No. No quiero dormir. Sé que estará ahí, esperándome como todas las noches.

Todo comenzó justamente siete días atrás.

La primera noche soñé que yo iba, no sé por qué razón, a mi oficina fuera del horario habitual. La calle estaba desierta. Sería que me seguía. Percibí su presencia desde el primer paso, eco de mis pasos. Me apresuré a ingresar al edificio y cerré detrás de mí las puertas. Pero él ya estaba adentro. Tomé el ascensor, Pensé despistarlo bajando en el sexto y subiendo luego al séptimo por las escaleras. Fue inútil. Me estaba esperando ante la puerta de mi oficina. Muerta de miedo, desperté.

La segunda noche soñé que trepaba una montaña. Era rocosa, casi sin vegetación. Cardones gigantescos levantaban sus brazos suplicantes al cielo. No lo vi al principio, pero sabía que me seguía. Yo subía ayudándome con las manos y por momentos me arrastraba. Mis rodillas sangraban, mis manos ardían. Raíces retorcidas se transformaban en serpientes al momento de prenderme de ellas. Horrorizada me apartaba y seguía subiendo Cuando llegué a la cima, allí estaba, de pie, de espaldas al sol. Su silueta se recortaba contra la luz. Dolorida y agitada desperté.

El tercer día soñé que volaba. Feliz me desplazaba sobre los campos, rompecabezas verdes y marrones cruzados por cintas ocres y grises. Era una y era mil. Mi cuerpo se expandía hasta abarcar el planeta. De pronto, apareció como una nube negra amenazante que se acercaba para envolverme en su oscuridad. Me precipité en un abismo. Caía, caía. Cuando parecía que iba a estrellarme contra el suelo, pude detenerme y posarme con suavidad. Caminé tranquila, pero él estaba parado al final del camino. Inquieta desperté.

En la noche del cuarto día me esperaba en el fondo del mar. Buceaba yo como lo hacen los buscadores de perlas, en un mar cálido. El agua me envolvía serena. Corales rosados. Anémonas de mar. Peces iridiscentes. Él estaba sentado en una roca verdeazulada. Esa noche pude verle el rostro. Tenía los ojos profundos y negros. Sonreía. No hizo un solo gesto. Sentí el deseo de acercarme, pero hui, dejando una estela de burbujas detrás. Cuando desperté mis cabellos estaban húmedos y mis labios todavía gustaban la sal.

Al quinto día, soñé que una multitud me rodeaba, me apretaba. Parecía un acto político, una manifestación. Todos gritaban algo que yo no alcanzaba a entender. Vivaban a alguien que desde un palco altísimo les hablaba. A riesgo de perder mis ropas, me fui acercando al palco. Recibí codazos, puntapiés, insultos. Alguien me escupió en el rostro. Trepé por la empalizada que sostenía el palco y cuando llegué arriba lo vi. Era el orador. La multitud comenzó a señalarme con el dedo y a vociferar. ¡Es ella! ¡Es ella! Yo me tapaba la cara. Cuando me desperté, encontré mi cama hecha un revoltijo de sábanas y colchas. La almohada estaba en el suelo, sucia de pisadas.

Anoche no quise soñar. No quería encontrarlo. Pasé toda la noche sentada en mi escritorio, vigilante, un café por hora. Completé trabajo atrasado. Leí revistas de actualidad. Cuando el sueño amenazaba con vencerme, sostenía mis párpados forzadamente abiertos, mascaba chicle, incluso me puse a hacer flexiones a las cuatro de la mañana. La luz del día llegó como una bendición, ¡Salvada!, pensé.

Hoy no pienso dormir. Llevo cuarenta y cuatro horas de vigilia. Mis ojos parecen ascuas ardientes. Hormiguean mis brazos y mis piernas. Mi corazón, enloquecido potro, galopa en mis oídos. No voy a dormir. No quiero encontrarlo. Temo entrar al mundo de mis sueños. Pero, miro hacia mi cuarto y lo veo. Está ahí, de pie junto a mi cama. Me espera. Todo vestido de negro. Ya no le temo. Es dulce su mirada. Me invita sonriendo. Sí. Es la hora. Todo se ha cumplido.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS