MI QUERIDO MALABARISTA

En memoria de

Javier Cervantes Calderón,

mi amigo.

No fue hasta que lo vi mantenerse sobre la cuerda, tan dueño de su cuerpo, de la gravedad y el equilibrio, que supe que mi amigo era un malabarista.

Lo conocí hace ya varios años, los suficientes para notar su capacidad artística, su sensibilidad y carácter. Por esto es que creía entender la intensidad de su temperamento, ese y el mío, con los que jugábamos y peleábamos ambos. A veces él se sentaba a solo mirarme, mientras yo me devanaba en argumentaciones que al final, tras una afectuosa escucha y sin más palabras, apaciguaba con su perspicaz sonrisa.

Me permitía jugar a ser más lista, a enseñarle cosas de la vida. Gentilmente como era él -todo un caballero- y con cara de asombro, como si se estuviera enterando apenas, me devolvía a casa montada en los sueños y la fuerza de un unicornio.

Con él me volví más fuerte, pues era el espejo afable que solo me devolvió los mejores atributos. Y aunque ya desde entonces él venía haciendo suertes, yo no las veía. Y cómo, si no había venas saltadas, ni músculos tensos. Para ser un esfuerzo, que sí lo era, no se notaba nada. Eso lo hizo un artista en toda la palabra. Un artífice de la interpretación, que ya antes tanto había disfrutado.

Tan cercano a la capacidad creadora, a la inspiración y espiración que solo en el pecho se negaba, fue capaz de subir al monociclo y moverlo a voluntad para acercarse a todos y cada uno de los que amaba.

Cuando supe que se marcharía, cuando al final pude aceptarlo, supe también de la actividad solitaria del artista. Solo entonces le tomé la mano fuerte, al igual que otros lo hicieron, para colaborar a que alcanzara el equilibrio perfecto de esa su última cuerda.

Las funciones son siempre tan cortas que te dejan con la necesidad de otro número. No ésta vez.

Jamás lo vi desequilibrarse. Sin buscar el sobresalto, sino la confianza y la calma, se mantuvo firme, humilde, agradecido y con una dignidad impecable hasta alcanzar el confín de ese, su último cabo.

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