Avanza despacio, agachado. Los vaqueros nuevos, demasiado largos todavía, van rozando el suelo. La cabeza se hunde entre los hombros. La mirada atenta. El aliento sostenido. Las palomas picotean las migas de pan sobre las baldosas acanaladas. Ya cerca, corre hacia ellas con los brazos abiertos. Un revuelo de plumas y aleteos parece envolverlo como en una nube gris y blanca. Un grito de sobresalto. Las palomas llegan en un vuelo corto hasta el techo del palomar. Más allá otro grupo: todas azules. Se amontonan en torno a los granos de mijo que la viejita, la que está sentada en el banco de madera, les ha tirado hace un momento.

Otra vez, despacito, hacia las palomas. ¿Qué lejano antepasado del neolítico le dicta los gestos desde la oscura memoria de la especie? Acecha, después corre. Se detiene maravillado cuando la tarea imposible de atrapar una paloma se disuelve en el deleite de contemplarlas casi rozado de sus alas.

Domingo a la tarde. Ritual de invierno en un día de sol. El abuelo, sentado en el banco de troncos, lo mira sonriente. El cazador vuelve a agazaparse, al acecho de la presa, y persigue una y otra vez la alegría del remolino emplumado.

El globero se acerca con su nube de colores: burbujas rojas, amarillas, rosadas y blancas.

-Abuelo, comprame un globo.

Un hilito, un simple hilito atado a su muñeca, le permite ser uno con ese pájaro redondo que también, como las palomas, busca escaparse. Mañana estará mustio, a los pies de su cama, con cientos de pliegues matándole el brillo… Pero hoy es domingo y el globo es burbuja y pájaro. Apresado, lo sigue en el paseo. Dócil, se mece al compás del remar del abuelo en el lago. Y todavía buscará escapar por la ventanilla del colectivo, cuando el cazador ya dormido, regrese a casa en los brazos del abuelo.

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