Hace dos años, comencé a asistir al taller literario que coordina mi amiga Ana. Estábamos hablando sobre la elección de temas para escribir cuando recordé y compartí una experiencia.

Mientras ejercía la psicología clínica, había atendido a un paciente, médico de profesión, que en la segunda sesión me acercó un sobre tamaño oficio, amarillo, voluminoso y me pidió que se lo guardara por unos días porque estaba de mudanza y no quería que cayera en las manos inadecuadas. Allí había registrado comprometedoras historias de gente de nuestra ciudad, dijo, y pensaba publicarlo como una novela. Dudé, pero acepté. Tenía una conflictiva relación filial con su familia, había sido adoptado al momento de nacer, y en ese momento estaba tramitando su propio divorcio. Poco tiempo después abandonó el tratamiento sin aviso y el sobre amarillo quedó en mi biblioteca sin abrir. Algunos años después me enteré de su fallecimiento. Volví a dudar. ¿Qué debía hacer con el sobre? ¿Lo destruía o lo restituía a sus hijos que estudiaban en la Universidad de Córdoba? Decidí abrirlo mientras resolvía el dilema y me encontré con cientos de páginas totalmente en blanco.

Cuando terminaba de comentar el episodio alguién, inesperadamente, me sorprendió con una exclamación: ¡Es mi primo!

Para una de mis compañeras de taller, enterarse que era médico divorciado, adoptivo, con hijos que habían estudiado en Córdoba, fallecido años atrás, había bastado para identificarlo como un miembro de su familia política. Quedé petrificada. Ni mi condición de profesional retirada me eximía de la infidencia. Deseé con todas mis fuerzas que pronto se olvidara de la historia. Pero ella siguió hablando de su primo, primo de su esposo en realidad, y comenzó a sacar a luz, gozosa e incontenible, picantes secretos familiares. Ana pudo cortar la catarata de chismes desviando el curso de la conversación hacia otros temas de escritura.

Dos semanas después, por casualidad, coincidimos con la misma tallerista en una fiesta de cumpleaños. (Encuentro fortuito, pero posible en una ciudad pequeña.) Allí, con gran desparpajo comenzó a contar la anécdota de su primo, la supuesta novela de denuncia y las páginas en blanco. Con toda la serenidad a la que pude apelar, introduje la discusión sobre el matrimonio igualitario, tema candente en la sociedad argentina en ese momento, que resultó más atractivo que el primo y su novela.

Fue ese día que tomé la decisión de escribir el cuento y publicarlo. Ya tenía el final. Así nació “La Caldera del Diablo”. Firmada con mi nombre, la historia hecha ficción dejó de ser elección como tema de escritura en el taller o de conversación y de disfrute de mi compañera tallerista.

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