Los rayos del sol acariciaron una y otra vez sus párpados hasta que lograron que los entreabriera.
No recordaba donde estaba ni tampoco como había llegado hasta allí.
Estaba desnuda, pero la temperatura era tan cálida que se desperezó con inconfesable satisfacción. Estaba tumbada sobre hierba, sobre largas hojas verdes que le ofrecían un mullido colchón, y que también le acariciaban y cubrían su desnudez.
Le dolía la cabeza y se sentía mareada. Se dejó llevar por la placidez del momento y se hundió en un letargo que lentamente fue devolviendo a su memoria las últimas horas vividas.
Había asistido a una renombrada obra de teatro experimental sobre lobos en el Kanata Theatre de Ottawa. Y tras el encuentro-coloquio que le siguió, en el que la marihuana había coloreado el evento, alguien había sugerido recorrer la Highway 60 y adentrarse en los bosques del Algonquin Park para ver a los lobos en estado salvaje.
Aun teniéndolos cerrados, la claridad de la luz dañaba sus ojos color miel, y, allí, inmóvil y abandonada, lentamente fueron colándose en sus oídos mil sonidos desconocidos. Parecían pisadas de algo o alguien que se acercaba a ella, despacio, con cautela, e incluso llegó sentir que la olisqueaban.
Imaginó que eran lobeznos que sentían curiosidad por su presencia en su terreno y que observaban con interés su cuerpo desnudo.
Imaginó que podía contarles que ella siempre se había sentido fuera de la manada. Que siempre se había sentido marginada y excluida por ser diferente. Que nunca había encontrado reflejo a su necesidad de libertad. Y que estaba demasiado cansada de que imperara la fuerza y el artificio en la convivencia del grupo. Demasiado aburrida de que la mentira y la manipulación de los crédulos fuera el arma que inclinara siempre la balanza a favor de la pareja alfa.
Imaginó que podía contarles que estaba exhausta de tantas supuestas conexiones artificiales. Que podía confesarles que no podía fingir mas y que sentía que había llegado el momento de dejar la senda del veneno. Que necesitaba espacio. Su espacio. Y a su mente acudió aquella frase que sentenciaba que “nunca es un error buscar lo que uno necesita.”. Suspiró. ..
Cómo le hubiera gustado que a ella también alguien le hubiera regalado la “pestaña del lobo”, esa que te permitía ver “quién era bueno y quién no lo era tanto”, pero ya se sabía que las fábulas solo eran palabras vanas de esperanza.
La certeza se acomodó en su mente. Comprendió que había llegado el momento de abandonar la manada.

Había llegado el momento de ser una proscrita. Porque ella era una loba solitaria.

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