Para Cristina, que posa los pies en la tierra y camina a mi lado.

La Diosa estaba cansada. Toda la mañana había estado recogiendo flores y hojas caídas para confeccionar su túnica y su corona. Se arrastró de aquí para allá agitando su larga melena, dando pequeños brincos, saliendo y entrando de su habitual trance. Cuando se cansó, se tumbó boca arriba y dejó que los rayos del sol que atravesaban tímidamente la cúpula de árboles la calentasen mientras dormía. Un hombre de aspecto prehistórico y brutal, vestido con jirones de ropa, la había observado de lejos, escondido entre los árboles. Se acercó cauteloso cuando vio a la Diosa tumbarse. Allí cogería frío. Necesitaba llevársela al piso. La vio respirar pacífica, tumbada a sus pies. Sintió que tenían un instante para ellos solos, antes de devolverla al cuidado y atención con los otros veintinueve hombres de aspecto arcaico que formaban el culto. Se permitió tocar el vientre abultado y sentir la vida de la Hija moverse al otro lado de la piel. Su Hija. Y la de los otros hombres. Hombres silenciosos que servían a la Diosa en aquel apartamento sin muebles. Hombres barbudos que habían juntado sus espermas para fecundarla. Hombres que no comprendían como aquel que ahora llevaba a la Diosa en brazos lo enamorados que estaban de Ella. Hombres primitivos que sabían que aquella era una vida más de muchas otras que pasaba junto a su Diosa.

Mientras la llevaba en brazos, el suelo se despegó de sus pies y sus cuerpos comenzaron a levitar entre ráfagas de aire cromático. Su cuerpo se derritió en un calor doméstico que envolvía todo aquel atardecer. Las hojas caían y volvían a brotar; las ramas se secaban y se volvían verdes; las aves evolucionaban desde un aspecto jurásico hasta el aspecto de nuestros días. Los árboles le decían con una voz andrógina: “Estas son nuestras edades, y tú eres parte de ella”.

Las raíces se entrelazaron con sus pies. El cuerpo de la Diosa, el suyo y todo ese bosque eran un organismo único. Era como volver a casa.

Me despierto en medio de la noche con un sobresalto. Aún perdura en mi recuerdo el sabor crujiente del sueño. El mismo que el de tantas noches. Hay revuelo en el campamento. Hoyuelos viene corriendo hasta mi tienda. Apenas se ha colocado su gorra de los New York Yankees y su larga y oscura pluma de águila está torcida. Esa pluma me trae recuerdos de otra vida lejana, en Madrid. Puedo ver el brillo acuoso de su mirada en la oscuridad.

—Tenemos que salir. Han venido.

Abandono mi tienda empapada por el rocío y la noche aún es cerrada, pero hay mucha luz. Luz eléctrica que inunda todo el campamento y a sus habitantes, que se preparan con las máscaras, los pañuelos y las gafas de buceo. Muchos se encapuchan. Los jefes cierran los ojos y dan sus bendiciones colocando las manos temblorosas sobre las cabezas de los jóvenes indígenas. Se oyen en la noche susurros y plegarias en idiomas de otros tiempos. Pronto son silenciados por la voz eléctrica del megáfono que escupe órdenes muy poco inequívocas en inglés. Todos nos arremolinamos frente a los vehículos de los antidisturbios. Somos gentes de de todo el mundo, hay muchos ancianos e incluso niños. Pero aún así, Estados Unidos nos manda a sus policías de grandes botas y espráis pimienta, de perros agresivos con colmillos de sangre, con mangueras de agua a presión y bastones de madera. Mi amigo Hoyuelos se aprieta contra mi cuerpo junto al resto de manifestantes, cuyas únicas armas son un par de pancartas y alguna consigna que los más valientes se atreven a gritar. Los más atrevidos, por cuyas venas corre más fuerte la sangre de sus antepasados, montan caballos y miran con semblante serio las armas y furgones. Tienen una seguridad envidiable. Hoyuelos me traduce en susurros las palabras de los policías, pero yo no escucho. Solo puedo ver cómo se acercan, agitan sus espráis rojos. Los perros saltan aún atados en sus correas. Se acercan con paso firme y nosotros nos apretamos aún más. Puedo ver los ojos azules del agente más cercano a mí. Puedo ver el chorro a presión que sale del espray y me inunda la cara y los pulmones y no puedo respirar. Caigo de rodillas con los ojos ardiendo, tosiendo, envuelto en lágrimas y saliva. Me pregunto qué hago aquí, qué estamos haciendo aquí, en Dakota del Norte, tan lejos de casa. Sé perfectamente qué estoy buscando, qué estamos protegiendo todos. La Reserva Sioux. La tierra de Hoyuelos.

Hay que defender las aguas del maldito oleoducto. Todo eso está claro. Pero, ¿y yo? ¿Qué hago aquí? ¿Qué he venido persiguiendo? He venido a buscarte a ti, chica Lavapiés.

Otra vez ese sueño. Ese sueño que me lleva a París, a otros tiempos. El otoño permeaba en la ciudad como si fuera una seda a medida. La luz de noviembre dotaba a los edificios de un cascarón delicioso y majestuoso. Caminábamos en silencio al lado del Sena, enfadados, aún recordando la discusión que tuvimos la noche anterior. La pluma que llevabas en el pendiente derecho se agitaba rebelde con tu caminar airado. Yo quería mantener mi libertad, supongo que estaba aferrado a la oscuridad que tanto me gustaba, una toxicidad a la que no quería renunciar y a la que alimentaba con la devoción inconsciente del boicoteador. Tú estabas de acuerdo con que conoceríamos a más gente de la que nos enamoraríamos. Pero tenías la certeza cósmica, decías, que éramos únicos el uno para el otro, que no había nadie más que nosotros. No te gustaba que yo anduviera con mis amigas y que flirteara delante de ti. Así que, por desavenencias en nuestras reglas, discutimos. Esa mañana habíamos cogido el bus y habíamos caminado por la Rue de Rivoli hasta el museo del Louvre. Queríamos pasar toda la mañana viendo arte. En la cola, yo te pedí perdón y te confesé, sin creérmelo demasiado, que tenías razón, que eran miedos y una comodidad hacia la oscuridad lo que me impedía comprometerme cien por cien contigo. Tú me miraste con esa cara que pones cuando estabas a punto de llorar pero te aguantabas por orgullo. Me abrazaste y me besaste y nos prometimos que nunca nos haríamos daño y que por la tarde escribiríamos nuestras propias reglas. Reglas únicas que solo funcionarían para nosotros. Porque nos queríamos. Nos queríamos mucho. Tanto, que hasta nos propusimos ir al Ayuntamiento de París y registrarnos como pareja. Casarnos: menuda locura, ¿verdad? Sobre todo en esos tiempos, cuando nadie se casaba.

Entramos en el museo y una oleada anacrónica nos invadió. Vimos los frisos de las panateneas y las antigüedades egipcias, trozos de vidas detenidas en el tiempo, encerradas en vitrinas. Llevabas los ojos inundados en lágrimas y me contaste que estábamos viendo objetos que ya habíamos visto en otros lugares y en otros tiempos. Que estábamos volviendo a casa. Asentí con un gesto de cabeza, pues no podía negar esa sensación familiar que me embargaba de manera extraña. Pero todo se intensificó cuando llegamos a la sala que guardaba la Venus de Milo.

Te detuviste extasiada, fuera de ti. Me miraste y te mordiste los labios. Dijiste que te había entrado mucho calor. Me diste tu abrigo y tus cosas, que cargué con resignada obediencia. Me pusiste tu sombrero como último gesto de relevo y miraste a la escultura libre de toda carga. La ibas rodeando lentamente, mirándola con detenimiento. Estuviste mucho tiempo observándola, dando lentos pasos sin despegar tus ojos de ella. Tenía un halo de magnificencia, con su piel de piedra y su rostro griego con esa leve expresión de solemnidad.

—Se parece un poco a ti.

Te susurré, pegando mi boca en tu mejilla, pero no me escuchaste. Estabas muy lejos de allí, ofreciendo tu plegaria a la Diosa. Lo cierto es que emanabas un calor muy reconfortante. Tenías el vello de punta.

Un grupo de turistas chinos, con sus cámaras y sus pasos cortos y rápidos, nos rodeó en apenas unos instantes. Su cháchara inconexa me agobió y me alejé. Te observé de lejos, destacando con tu melena rubia por encima de todas aquellas gentes. Una lágrima huérfana corría por una de tus mejillas. Me di la vuelta y te dejé con tu ceremonia privada mientras me dedicaba a visitar el resto de la sala.

A mi lado había una escultura de una mujer agachada. Era la Aphrodite accroupie, llamada la Venus de Viena. Al rodearla, me di cuenta que en su espalda nacía una mano de infante, los restos de un vástago que el tiempo le había arrebatado. Comencé a comprender el calor fértil que emanabas y el trance por el que estabas pasando. Yo, que había permanecido encerrado en mi recalcitrante dogma científico, me dejé llevar por la corriente de cultos arcaicos que representaban todas aquellas obras y que simbolizaban a los dioses y diosas antiguos. Esos Hércules, Apolos, Cupidos, Ateneas y Venus, eran vestigios de cultos olvidados pero transmitían aún un poder soberbio. El realismo del cincelado me llevó a imaginar que eran dioses de verdad que se habían petrificado cuando los humanos dejamos de creer en ellos, los abandonamos por los dioses monoteístas y ausentes. Dejaron de respirar y caminar entre nosotros cuando les negamos su existencia en pos de otros cultos más oscuros y alejados de nuestros cuerpos. Porque había algo en esos atléticos cuerpos de Hércules y Apolo que me recordaba a mi propio cuerpo. El caduceo de Hermes, las dos serpientes enroscadas en torno al báculo alado, era la representación de nuestros cuerpos, la eterna regeneración de nuestra energía cósmica. Esos dioses condenados a la inmortalidad de la piedra y a estar encerrados en esas vitrinas y en esas salas del Louvre tenían más que ver conmigo que los símbolos cristianos.

Ahora te comprendía. Miré hacia la Venus de Milo y te busqué entre la gente. No estabas. Me acerqué para buscarte, pero no te encontraba. Te habrías movido a otra sala, imaginé. Te busqué por el resto de ese piso. Te llamé al móvil, pero no daba señal. Subí a otros pisos, ignorando los cuadros que miraban con disimulo cómo crecía mi desazón. Tardé muy poco en darme cuenta de que habías desaparecido totalmente. Pero me resultaba ridículo. Intenté dirigirme con mi fatal francés a los responsables de sala. Les dije que no te encontraba, que habías desaparecido. Que aún tenía tu abrigo, tu sombrero, tu bolso. Me llevaron ante el personal de vigilancia. Me enseñaron las cámaras de seguridad. Te buscamos rebobinando el archivo. Las corrientes de gente pasaban por la sala hasta que te encontré. Estabas rodeada de visitantes y, de repente, desapareciste entre la multitud. Ya no estabas. Ninguna de aquellas imágenes mostraba cómo te habías ido.

Los guardias de seguridad me dieron una versión insatisfactoria. Me dijeron que te habrías ido por alguna razón. No quisieron reconocer lo que se veía en las cámaras, que te habías desvanecido. Yo comencé a perder la calma y me puse muy nervioso. Tenía todas tus cosas encima, eso era una cuestión palpable. Llamaron a la policía nacional para tomarme declaración. Trajeron a un intérprete que puso las cosas más fáciles. Intentaron llamarte al móvil, sin dar señal. Me interrogaron, preguntándome si había alguna razón por la que te hubieras ido. Les conté lo de nuestro reciente compromiso y callaron con un silencio prejuicioso. Sabía lo que pensaban, pero me negué a creerlo, y con mucha torpeza intenté explicarles que no creía que fuera por eso. Pero con cada explicación, sentía que corroboraba su tesis: te habías ido por miedo. Me habías abandonado.

—Es relativamente común. La gente se va sin razón aparente.

Fue un día larguísimo. Me dijeron que pasarían la investigación al grupo de desaparecidos. Volví al hotel solo y con una sensación onírica. No podía creer lo que estaba pasando. Tal vez te hubieses ido sin decirme nada. Y yo aún con tus cosas. Tu perfume se iba desvaneciendo también de la superficie de tu abrigo.

Pasé el día siguiente buscándote en el Louvre y por todo París. Cuando la policía me lo permitió, decidí volver a Madrid, pues pensé que te encontraría en tu casa de Lavapiés. Fui directamente a casa de tu madre, pero no estabas. Tu madre me dijo que llevaba días sin saber de ti y no pudo evitar sospechar de mí. Sentí una culpabilidad atroz, pero no podía encontrarle un origen lógico. En seguida cambió su rostro y empezó a hacer sus locuras místicas. Colocó sus manos sobre mi cabeza y sentí un calor emanando de ellas. Me alejé y como respuesta, ella comenzó a echarme las cartas del tarot. La primera carta que salió fue La Emperatriz, pero salió del revés. La mujer de la carta tenía un sorprendente parecido a ti, con su pelo rubio y su piel nívea. Estaba sobre un trono majestuoso, vestía una gran túnica primaveral y miraba al frente, segura de sí misma.

—Esta mujer es mi hija, sin duda. Está en algún lugar, observándonos. Vamos a ver qué nos dice la siguiente carta.

No soporté la idea de ver lo que vendría después, así que me fui. Me fui y abandoné a tu madre, cuando en ese momento me necesitaba. No pude ver a la mujer que se quedaba sola, traspasada por el recuerdo de su hija, sin saber muy bien qué pasó con ella; solo vi a la mística que le confería un significado espiritual a algo que solo podía tratarse desde la razón.

Aunque dolía pensar que hubieras decidido abandonarme.

Te busqué por todo Madrid aún con la sombra de la carta pesando sobre mí. Reconstruí tu vida visitando los lugares que solías frecuentar. Estuve en el estudio de yoga en el que solías dar clases. Estuve en tu estudio de psicología. Visité a tus amigas. Espié a tus ex novios. Crucé ese límite.

Pero no había rastro de ti. Me obsesioné y me convertí en un ser nocturno a la deriva. Miraba de forma compulsiva el canal internacional en busca de alguna noticia sobre ti. Me metía cada dos por tres en tus perfiles de Facebook, Instagram y Pinterest. Pero la última actualización era una foto de los dos, frente al Louvre. Después, la nada absoluta.

El error fue buscarte por mi cuenta, sin pedir ayuda. El error fue alejarme de tu madre y de todas tus amistades, porque en verdad me recordaban dolorosamente a ti. No conseguí ninguna pista. Dormía muy poco, pero cuando lo conseguía, me atosigaban pesadillas innombrables. Dejé mi trabajo en la facultad y mi tesis de literatura comparada. Las amistades se deterioraron, manifestando el poco valor que tenían. Me quedé solo. Dejé de comer. Me iba consumiendo poco a poco. No me importaba nada.

Pasé un año en estas circunstancias.

Hasta que un día vi la noticia sobre la tribu Sioux en Standing Rock y su protesta por el proyecto de oleoducto que atravesaría sus tierras. Me pareció reconocerte en una de las chicas que estaban allí acampadas. Fue como un relámpago, pero vi tu rostro y tu pluma colgando de tu pendiente derecho entre los hombros de dos ancianos sioux gritando al cielo. Vi tu rostro entre los hombros de dos chicos muy altos. Gritabas con rabia una consigna, levantabas el brazo con el puño en alto. Me acerqué a la pantalla del televisor y deseé que se repitiera esa imagen. Busqué por toda la red y encontré el vídeo en un canal de Youtube. Imprimí el pantallazo. Eras tú. Sin duda. Por fin tenía algo a lo que aferrarme.

Fui a buscar a tu madre para enseñarle el fotograma impreso donde se te veía. Vencí el rechazo que tenía hacia aquella señora y decidí ir a verla con las buenas noticias. Me abrió su casa y olía a humedad. Estaba sentada al final del pasillo con las persianas bajadas. Cuando mis ojos se acomodaron a la penumbra, me fijé en que no había ningún mueble, solo la butaca sobre la que se sentaba tu madre. Intenté dar la luz, para enseñarle a tu madre tu rostro impreso. Ni siquiera lo miró. Tenía los ojos perdidos en algún punto de la oscuridad.

—Esa no es mi hija.

Insistí en que se equivocaba. En que iba a ir a buscarte. Ella no respondía. Se quedaba en silencio y respondía que no eras tú. Que te habías sido. Que nunca volverías. Aquella señora había perdido toda esperanza. Creo que lo pasó peor que yo durante aquel año. Me fui de allí prometiéndole que te traería de vuelta a casa. No me miró mientras me alejaba. Solo me dio la carta de la emperatriz, que la tenía en su mano, bailando entre los dedos.

Tomé un avión hacia los Estados Unidos y me uní a Amnistía Internacional para poder llegar hasta el campamento de manifestantes. Llegué a las tierras en una pick up de dos activistas con mi mochila y me instalé de forma expectante. Te busqué por el campamento, presentándome con mi pésimo inglés. Enseñaba el fotograma impreso, por si alguien conocía a esa joven. Ahí es cuando conocí a Hoyuelos, mientras se lavaba en las aguas que estábamos defendiendo. Su sonrisa imborrable me cautivó desde el principio. Negó con su cabeza mientras miraba la hoja impresa y se colocaba su gorra de los Yankees con la gran pluma de águila que me recordó automáticamente a ti. Aunque no te reconociera, supe de antemano que aquella pluma era una señal. Decidí llamarle Hoyuelos. Hablaba un español de México lleno de musicalidad. Vio mi cara de desconcierto cuando me dijo que no te había visto nunca en el campamento. Me puso una de sus grandes manos en el hombro mientras me sonreía. Me dijo que te acabaría encontrando.

Pero nadie te reconocía, nadie parecía recordar a esa joven. Era como si no hubieras estado ahí. El desánimo me pudo y me senté en mi tienda preguntándome si no estaría loco de verdad habiendo dejado toda mi vida en Madrid para venir en busca de una chica en la que creía reconocer tu cara. Miré el fotograma de nuevo y ya no te reconocí. Solo era el rostro pixelado de una chica de mi edad, una chica que podría ser cualquiera. Ya no sabía qué pensar. Aún a riesgo de volver a tener el mismo sueño de siempre, me tumbé en mi saco y caí dormido.

—Tenemos que salir. Han venido.

Cuatro horas después se presenta la policía con los antidisturbios y Hoyuelos viene a mi tienda a despertarme y les hacemos frente y la carga y el chorro de espray pimienta en mi cara y el fuego en mis ojos y las lágrimas.

Estoy tumbado, mareado, mis pulmones arden. Noto las botas firmes de los agentes amenazando con pisarme la cabeza. Me revuelco por la pradera y rozo mi cara por la hierba mojada de rocío. Mis gritos no se escuchan debido a la escaramuza. Un perro me olfatea e intenta morderme. Huyo de él pero su aliento caliente me persigue. Los ojos me arden por dentro y casi no puedo respirar. Me agarro a la hierba y tiro de las briznas para moverme. No puedo. Me quedo quieto. El perro acerca de nuevo sus fauces a mi rostro. Cuando pienso que es el fin, una mano firme me agarra por el cuello de la cazadora y me arrastra. Siento el suelo deslizarse bajo mi vientre y mis rodillas. El tumulto beligerante se aleja.

La voz de Hoyuelos se oye remota y apenas puedo ver su figura desenfocada. Me dice que me tranquilice y me baña la cara en un líquido frío. Tardo en reconocer que es leche. La quemazón se alivia momentáneamente pero sigo sin poder ver con claridad. Escucho a Hoyuelos que me describe la situación. Los manifestantes se han sentado en el suelo y han entrelazado sus brazos. La policía se ha llevado a muchos detenidos pero no pueden arrancar a más de aquella masa que se ha compactado en el suelo y que no deja continuar su avance para desmantelar el campamento. Aún así, siguen rociando con espráis y tiran de ellos con fuerza. Pero son muchos y hay ancianos. No pueden arriesgarse a matar a alguien y convertirlo en mártir. Todo se ha detenido en un impasse de respiraciones inquietas y miradas de odio. Pero, ¿por cuánto tiempo? Me parece que hasta Hoyuelos ha perdido su sonrisa. Es más, su expresión se deforma cuando uno de los coches de los antidisturbios se acerca al grupo en el suelo. Traen una manguera con agua a presión.

El gran chorro sale con un sonido atroz. Golpea a los manifestantes sentados y los arrastra por el suelo. Muchos gritan ante la asfixia que les produce el agua a presión sobre sus caras. Los agentes de a pie aprovechan para detener a los que se desgajan del grupo. Les atan las manos con bridas de plástico negro y los dejan tumbados boca abajo. A golpe de agua, van desmantelando la masa agazapada en el suelo. Los viejos lloran y gritan. Escupen plegarias en la noche. El hombre blanco usa el agua contra la tribu y sus aliados. Precisamente usan como arma aquello que están protegiendo allí. Siento que Hoyuelos se tensa a mi lado y aprieta los puños. No le veo, pero debe de ser una imagen magnífica con sus hombros morenos en tensión, a punto de saltar. De repente, su respiración cambia. Grita en inglés, nos ordena que miremos a lo lejos. Abro los ojos pero aún lo veo todo como a través de una niebla desenfocada. Las primeras luces del alba entran en mi vista como una marea malva y entonces sí, los veo. Veo la enorme manada de bisontes.

Como un solo ser formado por trescientos seres de pelaje marrón oscuro y cuernos, la manada viene al trote ligero atravesando toda la llanura. Levantan un polvo ambarino bajo sus pezuñas y lo llenan todo con un sonido orgánico de bufidos y temblor de tierra. Los antidisturbios detienen su avance y apagan la gran manguera. Algunos de los manifestantes se levantan para ver mejor el espectáculo. La masa oscura traza una línea recta en su avance hacia el lago. Me esfuerzo en ver mejor a los animales, allá a lo lejos.

Y no puedo creer lo que ven mis ojos. En el gran búfalo que encabeza el rebaño estás tú. Vas sentada en él, desnuda, con el cuerpo firme y convencida de tu avance.

—Gloria, ¿eres tú?

Grito como un loco y salgo corriendo a tu encuentro. Los otros entienden tu nombre de forma distinta y gritan y corean “Glory!”. Me entienden mal. Hacen su característico grito de guerra y se levantan y se hacen fuertes. Y los antidisturbios retroceden. Yo atravieso la llanura recortando el terreno hacia los bisontes. Hacia ti. A medida que me acerco, mis ojos van perdiendo luz. Ya apenas veo el campo a mi alrededor deformado por la velocidad de la carrera y me introduzco en las aguas del lago. Quiero atravesarlo y llegar hasta ti. Los bisontes se percatan de mi presencia cada vez más cercana y tu nombre enarbolado en mis pulmones enloquecidos los asusta. Comienzan a rectificar su perfecta línea recta. Tú también te das la vuelta y ahora caigo. Ahora sé quién eres.

Eres Andrómaca y Casandra intentando detener la guerra de Troya. Eres todas las mujeres de Sabinia deteniendo a vuestros maridos y hermanos en la guerra de Roma. Eres Úrsula Iguarán asqueada con el asalto inglés a las tierras que un día serán Macondo. Eres la madre de Bodas de Sangre, preguntándose por qué el hombre inventó la navaja y la escopeta. Eres Promethea, la Diosa de Alan Moore, que recorre las siete esferas empapándose de la magia antigua y femenina que origina el universo.

Eres todo eso pero también eres Gloria, la chica de la que estoy enamorado. La mujer que se aleja para comandar esa manada de bisontes para detener el avance de la mal llamada civilización.

Tu cuerpo flota a mi lado. Está completamente opaco y veo a través de él a la manada de bisontes que me han rodeado. Observan nuestro encuentro. Bajas ligeramente tu rostro y me besas. Noto el aleteo de una mariposa en los labios.

Mis ojos se llenan de luz. Pierdo el equilibrio y caigo al agua. Antes de que un manto blanco cubra mis ojos, veo tu espalda alejarse entre una nube de polvo y pelaje pardo. Temo que será la última vez que te veo. Pero tengo la certeza de que siempre estarás ahí, donde la energía cálida y protectora se esconde, solo visible por el rabillo del ojo. Tú guardas mis sueños y guías mis piernas en esos pasos más titubeantes. Me reconforta saber que te vas, porque siempre estaremos juntos.

Cuando recobro el conocimiento, no veo nada. Hay una venda alrededor de mis ojos. Estoy tumbado en una camilla y escucho el arrastrar de pies de los enfermeros cuidando a otros heridos. A mi lado, una voz familiar me da la bienvenida al mundo de los vivos.

—Hoyuelos…

—Me llamo Marlon.

Hoyuelos está a mi lado y, aunque no la veo, sé que su sonrisa está más radiante que nunca. Sigue hablando en su castellano musical.

—Te volviste loco allá, güei. Te llaman Bisonte loco. Eres famoso en el campamento. Todos están esperando a que despiertes.

—La vi a ella. Vi a Gloria. Iba sentada sobre el bisonte que encabezaba la manada.

Hoyuelos no contesta. Parece pensativo. Mide cada palabra.

—La policía se ha ido. Por ahora, las aguas están a salvo.

Me intento levantar.

—¿Qué haces?

—Gloria estará aún con los bisontes.

—No puedes. Aún estás muy débil. Mira, si ni siquiera te tienes en pie.

—Debo encontrarla.

Hoyuelos posa una de sus grandes manos sobre mí y me ayuda a incorporarme.

—Esa Gloria ya no es tu Gloria. La Diosa la ha elegido para ocupar su cuerpo.

—No. No puede ser.

—Sí. Ahora debe irse a las montañas y beber del manantial eterno. Se convertirá en energía y velará por nosotros, sus hijos, desde el bosque oscuro. Pero en ti siempre vivirá un pedazo muy grande de ella. Tú eres el bisonte loco. Utiliza bien esa visión que te ha dado.

Me pongo de pie y ahora comienzo a ver, pero de forma distinta. En la oscuridad, veo el resplandor de Hoyuelos, un aura de luz dibuja la silueta de mi compañero. Como ligeros acordes de piano, las siluetas de las otras personas en la enfermería comienzan a perfilarse como hálitos energéticos. Ahora veo.

—Me duele la cabeza. Y veo… Luz.

—Ese es el legado de la Diosa. Te ha bendecido con su beso.

Cierro los ojos y la luz sigue siendo muy clara. Veo las siluetas moverse, continuar con sus vidas. Escucho sus voces como si tuvieran bocas de vidrio, con el eco cromático de una catedral. Veo unas líneas que salen de sus pechos, una que va hacia delante y otra que se dirige atrás. Las siluetas se mantienen entre esas dos líneas, buscando la manera de equilibrar la intersección.

Salgo afuera, ayudado por Hoyuelos. Allí están todos los miembros de la tribu Sioux y los manifestantes, mirándome con expectación. Veo sus siluetas brillar con fuego azul, son unas llamas que se elevan muy altas. Uno de los ancianos se acerca y me toca la frente y pronuncia unas palabras ininteligibles para mí. Las llamas que conforman su figura se dibujan ahora un águila de grandes alas. Me siento muy reconfortado cuando posa sus dedos sobre mi frente.

Al final, todos se acercan a mí y me envuelven en un baile de luces. Espero no volverme loco ante estas visiones. Me costará acostumbrarme a esto, pero sé que tú y yo, Gloria, somos uno. Y somos eternos.


Habían pasado muchos años y, aunque el anciano estaba ciego, el Louvre siempre olía igual. Detrás del perfume a madera barnizada y a pintura restaurada, había un doméstico olor a pan. Un olor a pan inexplicable, pero que hizo sonreír al anciano. Escogió a su guía entre muchas otras porque tenía una voz similar a la Diosa. Aquella mañana, la chica le explicó de forma paciente y meticulosa todas las obras por las que iban pasando. Le definió con palabras acertadas la tensión que emanaba del cuerpo y las telas mojadas de la Victoria de Samotracia. Le describió la vida y la muerte que gobernaban a los hombres de La balsa de la Medusa. Le dibujó la mirada de la gran odalisca y las sinuosas curvas de las mujeres del baño turco.

Había una cierta complicidad entre ambos, a pesar de la diferencia de edad. El velo anacrónico de las obras de arte se había posado sobre ellos y ahora parecían dos turistas del tiempo que se asoman a las ventanas de aquella corrala. Se hacían reír y sus cuerpos se reconocían. El anciano se preguntó si de verdad aquella joven no sería la Diosa. Pues era la única silueta que no conseguía ver.

Cuando la chica quiso dirigirse a la sala con la Venus de Milo, el anciano se lo impidió con un gesto amable.

—No necesito verla —dijo sin borrar la sonrisa de su rostro. La chica no intentó contrariarle y siguieron la visita.

Llegaron al Escriba Sentado y antes de que la chica pudiera mediar palabra, una niña de trenzas negras y vestido rojo se dirigió al anciano con una atropellada carrera.

—Abuelo, abuelo. Este señor eres tú.

Y le acercó un pequeño cuaderno donde, con trazo torpe pero atrevido, la niña había dibujado la silueta del escriba. La niña insistía en que el dibujo era él. Su silueta resplandecía como las olas del mar, con un pálpito que hacían estremecerse las paredes del museo. El anciano posó las yemas de sus dedos en la superficie del papel y siguió con atención el pequeño relieve que imprimían en la hoja las líneas alocadas.

—Sí —asintió. —Verdaderamente, este soy yo.

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