A veces pienso en mi abuela Ángela. No en el final, no. No en sus días más oscuros, cuando toda la claridad de su mente se había desvanecido y sólo podíamos presenciar en sus palabras y gestos una maraña de fantasmas, de olvidos necesarios y de dolores ardiendo desde siempre. No me gusta recordar esos días y seguro que a ella tampoco le gustaría verme revivir esos capítulos negros. Lo que me gusta pensar sobre ella es que llenó mi casa con su propia esencia. Mi abuela dibujó una España pequeñita en nuestro apartamento y yo no me vine a enterar sino después de mucho tiempo. Pensé que a los demás niños de mi colegio también los reñían con frases del tipo «es que tienes mala leche», o «no eres más tonto porque no entrenas». Pensé que las abuelas de ellos también prepararían rosquillas y polvorones. O que todos tenían por costumbre ir a Madrid en diciembre a comprar turrones. Mi noción de venezolanidad (o sea, de normalidad) siempre estuvo cargada con los matices de las cosas que cotidianamente hacía mi abuela. Y la verdad es que no eran más que costumbres que llevaba de su tierra. Una tierra en la que, por cierto, ahora vivo… Y en la que nació a la luz mi pequeña hija. A veces pienso que todo es tan cíclico que así como en mi casa en Venezuela se comía tortilla de patatas, en casa donde está transcurriendo la infancia española de mi hija preparamos arepas, buscamos queso blanco duro en los mercados, y bailamos Guaco y Oscar D’Leon cuando toca limpieza.

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