la costa tres veces al mes, o en el ferrocarril que llega hasta los pueblos pesqueros de Boschini, pero después tendrás que entrar en bote o a caballo.

—No estoy seguro Tony —dijo Rodrigo con inseguridad.

—Rodrigo, sé que necesitas el trabajo, muchos colegas han rechazado la oferta, no te mentiré, pero en tu caso, te hará bien, la paga es buena, además, lo único que debes hacer es cumplir un periodo de dos meses en el lugar, ya sabes, dirigir la investigación por buen camino. —Rodrigo calló por un momento, suspiró en varias ocasiones y después de un breve instante de reflexión, decidió tomar el caso, estrechó la mano del detective Velázquez y se propuso partir en dos días, por el ferrocarril, cuando su compañero, un joven novato de 26 años llamado Edgar Cruz, estuviese listo para abordar el tren junto a él.

Capítulo 2: “La partida a Las Odomias”

Edgar Cruz había llegado temprano a la estación, era joven y entusiasta, deseaba con todas sus ansias abordar el tren metropolitano que los llevaría a la próxima estación rumbo a la pequeña ciudad de Boschini, que se localizaba cerca del mar, llevaba tan sólo un pequeño bolso cruzado de cuero y una maleta de viaje, había empacado estrictamente lo indispensable para una estadía no mayor a dos meses, cada vez que viajaba, venía a su memoria su padre, desde que apenas era un niño, le había enseñado que para apreciar un viaje, lo más importante era viajar ligero, —las posesiones te atan, las cargas sobre tu espalda y jamás te permitirán ser libre —comentó para sí mismo, repitiendo las palabras que una vez dijo su progenitor. Se encontraba sentado en una pequeña banca de frente a las vías con un pie cruzado, en tanto escribía en una pequeña libreta roja de bolsillo a la espera de su compañero, se quitó el sombrero y dejó al descubierto una cabellera no muy abundante de pelo rubio. Llamó su atención que aquella mañana el metro se encontrara extrañamente vacío, a excepción de un par de personas ubicadas en las bancas anexas, no obstante, eso no impedía que el lugar se sintiera solitario y un poco más frío de lo habitual, a causa de la falta del calor humano al que ya estaba totalmente acostumbrado.

El tren partía del centro de la metrópolis a las ocho de la mañana, este los llevaría hasta la próxima estación de Los Llanos, en donde tendrían que tomar el ferrocarril que los trasladaría a Boschini, de ahí se debía buscar algún medio de transporte para adentrarse rumbo a Las Odomias. Por suerte para ellos, el viaje fue planeado con antelación para que ambos pudiesen entrar en bote hasta el lugar. La dificultad que presentaba Las Odomias para el ingreso de extranjeros, se debía principalmente a las montañas que la rodeaban e impedían la construcción de vías y carreteras, eran empinadas y bastante altas, con suelos frágiles que podían provocar fácilmente deslizamientos a pesar de la abundante cantidad de árboles que las cubrían. En medio de estas montañas se extendía un enorme valle donde fue levantada tan desconocida ciudad, apenas tenía una pequeña salida rumbo al mar del norte, con dos pequeños puertos que se utilizaban principalmente para el comercio del pescado, actividad que forjó la economía de la zona. En los pueblos más cercanos, que se encontraban en las faldas de una de las gigantescas montañas en la ya mencionada Boschini, se solía rumorear que aquel lugar era el aposento del diablo y de seres sobrenaturales, que abundaban los cultos satánicos y que practicaban el canibalismo. Todos estos rumores e historias se dieron como consecuencia de la extraña actitud de los habitantes nativos de aquel paraje.

Faltaban ya cinco minutos para las ocho, Edgar se encontraba impaciente, los pocos pasajeros de la estación comenzaron a subir y su compañero aún no llegaba, pronto pensó que no lo haría, en su mente entró el dilema de si debía abordar el tren y esperarlo en los Llanos, o si la partida se había pospuesto para más adelante, le pareció irresponsable la actitud del detective García y pronto se sintió malhumorado. Posteriormente ladeó la cabeza y observó a un hombre de unos cuarenta años, de hombros anchos, vestido con una gabardina negra, un sombrero y una corbata azul, notó que tenía además una ceja partida producto de algún tipo de golpe, llevaba en su mano derecha un maletín de viaje bastante grande, ambos cruzaron miradas a lo lejos, en seguida el hombre se dirigió hasta él.

—Tú debes ser el detective Cruz —exclamó Rodrigo, con un tono de voz apagado.

—Así es señor, es un placer. —Edgar se puso de pie y lo saludó con un fuerte apretón de manos.

—Claro, igual es un placer, me llamo Rodrigo García. —Evitó el contacto visual.

—Sé quién es señor —dijo Edgar, quién percibió un fuerte olor a whisky que provenía de su boca.—Creo que deberíamos abordar el tren ahora, parece que está a punto de salir —comentó Rodrigo mientras subía a paso apresurado al tren, en seguida lo siguió Edgar.

Ambos entregaron sus boletos y el tren tomó rumbo a la estación de Los Llanos, a unos cien kilómetros del centro de la metrópolis, les tomaría aproximadamente un par de horas llegar. Cada uno se sentó en su respectivo asiento, estos estaban contrapuestos. Rodrigo empezó a leer un periódico, trataba de ocultar patéticamente su estado de embriaguez, pues la noche anterior, después de un agobiante día de trabajo, ingresó al bar más cercano por un par de copas para relajarse y quizá tener conversación amena con algún desconocido, sin embargo, no encontró a nadie dispuesto a hablar y los treinta minutos que pensó que estaría en el lugar, se convirtieron en horas, —la ciudad de los hombres y mujeres solitarios —dijo en voz alta, mientras acababa de terminar su primera botella de whisky. —¡No los culpo, hasta yo prefiero esconderme silencioso en un bar antes de esconderme en mi bello trabajo! —vociferó sarcásticamente. Permaneció en la barra del bar toda la noche, a la hora de cierre, un par de hombres tuvieron que sacarlo a la fuerza del local debido a que se negaba rotundamente a marcharse, como se resistió, e incluso intentó golpear a uno de ellos sin mucho éxito, lo empujaron agresivamente y cayó de cara contra el suelo, partiéndose una ceja. En la calle se arrastró hacia su auto y con dificultad, condujo hasta su casa, cuando estaba a punto de llegar su cuerpo fue invadido por una pesadez desorbitante, lo que provocó que se estrellara contra su buzón de correo, bajó del vehículo, tambaleante abrió la puerta y se recostó en el sofá. Despertó unas horas después, bañado en sangre, sin entender muy bien lo qué pasaba y con apenas media hora para que su tren partiera.

Durante el viaje no se habló ni una sola palabra, Edgar pasó el par de horas del trayecto leyendo algunas carpetas referentes al trabajo, mientras Rodrigo soportaba en silencio el dolor de su rostro, a veces leyendo el periódico para intentar ignorarlo. El incómodo silencio entre ambos era complementado cada cierto intervalo de tiempo por una mirada mutua aún más incómoda. Llegados a la estación de Los Llanos, aproximadamente a las diez con cinco minutos, los pasajeros bajaron del tren. Ambos se dispusieron a tomar un café mientras esperaban el próximo ferrocarril, que a pesar de ser exclusivamente para el traslado de mercancías al interior de la zona de Boschini, también tenía un vagón reservado para el transporte de algunos comerciantes que necesitaban ingresar a las zonas pesqueras. Rodrigo y Edgar encontraron una cafetería cercana a la estación, en seguida ocuparon una mesa ubicada en los exteriores, la misma tenía una enorme sombrilla. Los atendió una mujer joven de estatura media y cabello rubio, ordenaron café y algunos acompañamientos.

—¿Es un lugar agradable, no lo cree? —preguntó Edgar amablemente.

—Así es, al fin un lugar sin tantos rascacielos —respondió Rodrigo, mientras observaba a su alrededor.

—¿Qué hay de malo con los rascacielos? —exclamó de manera curiosa y burlona.

—Me parece un enorme acto de vanidad querer crecer hasta el cielo, pretender llenar de concreto hasta un lugar tan bello como el firmamento. —Posteriormente tomó de su café.

—Pues sí, incluso el aire es más puro, parece un buen lugar para envejecer —comentó Edgar, mientras miraba a la camarera de forma atenta. —Rodrigo tocó su ceja inflamada e hizo un gesto de aflicción, luego sacó una pequeña venda y la remplazó por la anterior, Edgar lo observó de forma disimulada.

—Disculpe la pregunta señor, pero, ¿Qué le sucedió en el rostro? —preguntó con cierto cuidado.

—Bueno, a veces no hay otra forma de arreglar los problemas, la violencia suele ser un recurso efectivo —replicó, Edgar asintió de inmediato mientras devoraba un panecillo.

—Lo entiendo, aunque siempre he pensado que la violencia es el último recurso de los cobardes, lo digo sin intención de ofenderle.

—Podría ser, mucho de lo que ha forjado la humanidad en esta tierra proviene de la violencia y el dolor de los más débiles, es algo que se encuentra en lo más profundo de nosotros, si la dejas salir puedes hacerte adicto a ella, como si fuese una especie de droga letal —comentó, Edgar lo miró directamente a los ojos.

—Entonces quizá el mundo fue forjado en mayoría por cobardes. — Rodrigo asintió con la cabeza, ambos permanecieron en silencio por unos instantes.

—Dime, ¿Por qué haces esto? —preguntó Rodrigo para evitar el silencio.

—Disculpe, ¿Hacer qué? —replicó, alzando sus cejas.

—Todo esto, ser detective, ¿Es lo que siempre quisiste hacer? —su tono de voz denotaba cierta curiosidad forzada.

—Bueno, es una pregunta difícil, no recuerdo a alguien que me la hubiese hecho a parte de mi madre, lo primero que viene a mi mente es mi familia, mis hijos, deseo contribuir a un mejor mundo para ellos, cortar de raíz el miembro putrefacto que hace enfermar a nuestra ciudad, porque sólo así podrá sanar, de esa forma lo habría dicho mi padre.

—Sin embargo, aquí estamos, a decenas de millas de esa ciudad que tanto deseas salvar. —Meditó por un segundo, después prosiguió —. Tu padre parece ser un buen hombre.

—Lo era, falleció hace un par de años, tenía 66.

—Mi más sentido pésame, ¿Murió por causas naturales?

—No, murió a causa de su Alzheimer —dijo con voz triste.

—No soy médico, pero, ¿La enfermedad por si sola puede matarte? No respondas si no lo deseas, me estoy entrometiendo demasiado.

—Está bien. La enfermedad por sí sola no lo mató, pero en uno de sus periodos de demencia escapó a la calle, estaba confundido, desorientado, no sabía en qué lugar se encontraba, corrió por la acera hasta llegar hacia las vías, por desgracia no pudo percatarse que el tren estaba por pasar…

—Lo lamento —dijo tratando de sonar lo más amable posible, Edgar bebió de su café.

—Ahora dígame, ¿Por qué lo ha hecho usted por tanto tiempo?, ¿Por sus hijos?

—No tengo tanta determinación como tú muchacho, tengo una hija, ¡Pero ahora ella se encuentra tan lejos, y ya no puedo recordar el porqué estoy aquí! —dijo pensativo, Edgar esbozó una leve sonrisa.

—¡Creo que aún lo recuerda detective…!

Treinta minutos después, ya abordaban el ferrocarril, el trayecto se tornó bastante largo, de poco más de cinco horas, en su vagón solamente iba un hombre de avanzada edad, con una enorme barba y de tez curiosamente más pálida de lo normal, con rasgos eslavos y una mirada de malhumor, se hallaba sentado al otro extremo de la fila de asientos mirando por la ventana el paisaje rural. Empezó a llover fuertemente una vez bajaron del ferrocarril, por tanto, pensaron que lo mejor sería refugiarse momentáneamente en la estación a la espera de que cesara la tormenta, pero al parecer no tenía intención de parar, al menos en un rato. Mientras esperaban recostados en una pared, observaron pasar al anciano que los acompañó durante el viaje, al mirarlo con más detalle, notaron que este tenía unas extrañas ampollas en su rostro y brazos, de color verdusco y bastante desagradables, nunca en sus vidas habían visto una enfermedad dermatológica de tal tipo, el anciano tomó sus maletas y se perdió en la lejanía de un camino rocoso que se extendía por la pendiente de una montaña. Sintieron un extraño escalofrío que recorría sus espaldas.

Llegados a la ciudad, debían buscar a Richard Rojas, quien sería el encargado de llevarlos directamente a Las Odomias en su pequeño bote pesquero. Se había pactado de esta forma porque las otras maneras de entrar tomarían demasiado tiempo, el buque de comercio que se dirigía hasta el lugar, zarparía dentro de tres días, y el alquiler de caballos junto con un guía solía ser bastante peligroso, además de tener un precio elevado. Una vez la lluvia cesó un poco, se dirigieron de prisa al puerto esperando encontrar al hombre, sin embargo, no había nadie allí, al parecer todos se habían ido a refugiar de la tormenta. Vagaron por unos quince minutos cerca de los botes, hasta que, a lo lejos en una colina, distinguieron a un grupo de personas bajo una caseta de madera, de inmediato se encaminaron hacia ellas.

—Buenas tardes, busco a Richard Rojas, mi nombre es Rodrigo García.

—Soy yo, ustedes deben ser los detectives —dijo un hombre particularmente alto levantando la mano, estaba vestido con una capa impermeable amarilla y tenía una barba negra canosa —. Los he estado esperando por una hora.

—Lo lamentamos, es un viaje largo, siempre existe el riesgo de tener demoras —exclamó Edgar.

—No se preocupen, deberíamos partir ahora que la marea está alta y ha parado de llover, con suerte llegaremos a la puesta del sol.

Los tres caminaron hacia el pequeño bote pesquero que se encontraba amarrado al final del enorme muelle de madera, el viento de la mar soplaba fuerte, sus aguas verdes rugían al quebrar de las olas contra las rocas y los cormoranes aún pescaban a la orilla del puerto, subieron junto con su equipaje al bote, este era de un color celeste ya desgastado, en su costado estaba plasmado su nombre con letras rojas: María. Este tenía un tamaño que permitiría fácilmente transportar a media docena de pasajeros. Richard se dirigió al motor y lo encendió tirando con fuerza de la cuerda de arranque, inmediatamente se pusieron en marcha y pronto se vieron lejos del puerto. Al ser un bote viejo, entraba cierta cantidad de agua que continuamente se encharcaba a los pies de los pasajeros, Rodrigo sintió el agua salada penetrar sus zapatos y mojar sus medias, esto lo molestó, —no sé qué diablos hago aquí —pensó con arrepentimiento, después se empezó a sentir todavía más incómodo debido al olor de las vísceras de pescado del cual estaba impregnado aquel bote. Aquella parte de la mar cercana al paraje, estaba plagada de enormes rocas negras que se levantaban decenas de metros de la superficie, con formas puntiagudas y filosas, algunos marineros de la zona contaban historias sobre monstruos marinos que se escondían entre dichas rocas y que podían destruir los botes pesqueros, otros afirmaban que algunas de ellas poseían en la cúspide rostros de demonios. Lo cierto era que sólo pequeños botes pesqueros eran capaces de maniobrar a través de ellas, en el caso de los enormes barcos mercantiles, lograban llegar a los puertos con cierta dificultad, gracias a que requerían bordearlas, una maniobra que en general les costaba una considerable cantidad de horas y combustible.

—No quiero parecer un entrometido, pero llama mi atención el hecho de que hayan solicitado que dos detectives de la metrópolis ingresen a ese endemoniado lugar —vociferó Richard mientras maniobraba el bote entre las rocas —. Algo verdaderamente malo debe estar pasando allí.

—¿Por qué lo dices?, ¿Has estado ahí? —preguntó Edgar interesado en sus palabras.

—Bueno, yo tan sólo he llegado a pisar el lugar una vez, siempre prefiero quedarme en el bote y esperar a los pasajeros, se habla mucho por ahí de los rituales extraños que realizan sus habitantes. Muchas veces los he transportado, eso es verdad, pero siempre guardo mis precauciones, —señaló una carabina de aspecto antiguo guardada debajo de una caja de madera —. Todo sea por la necesidad de alimentar a mi familia, la pesca en este lugar hace tiempo que está muerta.

—Me interesa saber por qué los habitantes de estas zonas se han encargado de dar tan mala fama al lugar, tan sólo me parecen cuentos para asustar a los niños si no se van a la cama —dijo Rodrigo con cierta indiferencia.

—Eso es perfectamente compresible señor García, usted es un hombre de la capital, no espero hacerlo cambiar de parecer, tan sólo le diré que aquellos hombres y mujeres que logran salir cuerdos de ahí, siempre tienen una historia que contar.

—Dígame, ¿Por qué la gente del lugar es tan peculiar? —preguntó Edgar cada vez más interesado.

—Primeramente, sus rasgos físicos no son para nada parecidos a lo que nosotros estemos acostumbrados a ver por aquí, tienen la cabeza pequeña y la piel tan pálida como un papel, además es muy común verlos con una singular enfermedad en la piel. Otra cosa extraña es que al parecer solamente los ancianos tienen permitido salir de la ciudad a otros lugares, es imposible que usted vea algún joven nativo pasearse por cualquier otra ciudad que no sea la suya. Son bastante introvertidos, nunca he escuchado a ninguno mencionar una palabra, no me sorprendería que tuvieran su propio dialecto, cuando se suben a mi bote, solamente me entregan el dinero y yo los llevo hasta el puerto de Boschini.

—Háblenos un poco de esos extraños rituales que mencionó ­—dijo Rodrigo.

—Bueno, una historia famosa que es contada desde hace décadas, es la de una joven hija de los Salazar, la familia más adinerada de las Odomias, quien fue cruelmente ofrecida en sacrificio a uno de sus dioses desconocidos del mar y de la noche, con el propósito de otorgar vida eterna a su padre, Ernesto Salazar. Su cuello fue degollado hasta que se escurrió toda la sangre de su cuerpo en el mar, posteriormente fue violada ya muerta por su propio padre, a fin de extraer toda su esencia de juventud. Desde entonces jamás se le volvió a ver caminado por las calles de Las Odomias, se cree que aún sigue con vida, encerrado en su mansión. ­—Historias como la que acaban de escuchar son comunes en estas zonas, sobre todo de personas que desaparecen y jamás se les vuelve a ver.

—Interesante —comentó Rodrigo, quien empezaba a sentirse raramente emocionado.

—Una última cosa, ¿Sabe usted cuántas personas extranjeras residen en Las Odomias ahora mismo?

—No sé el dato exacto, pero he escuchado de algunos curas que han sido enviados para cristianizar a los herejes, además he transportado a algunos policías aparte de ustedes, creo que el número no debería exceder la decena de personas—. Rodrigo aprobó el comentario afirmando con la cabeza.

—Estamos por llegar —exclamó Richard esbozando una siniestra risa en el rostro.

A lo lejos, ya se podía apreciar en su plenitud tan misterioso lugar, compuesto mayoritariamente por casas antiguas de estilo indiscernible y de un techo aparentemente construido de tejas, sobre ellas se extendía el celaje de color escarlata de aquella tarde intranquila, todos la contemplaron con gran atención mientras avanzaban al vaivén del oleaje de un mar convertido en sangre. Un siniestro e inmenso bosque de pinos vestía la cadena montañosa y un largo río serpenteaba por el valle, pero, lo que resultaba imponente, eran los gigantescos riscos que se elevaban como enormes lanzas rodeando la ciudad casi en su totalidad. En los puertos, apenas había una pequeña fila de botes pesqueros y un barco mediano a punto de zarpar, no lograron ver poco más, puesto que una densa niebla bajó de las montañas para abrazar el puerto y lo cubrió todo gradualmente. Richard se dirigió con precaución hacia uno ellos y amarró su bote en el muelle más cercano, los detectives bajaron del bote María de forma cuidadosa tratando de no arrojar sus maletas al mar, posteriormente dieron el pago, se despidieron de él, y a paso apresurado se adentraron en la ciudad en busca de la estación de policía.

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