¿QUÉ HARÁN ELLOS CUANDO DUERMO?

Me soslayo en la placentera tarea de pensar. Estoy en penumbra y me pregunto qué harán ellos cuando duermo. Intrigado por las dudas, me adentro en la imaginación, cediéndole un espacio a cada cosa que me acompaña en la ardua tarea de vivir apegado a lo que amo.

¿Qué harán, qué será de ellos cuando me evado en la necesidad de predisponerme a soñar, a repasar en el inconsciente fragmentos dispersos del día anterior? De puntillas bajo hasta el living, observo en la penumbra los cuerpos y las formas inanimadas que componen mis apegadas pertenencias, y él ya no está. Compruebo que la ventana está abierta y me digo: por aquí debe haber salido. No sólo él falta, hay otras cosas que no están en su lugar. ¿Adónde puede ir un fino gato de porcelana? No puede andar por la noche expuesto al peligro. Es demasiado fino, demasiado valioso para mis afectos y para quienes lo encuentren.

Abrí sigilosamente la puerta, miré el jardín, di un rápido repaso, y no estaba allí. Caminé unos pasos y giré sobre mis pies, miré las tejas: habían cambiado de color. Eran azules y esparcían brillos de estrellas, todo a su alrededor se repetía, largas y deformes sombras: quietas algunas, las otras ondulaban con el viento. Cuando ya dejaba de contemplar la imperturbable noche, lo vi sentado sobre su cola, apoyaba dos manitas para sostener tan garbosa figura: semejaba una pirámide de Egipto. Majestuosa postura felina, parecía aspirar el aire, oler la noche, oír los sonidos. Allí estaba él contemplando la distancia, reteniendo el instante, perpetuando el momento. No pude dejar de observar tanta belleza.

Creo que él me vio, se irguió sobre sus patas y caminó despaciosamente por la cumbrera del tejado. Su sombra se multiplicó: dos cuerpos similares se entrelazaron, los cuellos se enrollaron entre sí y un lastimero ronroneo rompió el silencio. Luego, las figuras de los cuerpos descendieron por el tejado hasta la claraboya del altillo; primero uno, el otro aguardaba el momento. Después, entraron al viejo desván, no los vi más, se hizo el silencio.

Cuando regresaba para enumerar lo que faltaba, me di cuenta que el jardín estaba solo, su eterno guardián había desaparecido. Hurgué entre las plantas y fue en vano no estaba allí. Oí voces, miré por sobre los arbustos y después se repitieron las voces, y lo vi en la otra vereda. En el jardín vecino estaba el viejo enano de cemento, un bullicio de risas y entrecortadas palabras animaban la reunión, un hada de yeso reía mientras mi fiel amigo jugaba a despeinar su pelo y la abrazaba. No quise interrumpir tan sublime encuentro y los dejé solos.

Entré y busqué un lugar donde sentarme, quería reponerme del asombro. Tomé agua y, luego, ya más calmado, di un repaso a todo lo existente en el lugar. No tardé en notar que del libro que estaba sobre el escritorio, sus hojas daban vuelta de a una, una mano invisible hojeaba sus páginas. Me acerqué y me quedé contemplando el extraño movimiento. Levanté el libro y lo cerré, miré sus tapas y, para mi sorpresa, estaban en blanco. El rostro de Neruda, su gorra y su pipa habían desaparecido, traté de encontrar indicios en la contratapa y se repetía la historia: ésta se hallaba en blanco. Sentí un ruido, un cajón del escritorio que se abre, una hoja trepa hasta la base del escritorio y se detiene, un lápiz de vieja madera toma vida y se estaciona levemente sobre la hoja y comienza a escribir. Mis ojos ya no creen lo que ven, trato de tranquilizarme, me atrevo a leer lo que el lápiz va dejando, garabatos en letras sobre la hoja y alcanzo a deletrear: señaladme la piedra en que caíste, la madera en que os crucificaron y encendedme los viejos pedernales. No pude más y tomé distancia para notar que el lápiz, por instantes, se detenía para luego continuar.

Creí que soñaba, apreté los ojos y volví a mirar, todo seguía igual: del desván bajaban voces graves y tristes, desde la vereda de enfrente aún continuaban las risas, y el mordido lápiz continuaba su creativa tarea. Subí las escaleras, no supe cuando caí en sueño luego de pensar en imposibles y en todo aquello que, hasta hoy, no tenían razón de ser.

Un ruido, unas voces me despertaron, abrí las cortinas y contemplé el día: el sol ponía amarillos sobre la verde gramilla. En el jardín de enfrente vi el hada. Tenía flores sobre el pelo y un tul de seda cubría su cuerpo. Después, observé la calle, todo estaba quieto y silencioso. El guardián de mi jardín sostenía una pala, y una amplia sonrisa se dibujaba en el rostro colorido de mi enano de cemento, custodio perpetuo de las flores.

Bajé y me predispuse a tomar el desayuno, fui hasta la ventana y corrí las pesadas cortinas, entró la luz y vi como una lágrima pesada y transparente caía del rostro del fino gato de porcelana. Todo estaba en su lugar, recordé la noche y lo asocié a un sueño. Sonó el teléfono y fui hasta el escritorio. Mientras hablaba, abrí el libro y comencé a hojearlo. Entre sus líneas alcancé a leer: bajad las viejas hachas de brillo ensangrentado y dejadme caer, días, años, edades ciegas, siglos estelares. Cerré el libro, y Neruda estaba allí sentado sobre una roca, contemplaba su mar de caracolas, el agua de Isla Negra golpeaba sus pies. Me repetí: fue sólo un sueño, un dulce y majestuoso sueño…

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