Más sabe el gato por vago

Más sabe el gato por vago

Polanesa

13/09/2019

Había un cierto dejo de malicia en su mirada, la boca torcida en una mueca bufónica y una clara intención de abatirme el espíritu hasta lo más profundo y subterráneo de mi desgracia cuando me dijo: «pah, estás hecha mierda, negra». Y todo por haber nacido en una fecha hace tantas décadas y cuantos años atrás, antes de lo previsto por mi alma joven y mi mentalidad infantil, quienes se empecinaron en mantener oculto el paso de los años y la sabiduría de la experiencia, dar un giro de 360 grados y volver a fojas cero. Quién soy, hacia dónde voy, cómo comenzar. Año nuevo, laburo nuevo, vuelta al barrio de la infancia, vocación en veremos.

La griega del tercero B, la que me juzgó desde que era una pioja recién sacada a pasear, me toma del brazo con su garra tiesa e inimaginablemente fuerte, y me grita en medio de la avenida con la misma cara de espanto con la que se queja de la inseguridad, que estoy demasiado flaca, que casi no me reconoce, la cara tan chupada, a un paso de la anorexia, que tengo que comer, que me compre unas bananas en la verdulería de la vuelta que están baratas, y que se entere todo el Once. La despido con mirada asqueada y paso ofendido. Y después voy a la verdulería a comprar unas bananas.

Un cliente se compadece de mí. «¿Trabajando un domingo? ¡Qué voluntad hay que tener!». Aprovecho la ocasión para hacerme la pobrecita. Porque generalmente no funciona así. Generalmente soy yo quien tiene la culpa de que el mundo esté podrido y no haya señal de wifi. Por eso me gustan los abuelos, los que no entienden nada de tecnología y cualquier palabra de aliento y minuto de paciencia valen por una catarata de halagos a los que me aferro con desesperación para envalentonar el ego y creer así que soy útil en algo o para alguien. «Vos sos la reina del ciberespacio», me dice. Sí, es cierto.

Entonces aparece este freak a decirme que estoy vieja, que se me acabó el rocanrol, que tengo que ponerle pilas a las responsabilidades y sentar cabeza. Y qué momento de mierda para volver a la ciudad y tomar responsabilidades. Qué inadecuado hoy acá pensar siquiera en el futuro. ¿Y qué se puede hacer salvo ver películas? Si cada vez que doy un paso al frente termino en offside. Si cada vez que vuelvo a casa el gato me pide calor y fiaca.

Me despatarro en el sillón, con mi kilo de bananas y una bolsa de granola, imaginando un futuro posible. Volver a estudiar, desempolvar la esperanza de orgullo de mis padres, encontrar un rancho aparte donde vivir, conseguir un trabajo digno, pagar las cuotas que debo y reasociarme a Racing Club, enamorarme obsesivamente, volver caminando del laburo, arreglar la cisterna del inodoro, buscar ofertas, lavar los platos, ver una peli. Cualquier razonamiento coherente, bien llevado, termina siempre en ver una peli. Es una ley universal.

Pero esta vez el gato me mira mal. No produje suficientes energías esta semana como para emanar un calor propicio a felinos. Estoy fría y pálida y con sobredosis de pantallas luminosas. Me mira fijo, con las pupilas completamente dilatadas, ronroneando con furia, insultándome en silencio. «Hacé algo con tu vida». Pero yo no sé hacer nada. Y se lo digo en voz alta, con tono angustioso y puchero lastimero. El gato echa sus orejas hacia atrás, descubriendo así toda su expresión de desprecio hacia mi persona. Sólo sé reparar computadoras, cocinar milanesas y escribir boludeces. Le suplico con lágrimas en los ojos. Pero el gato pega media vuelta y me da la espalda, escondiendo la cabeza entre sus botitas de peluche, desentendiéndose de mi desolación.

De rodillas en el centro de la sala, esa misma sala donde jugábamos con mi hermano a patear penales con una pelota hecha de medias, creyendo que así no podríamos romper nada valioso ni vulgar, la misma sala en donde mi mamá me sacaba los piojos en los primeros días de escuela, esa misma habitación por donde pasó sigilosamente papá noel a dejar mi oso de peluche gigante sin que yo pudiese verlo, en ese mismísimo lugar me encontré más de veinte años después buscando un punto de apoyo, una soga de auxilio. Y encontré un birome y un papel.

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