El héroe homérico

Héctor/Aquiles: dos maneras de ser héroe

La Ilíada, primer y principal poema épico de la literatura griega, se mantiene aún, 28 siglos después de su concepción, como la base de todas las reflexiones posteriores que el arte en general y la literatura en particular realizó en torno a la guerra, la subsistencia de la comunidades a través del mantenimiento de cuerpos especializados en su defensa e introduce, por primera vez, la figura del héroe consciente de su naturaleza como tal.

Fue escrita por –o al menos es adjudicada a-, Homero, un aeda ciego que en el VIII a.C. se sirvió de una extensa tradición oral previa para componer un poema épico distribuido en 24 cantos, dispuestos en hexámetros dactílicos. Cada canto a su vez está dividido en episodios de extensión irregular, con el fin de facilitar su memorización y posterior declamación, aspecto que delata su origen oral. La obra es una epopeya, un poema cantado en episodios, en los que intervienen elementos sobrenaturales (dioses, semidioses, bestias mitológicas) y hombres, quienes realizan actos de fuerza y destreza en el campo de batalla, según la clásica definición de François Germain. Transcurre durante el décimo año del asedio a Troya, la principal ciudad de Ilión, que colectaba tributos de toda embarcación que debiera acceder al Mediterráneo.

El motivo que provoca el conflicto sin embargo es Helena, una mujer, esposa de Menelao, que se ha fugado con Paris, troyano hijo de Príamo, rey de Troya. Se forma una coalición de aqueos (griegos) para vengar la afrenta cometida por el príncipe troyano. Alrededor de las altas murallas troyanas se reúnen una liga de ciudades-estado griegas, bajo el liderazgo de Agamenón, hermano de Menelao. Esa es la historia alrededor de la cual se suceden los acontecimientos pero el tema, advertido ya desde la línea inicial del poema, es la cólera del Pélida Aquiles y de las “funestas consecuencias” (C.1, 1) que esta desencadena. Aquiles, hijo de Tetis, conocido como “el de los pies ligeros” o por el epíteto patronímico de “Pélida”, ha sido despojado por Agamenón de la esclava Briseida y en represalia, se abstiene de participar en la lucha. Ya que la victoria final sobre Troya demanda la presencia y el aporte de Aquiles, el más grande entre los héroes, su retiro de la lucha tendrá consecuencias funestas no solo para los griegos sino, en última instancia, también para él.

El héroe en el sentido moderno, es un protector de su comunidad (héroe bélico) o del honor de esta (héroe deportivo, etcétera); pero el héroe homérico perteneció a un período de transición entre la caída de las ciudadelas (durante el XII a.C.) y el renacimiento de la cultura griega a partir del siglo VIII a.C. Nuestra propia cultura le debe gran parte de sus motivos e inspiración a la cultura seminal creada durante la llamada “época oscura”, que se vivió en el interregno entre un acontecimiento y el otro.

Durante la misma, las comunidades ya habían alcanzado el grado de estratificación social suficiente para poder costear a distintos cuerpos de especialistas, característica definitoria de las ciudades-estado, desde su creación al principio del Neolítico en la Mesopotamia. Dentro de las murallas griegas convivían artesanos, campesinos, esclavos y una casta superior, los aristos. Los nobles son la base del complejo héroe-areté, ya que solo un aristócrata podría desarrollar su areté (virtud) en las artes, la filosofía o las ciencias para así aumentar su gerás (estatus) y, de toda la masa de guerreros que acuden a la defensa de sus comunidades apenas unos pocos, pertenecientes a la nobleza, pueden ser héroes.

Los héroes constituían la casta de mayor prestigio dentro de la sociedad griega, su existencia era mantenida por el esfuerzo productivo del resto de la comunidad ya que era de los héroes que salían sus reyes y gracias a los héroes podía la comunidad sobrevivir a los peligros constantes de una época turbulenta. Estos cuerpos de élite no cultivaban la tierra ni efectuaban trabajos manuales ya que su función se cumplía en el campo de batalla, donde se jugaban su honor (timé) en pos de mantener y aumentar su fama (kleós). Sin embargo, el héroe alcanzaba su mayor brillo durante su aristeia; esto es, cuando moría o daba muerte a otro héroe, honrando la areté de ambos y pagando así su deuda con la comunidad. A la belicosidad e inestabilidad permanente que asediaba las comunidades griegas, se sumaba el ansia guerrera de sus héroes dispuestos siempre a aumentar su areté en el campo de batalla. Paradójicamente, el grupo de especialistas en las artes guerreras, creados para asegurar la supervivencia de la comunidad, ponían a estas en riesgo debido a su constante búsqueda de ocasiones para poner a prueba su valor.

La Ilíada abunda en ejemplos de guerreros que sin ser griegos acuden gustosos a la guerra. Glauco, por ejemplo, es licio, batalla lejos de su patria natal y por lo tanto mata por su propio honor. El héroe homérico, sin embargo, es capaz de “dar un paso atrás … situarse entre la cultura y la naturaleza”, según Redfield. Tal grado de autoconocimiento del aspecto esencialmente ritualístico de su propia heroicidad se explicita en el discurso que, en pleno campo de batalla, se produce entre Sarpedón y Glauco, en el Canto XII, v. 310.

Dice Sarpedón: “¡Glauco! ¿Por qué a nosotros nos honran en la Licia con asientos preferentes, manjares y copas de vino, y todos nos miran como a dioses, y poseemos campos grandes y magníficos a orillas del Janto, con viñas y tierras de pan llevar?” refiriéndose al estilo privilegiado de vida que su condición de héroes les permite llevar con una sola condición: que sus compatriotas los vean primeros en la batalla, al frente de las tropas.

Y, sin embargo, el propio Sarpedón no evita deslizar lo que tal vez sea una queja ante la segura muerte que aguarda a todo guerrero, pues esboza un deseo que –bien lo sabe-, le está vedado: “Ojalá que huyendo de esta batalla, nos libráramos de la vejez y la muerte pues ni yo me batiría en primera fila, ni te llevaría a la lid donde los varones adquieren gloria…”

Este distanciamiento de su papel de héroe le agrega profundidad “psicológica” (si se me permite el anacronismo) al héroe homérico, comparado –por ejemplo-, con los indubitables héroes de las sagas nórdicas. La reflexión nació, quizás, inspirada en la transición sociopolítica hacia sociedades menos primitivas que estaba experimentando la sociedad griega en la época cuando se creó o recopiló La Ilíada, y torna al héroe homérico en un personaje con el que aún el lector moderno, también él enfrentado a la finitud, puede empatizar.

Esta tensión entre lo puramente cultural (la institución del héroe destinada a alcanzar la inmortalidad en el campo de batalla) y la percepción de que, aunque la comunidad los vea como dioses, bien saben los héroes que tan solo son humanos y efímeros “Cual la generación de las hojas…” C. VI, v. 145, se muestra de diferentes formas en los dos héroes máximos que poseen ambos bandos: Héctor y Aquiles.

De todos los héroes homéricos es Héctor, quizás, en quien es más fácil reconocerse. Es el máximo héroe de su patria, ha alcanzado su areté por mérito propio y no por obsequio de los dioses; pero es, también, el buen hijo, el padre de familia, el heredero inter vivos de Príamo, su padre, por lo que sabe que su muerte en batalla ocasionará grandes desgracias a Troya y dejará indefensa a su familia.

“Todo esto me preocupa, mujer, pero mucho me sonrojaría ante los troyanos y las troyanas de rozagantes peplos si como un cobarde huyera del combate … Pero la futura desgracia de los troyanos … no me importa tanto como la que padecerás tú cuando alguno de los aqueos, de broncíneas lorigas, te lleve llorosa, privándote de libertad…” C. VI, v. 440.

Héctor no rehúye a su destino, le preocupa ser víctima de la némesis (la condena moral de los otros) como a todo héroe. Siente aidós (vergüenza) de que desde la polis le vean faltar a su areté en el campo de batalla y aún así no se resigna; hasta el último momento sueña con un pacto entre Aquiles y él que sabe imposible:

“Y si ahora … le dijera que permití a los Átridas llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo de Ilión en las cóncavas naves…”

Es un guerrero, pero no es menos un “ciudadano”; pre-anuncia la vida pacífica de las futuras polis, superada la sangrienta época que le ha tocado en suerte vivir. Y quien le da muerte es, precisamente, la encarnación más pura de la ética guerrera. Aquiles desprecia el intento pacificador de Héctor y ni siquiera considera su propuesta de respetar los cadáveres una vez finalizada la lida.

A su vez, Aquiles, humillado ya desde el comienzo de la Ilíada, ha experimentado una transformación que, como a Héctor, también le ha colocado por fuera del sistema heroico griego pero no en una dirección que apunta al futuro refinamiento cultural sino que retrocede a un estado anterior, es la naturaleza desatada. Su gerás ha sido afectada por partida doble; primero Agamenón le quitó a Briseida, sobre quien tenía derecho adquirido por la areté demostrada en combate. Pero además Aquiles, que en tal ocasión hubiera podido con todo derecho matar al Átrida, si no hubiera intervenido Atenea con su promesa de que todo le iba a ser devuelto por triplicado, permanece al margen de toda acción, desatendiendo su areté e incluso se aferra a su necedad más allá de lo que la ética guerrera le permite cuando, en el Canto IX, rechaza los cuantiosos bienes que la embajada de Ayáx, Fénix y Odiseo le ofrecen en nombre de un Agamenón rendido por las evidencia de que sin Aquiles la guerra está perdida. Con su acción Aquiles incurre en hybris (exceso), perdido por su orgullo. De esta forma, precipita su pérdida. El curso de la guerra se revela funesto para los aqueos. Patroclo, desesperado, urde una trampa: vestirá la armadura de Aquiles en un intento de que la sola visión de los atavíos del supremo guerrero los aterrorice y vuelque las tornas a favor de los suyos. El propio héroe le observa y quizás intuye el desenlace cuando le advierte a su amigo más íntimo que no se confíe y permanezca lejos de las filas troyanas. Patroclo, ebrio de éxito, se olvida del consejo y muere en el campo de batalla a manos de Héctor. Aquiles entonces, sin haber obtenido la satisfacción de ver al propio Agamenón pedirle perdón y habiendo perdido a Patroclo a manos del máximo héroe troyano, enloquece. Vuelve a la batalla pero ya no como un héroe que busca enaltecer su areté. Vuelve como una fuerza de la naturaleza que derriba enemigos como si fueran pequeñas bestias y no hombres.

Es el camino inverso al de Héctor. Mientras este toma distancia del complejo heroico griego por no hallar en el razón suficiente para las nuevas necesidades de las comunidades, Aquiles desecha también el entramado cultural que da sostén al héroe, pero su voluntad viaja hacia una etapa anterior aún a dicha formulación. Es por ello que se comporta de forma inaceptable con el cadáver de Héctor, perforando sus talones para luego arrastrar tres veces con su carro el cuerpo alrededor de las murallas de Troya.

El héroe más poderoso alcanza la redención, el regreso a lo humano, cuando recibe al anciano Príamo que viene a reclamar el cuerpo de su hijo Héctor. Su furia protoheroica se aplaca pues ambos dolores, el suyo por Patroclo y el de Príamo por Héctor, hablan una misma lengua que la ética guerrera, quizás pensó Homero, no conocía. La del dolor.

Facetada, lejana en el tiempo y aparentemente ajena a nuestras vidas, la obra de uno o varios griegos sigue, desde hace ya 28 siglos, preguntándonos si, de verdad, hemos cambiado tanto. Quiere saber si nosotros, por fin, conocemos el lenguaje del otro.

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