Es una verdad universalmente aceptada que una imagen dice más que mil palabras. «Este momento quedará registrado para siempre, solo debemos tomar una foto» pensamos ingenuamente algunas veces, como si una instantánea pudiera enfrascar todo lo que realmente aconteció en ese segundo que pretendemos capturar.

La técnica fotográfica tiene el defecto en su cruel anatomía, de plasmar una única figura, que se perpetúa en la memoria. Nada dice de los sabores, de los olores, ni de los extraños universos que llevan por dentro sus personajes.

Quien observe nuestro retrato distinguirá a dos personas jóvenes, que posan abrazándose frente al lente, en un inofensivo gesto de amistad y complicidad.

Solo los protagonistas sabemos la historia verdadera.

Nadie sabe que esa fotografía no pudo ser publicada en las redes, ni que tuviste que eliminarla de tu galería, luego de asegurarte que yo la guardaría en mi móvil.

Ningún registro quedó de aquella mirada centelleante de emoción que iluminó mi rostro, cuando fuiste a buscarme a la hora acordada, para cumplir tu promesa de llevarme al teatro.

Nada revela esta instantánea de aquella tristeza que se sintió en el aire cuando la realidad marcó el ocaso del encuentro; ni de ese escándalo que encontraste al llegar a tu casa, luego de haber pasado todo el domingo con alguien distinto a quien te esperaba.

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