He llegado aquí hace un rato y ya es medianoche. Me encuentro en el punto más alto del cerro más alto de la ciudad más llana de España. Hace una noche fantástica y observo las estrellas a través del parabrisas sucio de mi Renault-11 del 83. La luna está casi llena y cuando las nubes ocultan su resplandor blanco la noche parece volverse licántropa. Tengo una botella de Red Label en la mano izquierda y un revólver del 44 en la derecha. Es mi primera vez y creo que necesito estar borracho para suicidarme.

Siempre he sido un dramas. Me gusta pensar que es mi último trago mientras me convenzo de que en realidad es mi último trago. Tan poético que a cualquiera le entrarían ganas. Una práctica autodestructiva con la que no haces daño a nadie salvo a ti mismo. Y a nadie le importas una mierda.

Cero daños colaterales.

Miro a mi alrededor y veo más coches. Parejas de adolescentes cachondos que cogen prestado el coche de su padre para desvirgarse. Imaginadlo. Todos follando como locos y de repente, pam. Qué ha sido eso. Y ahora mantén tu erección sabiendo que un tío loco se ha suicidado mientras te metías por primera vez en la vagina de una tía.

Tranquilos. A mí tampoco se me levanta fácilmente.

Por eso me bajo del coche y me pongo a espiar a los chavales del Twingo del 93 de al lado.

Miro sus cuerpos desnudos a través de ventanillas repletas de vaho. Movimientos en falso. Gemidos huecos y apagados. Masturbaciones en braille. Su primera vez. Me acerco más a ellos. Saco mi polla flácida y empiezo a cascármela como puedo. Entonces ella me mira. Me pilla. Y se sobresalta. Empieza a gritar que ha visto la cara de alguien tras el cristal. Y cuando él mira se encuentra con mi rostro pegado a la ventanilla.

Está usted loco, me chillan.

También es mi primera vez, les grito.

Salgo corriendo con los pantalones bajados. Ellos abren la puerta. Está demasiado oscuro y yo soy muy rápido. Sí, ya he acabado. Dos veces. Y voy en dirección a otro coche.

Un Clio del 96. Me acerco por la parte de atrás y me escondo junto a la rueda. Tienen la ventanilla bajada y puedo escuchar lo que dicen.

Ella está llorando. Él también. Le dice que todo saldrá bien, que se pondrá a trabajar con su padre, que habrá dinero para los tres. Ella le dice que va a dejar la universidad. —¿Se lo has dicho a tus padres? —le pregunta. —No pueden enterarse —responde ella—. Mi padre me mataría. Él dice que tiene dinero ahorrado. Que Portugal no queda muy lejos, que allí encontrarán algo. Ella sigue llorando. Él también.

Miro mi reloj. Son las dos de la mañana, y pienso en lo rápido que pasa el tiempo. Me levanto y me dirijo a otro coche. Es un Mégane del 2002. Los observo desde un árbol cercano. El chico es delgado y parece cansado. Ella está embarazada y parece triste. El hombre saca un paquete de tabaco, coge un cigarro y se lo enciende. Abre su ventanilla y expulsa el humo hacia fuera. Acerca la mano a la guantera y saca algo de ella. La chica deja de mirar por su cristal y se fija en la caja. El hombre la abre con el cigarro en la mano. Ella se lleva la mano a la boca. Él coge el anillo y se lo pone en el dedo anular de la mano derecha. El chico tira el cigarro fuera. Ella dice sí con la cabeza. Se abrazan. Él la sonríe. Ella también.

Miro la luna. Cada vez parece más grande, más blanca. ¿Qué estoy haciendo aquí? Escucho gritos en el siguiente coche. Y risas. Me acerco con cuidado. Con la premeditación de alguien que tiene curiosidad por algo que no entiende pero le pica. Algo que, maldita sea, es extrañamente familiar. Los veo. Es un Scénic del 2004. Un hombre y una mujer. Envoltorios del McDonald´s por todos lados. Vasos blancos con capucha y pajita tirados a lo largo del salpicadero. El padre gira la cabeza hacia la parte trasera del vehículo. Parece que habla con alguien. De repente una cabeza. Un niño que salta hacia los asientos delanteros. Los padres lo atrapan. Le hacen cosquillas. Se ríen a carcajadas. Se besan. Y miran la luna los tres juntos.

Me duele la cabeza. ¿Será la borrachera? ¿Qué borrachera? Entonces escucho un llanto. Gritos de sangre. El sonido de un dolor insoportable. Un Espace del 2015. Tiene las luces de los faros encendidas, pero tiritan. Huele raro. Aceite recalentado. Motor usado y gasolina. Una columna de humo en el capó. El parabrisas roto. La cabeza de un hombre con la frente apoyada en el volante. Dando golpes de rabia contra el salpicadero. Las nubes tapan la luna y la noche se hace más oscura. Giro la cabeza y me fijo en la parte que iluminan los faros del vehículo. Dos cuerpos tumbados boca abajo. Una mujer y un niño.

Son las cinco de la mañana. Miro la luna, camuflada entre las nubes. Todos los demás han desaparecido. No veo nada excepto los faros encendidos de mi Renault-11.

Me acerco a mi coche en silencio. Abro la puerta y me siento. Agarro la botella por su cuello y doy el último trago pensando en que éste, por fin, es mi último trago. Noto el tacto rugoso del mango de mi revólver del 44. Me fijo en el cielo. Ya no hay estrellas y la luna ha desaparecido.

Pienso en mi primera vez. Y también en la última.

Me acerco el arma a la cabeza.

Ahora sí que se me levanta.

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