La idea se le ocurrió mientras esnifaba una línea de metanfetamina sobre el salpicadero del coche de su tío. Estaba harta de depender de él para ir a todos lados y de hacerle favores para poder darse el lote con Paul en el aparcamiento del centro comercial. Allí compraban cuatro bollos de chocolate, encendían un porro y se pasaban la noche observando la ciudad desde lo alto del edificio. Un sábado por la tarde Paul recibió un regalo especial de su camello. Anna y él nunca lo habían probado. Ella aceptó encantada. La segunda raya le entró mejor que la primera.

—Creo que hoy deberíamos hacer algo especial.

—¿Como qué? —respondió Paul al encenderse un cigarrillo.

—Si lo hacemos bien no se enterará nadie.

—¿Se puede saber de qué hablas?

—De esto.

Anna alargó el brazo y abrió la guantera. De su interior sacó un revólver negro.

—¿De dónde coño has sacado eso?

—Es de mi tío. Debía estar tan pedo que se le olvidó en el coche.

Paul pensó que se parecía a la de su padre, pero esta era más grande.

—Tengo una idea —dijo mientras le daba una calada al cigarro—. Iremos a la cafetería de Ben Road, la del calvo de mierda. A estas horas estará haciendo la caja.

—Está bien. Pero prométeme una cosa.

—A ver.

—Cogemos el dinero y nos largamos. Sé lo nervioso que te pones.

—¿Quién te has pensado que soy?

—Júramelo.

—Relájate. Será tan fácil como atarse los zapatos —Paul tiró el cigarrillo por la ventanilla—. Pongámonos en marcha.

Eran las dos y media de la noche. Anna aparcó a escasos metros del objetivo. El plan era perfecto. Se giró hacia Paul y le dio el revólver mientras se quitaba una de sus medias.

—Mantén el seguro puesto en todo momento. Vas hasta las trancas.

—Lo tengo todo controlado. Entro en 2 minutos.

—Paul…

—¿Qué ocurre?

—Que te quiero.

Paul se lo pensó dos veces antes de responder. —Yo también. Y ahora entra, rápido.

Anna salió del coche y cerró la puerta de un golpe. Entró en la cafetería y se acercó a la barra. En la mesa del fondo había un hombre con barba. Tenía una boina gris y un chaleco marrón deshilachado. Los vaqueros le quedaban grandes y sus botines eran de piel. A su lado había un maletín color rojo borgoña. El humo de su puro llenaba la sala y su copa estaba prácticamente vacía. Anna se sentó en el taburete. El camarero calvo se acercó mientras secaba un vaso con un trapo sucio.

—Cerramos en 15 minutos. ¿Va a tomar algo?

—Una cerveza, por favor.

Paul entró en la cafetería con el rostro tapado con la media, impidiéndole ver al hombre sentado al fondo de la sala. Llevaba una bolsa fucsia en una mano y sujetaba el revólver con la otra. Se acercó y encañonó al camarero, tirándole la bolsa a la cara.

—Mete dentro todo el dinero de la caja.

—Señor, por favor.

—Déjate de hostias. Mete el dinero en la bolsa o me cargo a la rubia —Paul se puso detrás de Anna y la sujetó por el cuello, apuntándola con el arma.

El hombre del maletín rojo permanecía sentado en su sitio, dándole un trago a su copa. El camarero fue hacia la caja, dejó el vaso que estaba secando al lado y comenzó a meter el dinero en la bolsa. Anna dijo algo en el oído de Paul.

—Me haces daño joder. Tranquilízate.

—Cállate o se darán cuenta —parecía estar demasiado puesto.

Un movimiento en falso del camarero provocó que el vaso cayera al suelo. El sonido hizo que apretara por error el gatillo. El fogonazo iluminó el lugar y la chica cayó de su banqueta con un enorme agujero en la cabeza. Paul se apartó un par de pasos y volvió a encañonar al camarero. El hombre del fondo sacó del maletín una pistola y se le acercó por la espalda, apuntándole con el arma.

—Hijo, ya la has cagado bastante.

—¿De dónde coño?

—Cállate —no dejó que Paul terminara la frase—. Acabas de cargarte a tu amiga y parece no importarte un carajo, cosa que a mí tampoco.

—¿Y tú cómo sabes?

—He dicho que te calles. —El tono de su voz se endureció—. Tira el revólver y lárgate.

Paul vaciló durante un segundo, pero al poco tiró el arma al suelo y se fue del bar rápidamente.

El hombre cogió el maletín rojo y se lo tiró al camarero, agazapado contra la cafetera.

—Mete la bolsa del chico dentro. Y esta vez procura no romper nada.

El camarero ejecutaba la orden cuando el hombre de barba volvió a hablar.

—¿Cuánto tiempo ha pasado?

—¿C-cómo? —Le miraba sin entender del todo la pregunta.

—Joder. —hizo un gesto con la cabeza, señalando el cadáver de la chica—. Que cuánto tiempo ha pasado desde que ha entrado esa puta rubia en el bar.

—Supongo que 5 minutos, no lo tengo claro.

El hombre se dio cuenta de que su copa estaba vacía.

—Todavía quedan 10 minutos para cerrar. Una cerveza, por favor.

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