El infierno de la seducción

Sentí un golpe en la nuca. La causa era una imagen reflejada en el cristal de una vitrina. Volteé para mirarla mejor y no pude dar crédito a lo que estaba frente a mí. Ella me había hecho una señal vulgar. Decidí seguirla. Iba con su madre, una mujer delgada con un vestido caro de color rojo y tacones altos. Se fueron por un pasillo, de vez en cuando se detenían a mirar los zapatos o los bolsos de los escaparates. Las observé con curiosidad, el aroma del perfume de alguna de ellas, con seguridad de la madre, me atraía. Me fui acercando despacio. Sabía que la impertinente chica oía mis pasos o sentía mi presencia. De repente ya estaba a sus espaldas, fingí estar viendo lo mismo que ellas e hice un comentario. “Ese bolso iría a juego con su vestido, señora”. La mujer me vio con un asombro falso y sonrió: “De ninguna manera—exclamó—, es demasiado caro, no me lo podría permitir”. Moví la cabeza asintiendo con resignación, pero una estúpida idea me obligó a proponerle que entráramos a la tienda. La mujer se negó amablemente, pero ya no tenía más remedio que persuadirla. Me ofrecí a comprársela sin ningún compromiso. La señora sonrió con modestia y entró. La hija me miro con odio y me enseñó la lengua, no me gustó su actitud, pero imaginé que era parte del juego que ella había empezado mostrándome el dedo medio de su pequeña mano.

Nos atendió una joven gorda que no se adecuaba del todo a su uniforme. Era un vestido azul marino que le apretaba el estómago y no se ajustaba sus senos enormes. Sonrió y preguntó por el artículo que nos interesaba. La mujer calló, por eso dije que deseaba ver el bolso. “¿En qué color— preguntó con amabilidad mirando el vestido de la mujer—lo prefiere?”. En beige y rojo, tráigame las dos. Fue la respuesta firme de la mujer. Unos minutos después modelaba ante el espejo cambiando de posición y evaluando la mejor combinación. Puse atención en su rostro fino, su pelo castaño ondulado y sus labios que se torcían o se elevaban en forma de pico de pato según fuera su apreciación. Al final, se decidió por el bolso rojo. Se lo llevó la dependienta que no dudó un minuto en que yo lo compraría. “Lo siento, señorita, es muy caro y no me lo puedo llevar”. Acto seguido, la encargada se paró en seco y la miró como preguntando si su estúpido marido, o sea yo, no iba a hacer nada para remediarlo. Saqué sin pensarlo mi cartera y le ofrecí mi tarjeta. Todo ese tiempo la adolescente me había estado viendo de reojo, farfullaba o murmuraba cosas que no podía entender y pisoteaba con fuerza como si estuviera matando cucarachas. Me entregaron el bolso y se lo di a la mujer. Ella se sonrojó y salimos. En la puerta de la tienda se detuvo y me dijo que no podía aceptar el regalo, la hija escupió al piso un gargajo verde. “No se preocupe, tómelo como un regalo de cumpleaños”. Ella se sorprendió y me miró con curiosidad. “¿Cómo lo ha adivinado?”—preguntó con voz aguda—. No lo he adivinado, solo que se me ha pasado por la cabeza que si está tan arreglada es por un buen motivo, ¿verdad? Su rostro se iluminó y seguí cometiendo errores garrafales de forma inconsciente. Algo me estaba alterando el sentido común y la realidad se percibía adulterada. La mujer no era muy atractiva, no tenía la más mínima intención de seducirla. Todo lo había provocado la mal educada niña. Me había enfadado con ella y le quería dar una buena lección, una sopa de su propio chocolate. Fue una tontería pensar que, seduciendo a su madre, la tendría supeditada, obedeciendo las órdenes que, de forma indirecta, estarían ideadas por mí.

—Me llamo Carolina —dijo extendiendo la mano para que se la estrechara–, ¿y usted?

–Soy Carlos—contesté tomándole la mano—, Carlos Alberto.

Quería preguntarle a la hija su nombre, pero ella misma se presentó como Dorotea, pensé que era una broma, sin embargo, era su nombre real. Para seguir en la batalla las invité a festejar en un restaurante. Estuve soportando las palabras obscenas y las ofensas que me hacía Doro, como me pidió su madre que la llamara, y elaboré mi plan. Carolina estaba viuda y recibía una renta que le alcanzaba para medio vivir. De vez en cuando juntaba dinero y satisfacía alguno de sus caprichos. Se arreglaba y salía de compras con su hija. Me pareció que era una mujer triste que se había marchitado teniendo que soportar a su hija, la cual no se le parecía mucho ni en el carácter ni en lo físico. Ya estaba un poco harto de las impertinencias de Dorotea y busqué la forma de intimar con Carolina. Pronto le comencé a llamar Caro. Supuse que, si me ganaba su confianza, tendría una posición muy cómoda en el tablero de esa partida imaginada para someter a la diabólica Dorotea y pronto podría hacer que se tragara sus insultos. Les comenté que estaba divorciado y que me sentía solo, que echaba de menos el pasado y que si estaban de acuerdo podríamos jugar a ser una familia. Dorotea hizo un gesto que me pareció maléfico. Puse atención en sus facciones y mi sentido estético me dijo que había algo muy raro en ella. No lo pude definir ni siquiera cuando Caro me dijo que la endiablada niña tenía trece años. Supuse que esa alteración inexplicable sería por una cuestión genética que había modificado un poco su cuerpo y el carácter. A pesar de todas las embestidas, me mantuve muy educado y eso le gustó a Carolina. Pronto se familiarizó con mis bromas y en un momento en el que era necesario reprender a Dorotea, porque había derramado la sopa a propósito, se limitó a decir que eran sus habituales travesuras y que no le pusiera atención. Un brillo extraño se reflejó en sus ojos y sonrió mostrando unos dientes pequeños muy blancos y alineados. El camarero se acercó y nos cambió el mantel.El pobre hombre de unos cuarenta y cinco años parecía no tener mucho tiempo trabajando allí, por eso hacía todo con torpeza. Me miró implorante, como tratando de decirme que controlara a Dorotea. Intenté transmitirle confianza, habría podido sacar el cinturón y darle una buena paliza a la jovencita, pero era imposible.

Traté de no ponerle atención, pero ella se esmeraba en poner trozos de carne en el borde de los platos y al momento de pincharlos amenazaba con lanzarlos al aire como si fuera una catapulta. Carolina no le decía nada y se centró en una conversación interesante. Me comentó que le gustaba mucho el cine, el teatro y la literatura. Habló de una novela rusa de un autor anónimo, me comentó que había sido la primera novela erótica del siglo XVII en toda Europa. No la describió detalles, pero fue lo suficientemente astuta para despertarme el deseo. Dejé de ponerle atención a Dorotea, que tuvo la impertinencia de derramar el refresco. Pensé que el camarero le echaría un escupitajo en su postre y que disfrutaría al ver como la malvada demonia se lo comía. No tuve el placer de verlo porque cuando terminamos el segundo plato, Carolina me puso la mano en la pierna. Se aproximó y me susurró cosas al oído. No pensé en rechazar la invitación que me hizo de tomar un café en su casa. “No vivimos muy lejos—dijo acariciándome con suavidad la pierna—, nuestro piso está a unos minutos de aquí”. Pedí la cuenta y Salí con Carolina prendida de mi brazo. El tono de su voz era tierno y en los trayectos en los que no había gente me hablaba con sensualidad. Llegamos a un edificio viejo. En la entrada había una puerta de madera muy grande y pesada. La empujé con bastante fuerza y entramos. Había un pequeño atrio iluminado por unas lámparas viejas. Nos dirigimos a las escaleras muy desgastadas y subimos. Llegamos a la tercera planta y me invitaron al piso. Dorotea no dijo nada, pero noté que tramaba algo malo.

El techo era altísimo. En el salón había un sofá de color marrón oscuro con vestidura de cuero, los muebles eran muy rústicos. La mesa era muy gruesa y parecía de la edad media, incluso pensé que estaría podrida. Hacía frío. Carolina puso unos radiadores y en unos minutos se calentó un poco el salón. Me senté en el sofá mientras Carolina preparaba una bandeja con café y galletas. Luego volvió y se sentó a mi lado. No vi a Dorotea y me alegré mucho. Fue un gran alivio. Siguieron las historias eróticas. “Esta vez te contaré historias picantes de algunos escritores famosos”—dijo ella—, pero sus nombres no me dijeron nada. Vi que tenía el vestido un poco desabrochado, se le veía el sostén. Se adivinaban unos senos flácidos. Me ordenó que le pusiera la mano en la pierna y sentí su carne fofa. Se acercó con lentitud y después nos besamos. “Traeré un poco de alcohol”— dijo con una sonrisa un poco ensombrecida—. Se fue a la cocina. Se tardó bastante en regresar, venía diferente. Se había puesto una bata de seda, tenía el pelo recogido y la cara muy maquillada. Se paró frente a mí y se descubrió mostrándome su atuendo de lencería que consistía en un liguero con medias negras, unas bragas y un sostén rojos. A pesar de no ser tan joven se veía apetitosa. Empezó a moverse con ritmo lento como si se dispusiera a interpretar una danza mística. Me preguntó si me gustaba cómo se había arreglado. Asentí con la cabeza. Se sentó en mis rodillas y me ofreció una bebida. Cogí el vaso y le di un trago. Era una mezcla de zumo de naranja con alcohol fuerte, quizás ginebra o vodka. No pude definirlo. Me ordenó beber despacio para que me fuera calentando paulatinamente. Pasaron unos minutos y la vi desnuda. Me estaba acariciando el pecho y me ordenó que fuéramos a su dormitorio. Caminé entre los muebles viejos, pasé por un corredor y llegué a una habitación en la que había una gran cama con cabecera y piecera de latón. Carolina me empujó y caí en el colchón que estaba deformado y con hendiduras. Me apoyé en los codos y levanté la cabeza. Me terminé la bebida mientras bailaba. Comencé a experimentar un ardor tenue, luego más intenso. Ella me miró con suspicacia. En pocos segundos me sentí pesado, me recosté y Carolina me desnudó. Se montó sobre mí y comenzó a excitarme y quise abrazarla, pero estaba inmovilizado por el efecto de la bebida. Solo una parte de mí respondía con furia y energía a sus caricias. Sentí que Carolina me ataba a la cama y se ponía la bata. Lo que siguió a continuación fue lo más horroroso que me ha pasado alguna vez. Tenía la vista nublada y noté la cara diabólica de Dorotea que estaba vestida igual que Carolina. El cuerpo que yo había visto oculto por el uniforme de colegiala era el de una enana. Las facciones de su cara eran recias y si hubiera sido una mujer normal habría tenido unos veinte años o más. Se reía con maldad y sentí como se unía a mí. En otras condiciones habría temblado y me habría desatado de alguna forma de la maldita cama. Ella comenzó a hablar:

“Esto es lo que querías verdad. Lo leí en tus ojos desde que me empezaste a seguir—se movía y lo peor era que mi excitación aumentaba—, pero debes saber que nosotras te elegimos. Te veías tan varonil con tu cabeza a rape, tus ojos saltones y tu cara de pervertido. Tu traje te hacía distinguirte entre los pocos paseantes que había por allí. ¿Sientes?!Oh! ¡Qué bien respondes a mis contracciones! Carolina lo dijo: “Es ideal, seguro que podrá satisfacerte”. Ha resultado tal y como lo esperábamos. Ahora disfruta, ¿sientes cómo te succionan mis labios. ¡Soy el sueño ideal de los tipos obscenos como tú!!Siente como se balancea mi cuerpo, como te tritura! ¡Arriba! ¡Abajo! …”

No sé cuánto tiempo pasó, ni cuantas veces descargue mis fluidos con horror dentro de ella. Recuerdo que me había dicho que estaba cometiendo un delito, que todo estaba filmándose y que en cuanto me desconectara llamarían a la policía para denunciarme. Se rió gritando que por incesto y pederastia les daban a los hombres cinco años de cárcel. Solo sé que me quedé viendo el techo amarillento y aunque veía, mi cerebro no podía asimilar nada, no oía, no sentía, se esfumaron las ideas y me quedé en blanco. Después el mundo desapareció. No me imagino cuanto tiempo pasó. Amanecí aquí bajo la mirada interrogante de un inspector de policía. Me ha dicho que la suerte estuvo de mi lado. Que podía haber muerto, que tuve la desgracia de ser víctima de dos psicópatas que asesinan a hombres incautos. Me ha comentado que la dueña del piso donde me encontraron logró reconocer a una de ellas en una fotografía. Resulta que la tal Dorotea se llama Renata, nació con problemas de desarrollo y se quedó enana, que desde pequeña ha mostrado un instinto asesino y que la adoptaron por primera vez a los diez años. No me contaron lo que pasó con las dos familias que la acogieron. Lleva, según dice el ayudante del inspector, diez asesinatos. Además, gracias a sus maléficas dotes somete a la gente aterrorizándola. Su acompañante es Judi Carlson, una mujer que cayó en desgracia cuando Renata asesinó a su marido y la obligó a ingerir estupefacientes. La ha convertido en un anzuelo para pescar hombres. El inspector se ha marchado. La enfermera dice que tardaré unas semanas en recuperarme, tendré que adaptarme a una bolsa con manguerillas para desalojar la orina y pasaré la mayor parte del tiempo echado en mi cama viendo la televisión

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS