El desafío de la vedette

El desafío de la vedette

Miren Olabarri

15/04/2017

EL DESAFÍO DE LA VEDETTE

Habían pasado dos meses desde el día en que mi nieta Ana me reveló su boda secreta.

“Abuela, casarse de incógnito ha sido emocionante, eres la única que lo sabe, saldrá bien, ha sido un impulso romántico.”

No fui capaz de sonreír, sentí que todo cuando había proyectado en ella había caído en una sima infinita. Acepté mi decepción en silencio y le deseé lo mejor.

Esta vez me citó en el vestíbulo del Teatro Arriaga. Ella sabía que aquel espacio me transformaba. Las luces del atrio eran suficientes para alentar mi deseo de atravesar como una diva la alfombra roja. A mis 79 años miraba con melancolía la escalera imperial, ansiosa y a la vez temerosa de lo que me provocaría la representación que estábamos a punto de presenciar. Estaba impaciente por entrar en el patio de butacas cuando ella desdibujó el momento:

“Abuela, te he traído aquí para pedirte un favor: tienes que ayudarme a organizar mi divorcio, pero al igual que mi boda deberá ser un secreto.”

Lo sabía, sabía que no tardaría en divorciarse, sabía que mi nieta estaba bajo mi influencia, y le pedí perdón por el peso de mi jerarquía, me sentí culpable por sembrar en ella el germen de la ineficacia del matrimonio. Una vez en el palco, ella me lo confirmó: “Tenías razón, desde que me he casado no paro de recibir proposiciones, incluso he aceptado alguna. Juan también me ha engañado con dos de mis mejores amigas. Le he convencido de que hagamos público nuestro compromiso. Mi plan es divorciarme para conquistarle de nuevo, pero también quiero darle un escarmiento. Necesito que interpretes una última función.

Función es la palabra que me mantiene viva. En el momento en que subía el telón acepté la tarea que me estaba encomendando. En voz baja y contundente le advertí: “Todo, absolutamente todo, estará bajo mi control.” Anita accedió.

Visto con perspectiva, la vida me ha tratado bien, pero tuve que trabajar duro para conseguirlo. Nacer en 1937 y ejercer de vedette fue un milagro para una jovencita humilde de un pueblo de la costa, hija de un marinero y de una mujer que cosía redes en el puerto.

Tenía 18 cuando, en plena fiesta de la virgen, me presenté al concurso de copla de aquel circo chino. El dictador tenía algunos detalles, en aquella ocasión incluso autorizó un baile a lo agarrado en la plaza del pueblo. 1956. La casa consistorial contrató a una compañía que en realidad no era china, procedía de Madrid, la única razón para denominarlo de aquella manera eran sus horrorosos dragones de papel de colores, movidos por equilibristas, trapecistas, y domadores nacionales.

Heredé la voz de mi madre. Escuchándola, había aprendido las letras de todas las canciones del momento y las entonaba una y otra vez mientras limpiaba anchoas en la fábrica de conservas. “¡Deja el pescado y cántanos algo, Lina!”, me pedía el jefe cuando pasaba revista. Me daban tres pesetas al día. Tenía un extenso repertorio donde elegir y me decidí por “La niña de fuego”. Aquella letra me estremecía: “La luna te besa tus lágrimas puras, como una promesa de buena ventura. La niña de Fuego te llama la gente, y te están dejando que mueras de sed.” En aquel pueblo, expuesta a las directrices y los chismorreos de gente rutinaria,yo estaba muriendo de sed.

Entoné lo mejor que supe, imité las posturas flamencas copiadas del cine y me aplaudieron a la que más. Gané el primer premio y el circo chino me ofreció un contrato para ir de gira con ellos. Llevaba fuego en el cuerpo, y no quería acabar como la chica de la copla, aceptando el ofrecimiento de un hombre bueno para mi salvación. Así que, pese a la oposición de mi madre, me enrolé en la aventura artística y he de decir que triunfé bastante rápido. He vivido 58 años luciendo plumas y ropas reducidas por gran parte del mundo, cantando sin descanso y aprendiendo a bailar sobre la marcha. Apenas hace dos años que me despedí de los escenarios aconsejada por mi nieta: “Eres una leyenda”, me dijo, “la revista musical te echarán en falta, ya tienes una estrella en el firmamento.” Tenía razón, la televisión se ha encargado de prolongar mi gloria, rememorando mis éxitos y dejando que mis huesos se oxiden por sí mismos, sin esfuerzos añadidos.

Gracias a mí, Ana nunca había sido partidaria de legalizar su situación de pareja. Llevaban 10 años juntos y felices, hasta que ella sucumbió a la propuesta de su novio. “¡Fue tan bonito!” me explicó. Juan la condujo con los ojos tapados hasta un acantilado, le habló de la fidelidad eterna de los caballitos de mar y le expresó su deseo de casarse con ella aunque fuera en secreto. Mi nieta se enterneció. Sobra decir que aquella declaración cursi me aguijoneó las tripas e hizo que el chico disminuyera de valor para mí. Qué necesidad tenían de sellar un vínculo que crecía sin documentos oficiales. Me quedé con ganas de decirle que los caballitos machos además de ser fieles paren a sus crías. Me callé.

Acepté oficiar la ceremonia con la condición de que se celebrara al aire libre, en una pérgola preparada para la ocasión, en los jardines de una antigua villa de la ciudad. Un escenario a la altura de los acontecimientos, la rupturainesperada de una unión desafortunada.

A Anita le entusiasmó la idea. Me preguntó si aún conservaba mis vestidos y se refirió a uno en especial que lucí en Buenos Aires. “No sé de qué color era, la foto está en blanco y negro”, me dijo, “me encantaría lucirlo ese día”.De inmediato supe a que foto se refería.

Me enseñó una de tantas reseñas de periódicos de mi época rescatadas en Internet, una de la que no me sentí muy orgullosa. “Abuela, ¿este hombre fue novio tuyo?” Me dio un vuelco el corazón. El titular decía: La vedette Lina Garavilla, en compañía del productor argentino Carlos Valverde, tras la clausura de la última temporada de “El Águila de fuego”.

Anita se refirió inmediatamente al pie de foto: `La artista podría estar embarazada´. “¿Lo estabas abuela?” No lo estaba.

Anita es muy curiosa, tal vez por eso trabaja como intérprete de inglés, vive todo cuanto traduce como si ella fuera la oradora, su entusiasmo ha salvado más de una ponencia aburrida. La siguiente pregunta llegó de corrido: “Pues si no lo estabas entonces, tardaste muy poco. Mamá nació nueve meses y medio después de esta fecha.” “Caí en cinta cuando volví a Madrid” –sentencié. “Ya conoces mi historia, me casé con tu abuelo durante un descanso, en estado de buena esperanza y desgraciadamente falleció antes de que diera a luz.”

Anita me miró fijamente y cuestionó lo que antes o después tenía que llegar: “Nunca hablas de él.” Primero opté por reafirmarme en mi versión, “lo nuestro fue una historia de idas y venidas”, pero me fallaron las dotes interpretativas. No podía seguir fingiendo, así que acabé relatando que en la década de los 60 la industria de bodas y divorcios en las Vegas estaba en auge. Que seis semanas de convivencia fueron suficientes para que me diera cuenta de que el matrimonio era la antesala de un divorcio, “llega un momento en que debes decidir si quieres pasar media vida en el hall o prefieres explorar otras alcobas más acogedoras.” Yo, pese a estar embarazada, decidí divorciarme del hombre que se casó conmigo por capricho.

“No puedes desaprobar mi matrimonio porque a ti te saliera mal. Juan y yo nos queremos”. Volví a desearle lo mejor. “¡Así que soy nieta de Carlos Valverde! Habrá que invitarle a la boda!” Afortunadamente aquel seductor insaciable, por el que tanto he llorado, murió hace diez años.

A una semana vista, los pronósticos meteorológicos indicaban que el día elegido estaba marcado por la fortuna. Anunciaban 25 grados al sol, así que los asistentes optaron por atuendos casi primaverales. Las mujeres cambiaron sus modelos otoñales por otros más alegres, y los hombres, los que decidían algo al respecto, abandonaron fulares, bufandas y guantes, que no les harían falta durante la ceremonia.

Ana por su parte, no estaba dispuesta a enseñar su vestido, ni siquiera a su madre, mucho menos a Beatriz, una de sus dos amigas desleales. Cuando me lo describió me negué en rotundo. Pretendía ir vestida de rojo, un error bajo mi punto de vista. El rojo es el color de la pasión, “deja la pasión para la alcoba”, le dije, “y vístete de azul; autoridad y confianza, es lo que vas a necesitar. Irás de azul cobalto, como una reina egipcia, con un toque de naranja cadmio en el cuello, cálido y brillante, que realzará tu energía y lucirás como una diosa. Siempre funciona.” Resolví que llevaría un traje pantalón. Tuve que convencerla de que aquella ceremonia era una puesta en escena de la que dependía el éxito de su decisión. “El espectáculo está lleno de pequeños detalles que elevan el relato a la categoría de arte. Tú tienes un buen relato, deja el artificio en otro plano y muéstrateexquisita.”

La vida me ha enseñado que para actuar desde la libertad, debes adoptar un comportamiento masculino, al menos en los episodios trascendentes. “Tu cuerpo es delicadamente femenino pero tus pensamientos no lo son tanto” argumenté, “eres impulsiva, una mujer dual, debes sacarle partido a lo mejor de cada una de tus mitades. Vestirás una chaqueta recta y ceñida que realzará tu encanto y un pantalón ajustado hasta los tobillos. Caminarás con seguridad sobre unos tacones generosos. Sin énfasis, con benevolencia, recuerda que aunque nadie lo sepa tú también le has fallado. A Ana no le gustó la propuesta. “¿Azul cobalto? ¿Pantalones? ¿Qué clase de ceremonia estás planeando?

Un trato es un trato. No admití discusión. El vestido de la foto a la que se refería Anita era rojo, el mismo que utilicé en mi divorcio. ¿Guerra, sangre, fuerza? Tuve que ensanchar las costuras, él no lo notó y después no quiso saber. Volví al pueblo, dejé a mi hija con su abuela con la intención de verla entre gira y gira. La familia aceptó mi viudez con algún reproche y pocas preguntas; mejor una desgracia libre de habladurías. Para entonces el rojo se había convertido en mi insignia, un lazo, una pluma, un rubí, un maillot, unos zapatos, en lo sucesivo siempre me acompañó un amuleto escarlata en todas mis representaciones y con él alcancé las metas que me propuse.

Emprendí un camino fatigoso, trabajo, pasión, dinero y algunas culpas. Todo menos amor. Y no lo eché en falta. Dejé que mis amantes me fueran infieles y les pagué con la misma moneda. Amé a mi hija desde la distancia sin más madre que la mía y a decir verdad, tampoco me extrañó. Los reencuentros se convirtieron en un acontecimiento rodeado de regalos del ultramar; le di una vida acomodada, a ella y a mi familia. Mi madre se apropió en silencio del padecimiento que ella misma me asignó y también de mi legado. Lo hizo bien y yo le dejé hacer. Disfrutó de su nieta como si de un fruto tardío de sus entrañas se tratara. Cumplidos los 18 me regaló una nieta con la que ejercí de abuela liberal y a la que he que dedicado más tiempo que a mi propia hija. Lamento haberle transmitido un fundamento de libertad edulcorado. Divorciarse para conquistar de nuevo al mismo hombre, se aleja a mi entendimiento.

20 de Noviembre. El jardín del palacete está a rebosar. 150 invitados esperan la llegada de la novia. El novio de pie, mira impaciente hacia el portón por la que deberá entrar Ana. Está previsto que el coche nupcial recorra lentamente la zona cubierta de gravilla. A Ana le encanta el ruido de los neumáticos sobre la piedra suelta. Pasan 10 minutos de la hora establecida. “Debería llegar ya” – piensa Juan, deseoso de ver a Ana salir del Rolls Royce granate y recorrer la alfombra blanca, del brazo de su padre. Es el único dato que tiene. Afortunadamente el padre de Ana es un zascandil de esos que no hacen demasiadas preguntas y se ha prestado a colaborar en la pantomima.

Hay 90 sillas a cada lado. El de las mujeres, y el de los hombres. Esas divisiones me parecen muy simbólicas. El número de féminas siempre es mayor, así que he igualado los lados poniendo sillas de más en uno de ellos, para que queden compensados y se note la supremacía. El espacio ceremonial está rodeado de arces rojos y discretas farolas de diseño que simulan luz natural. La cabecera del jardín es una semiesfera dibujada por cuatro columnas, rodeadas por espirales de capullos blancos y cubierta con un enramado de hojas y flores violetas. Lianas colgantes con margaritas, cubren los espacios entre columnas a modo de cortina de cuento. Y en medio yo, sentada cómodamente en un sillón magistral de raso azul claro. Soy la única que no muestro inquietud, al contrario, disfruto del retraso. Ana debería haber llegado hace 20 minutos, descontando los 10 de cortesía a la novia.

El silencio se impone. Llega el Rolls Royce que recorre unos metros crepitando sobre la arenisca. El padre de la novia se dirige a la puerta trasera para recibir a su hija. Abre la puerta e introduce medio cuerpo, supuestamente para ayudarle con su vestido. Pero en su lugar saca un maniquí enfundado en uncorsé de tafetán amarillo del que se desprende una falda blanca modelo imperio, con volantes violetas; peinado de novia, tocado de novia, y carita feliz. La imagen provoca un respingo en el auditorio, algunos murmullos y la estupefacción del aforo al completo. Beatriz, la mejor amiga de Ana, no parece alarmarse, con una mueca reconoce su afición por las extravagancias. El padre transporta la talla de la novia cogida por la cintura, hasta que la posa en el lugar indicado para que se sostenga de pie, junto a Juan. Juan le pide explicaciones a su suegro pero él responde con gesto de calma. Una calma que a Juan se le escurre por los poros. No se oye ni una tos. Es el momento de empezar con mi discurso. “Bienvenidos todos a este acto inusual.”

Juan está nervioso, por primera vez le hubiera gustado llevar el control de lo que allí iba a suceder, pero ya es tarde. La silueta estática del maniquí a su lado resulta enigmática y no puede hacer nada. Busca sosiego en mi sonrisa, querría parar aquel disparate pero todo está cronometrado. Una leve seña y las luces se apagan. Dirijo la mirada hacia una pantalla situada en el balcón central del palacete. Nadie había reparado en ella, aún habiéndolo hecho nadie hubiera adivinado su cometido. “Adelante cariño, puedes comenzar.” La imagen de Ana en primer plano aparece repentinamente proyectada. “Hola abuela, gracias por cumplir mi deseo.”

Juan comienza a perder la paciencia, mira a Ana asustado. Un foco le ilumina por sorpresa,se violenta, está confuso, no sabe cómo reaccionar.

“Hola amor” – le dice ella. “Te preguntarás qué es todo esto. No te inquietes, lo entenderás enseguida.” Otro foco alumbra directamente a Beatriz, que no sabe a qué atenerse, la historia comienza a saturarle.“Hola Beatriz. ¿Comprendes por qué quería que te pusieras exactamente en ese lugar? Te dije que no pasarías desapercibida y no te engañé. Yo siempre cumplo mis promesas.”

“Queridos amigos” – prosiguió Ana. “Juan y yo nos casamos hace tres meses.” Juan siente un escalofrío. Los invitados intercambian miradas, se oyen algunos comentarios. Beatriz sonríe esta vez sorprendida. “Beatriz, en cierta ocasión me aseguraste que siempre estarías a mi lado. Me demostraste ser una buena amiga, cuando me contaste que Juan se había acostado con Mónica. Llevábamos casados una semana.” Un sofoco recorre el rostro de Juan mientras el reflector abandona a Beatriz y se desliza directamente al lugar que ocupa la aludida, que no sabe dónde meterse, mientras su novio desde el lado de los varones rehúye los sondeos. El haz de luz vuelve sobre Beatriz y Ana continúa: “Me hiciste jurar que no tomaría represalias, me hiciste creer que Juan me quería, que lo de Mónica no había sido más que un desliz provocado por la euforia del alcohol, un encuentro desafortunado, y yo te creí. Es así como llamas tú a tus encuentros con mi marido, ¿desafortunados?

Juan, con la mirada clavada en suelo, trata de aflojarse el corbatín. La imagen de Ana en la pantalla se queda tan paralizada como el maniquí, como la propia Beatriz, como Mónica y como Juan, que ha decidido dar la espalda a la concurrencia. El mutismo de 150 bocas entreabiertas permite intuir el sonido de unos pasos avanzando por la alfombra. Un operario retira el maniquí. Vestida con un traje pantalón verde y unos tacones de impacto Ana ocupa su lugar, junto a un Juan avergonzado, y ante mí, contrariada por el cambio de última hora. Ana trata de justificarse diciéndome al oído: “El verde es la frescura, no tiene connotaciones negativas ni positivas por sí mismo.” Tardé unos segundos en aceptarlo, el envite de mi nieta me obligaba a cambiar el guión de mi discurso. Acaricié el rubí que colgaba de mi cuello y tuve que reconocer mi propia rebeldía. “Señoras y señores. Nos hemos reunido para anular el matrimonio de Juan y a Ana y romper así el maleficio de una unión que nunca debió oficiarse.”

Nadie se movió, las pupilas de cada asistente buscaban las de sus vecinos con un imperceptible movimiento de cabeza. Juan ni siquiera parpadeaba, estaba descolocado. Ana buscó su mano y la encontró. Juan tardó en alzar la vista y cuando lo hizo se encontró con la determinación de su novia: “Si quieres continuar a mi lado, si me quieres, no vuelvas a pedirme matrimonio.” Juan asintió: “No lo haré.” Yo me di por satisfecha y me dirigí a los presentes con la autoridad que mi nieta me había concedido.

“Verde es el color agrio de los frutos inmaduros, ásperos como lo es este acto, en apariencia. El verde representa la esperanza, el trébol es el símbolo de la buena fortuna. Nos encontramos por tanto ante una nueva y posible derrota, en el sentido de un nuevo rumbo. Ana y Juan van a divorciarse para volver a conquistarse mutuamente.” Solicité el consentimiento de ambos y a pesar del gesto turbado del novio, lo obtuve de inmediato. Los asistentes seguían consternados. “Hoy tenemos una oportunidad única de observar nuestras propias debilidades. Estamos siendo testigos de la fragilidad con que construimos nuestra biografía y la sencillez con la que podemos destruirla, a no ser que esté cimentada sobre férreas convicciones. Cualquiera de nosotros podría ser aspirante a la infelicidad. Tengan en cuenta, que pesar de las diferencias, nuestras intimidades, las de todos los que hoy nos encontramos aquí, son muy parecidas. Diría que la intimidad está demasiado valorada. La intimidad es una vulgaridad, en lo que a comportamientos comunes se refiere. Las circunstancias han impulsado a Ana a rectificar algunas de sus decisiones y a Juan a acompañarla en esa deriva. Y si alguien no lo entiende que hable ahora o calle para siempre.”

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