Ocho años después.

Ocho años después.

sam peraza

08/08/2019

Se llamaba Teresa, Tere para los amigos, Teresita para su madre, Té cuando sus alumnos querían burlarse de ella, doña Tere cuando le solicitaban inútilmente la revisión de una nota de cuatro con siete. Para Alfonso era “mi cielo”.

Se conocieron en el estreno de una de esas películas que prometen mucho y acaban defraudando también mucho.

—Perdone, me parece que este es mi asiento —dijo ella.

—No lo creo. He revisado mi entrada a conciencia. Estoy convencido. Vamos, que no.

—¿Seguro? ¿Se juega algo?

—Compartir su cesto de palomitas. De otra forma, no sé cómo podría terminárselo.

—Es usted muy atrevido –dudó—. ¿Y si tengo yo razón?

—Le invito a un café a la salida.

—No veo mi ventaja por ninguna parte.

—Eso es porque no me conoce aún —y remarcó la última palabra como si la rodeara con la tinta de un bolígrafo repetidas veces.

No importa quién acertó con el asiento. Alfonso se habría salido igualmente con la suya. Compartieron las palomitas. Y un café. Y el resto de la noche.

Teresa enseñaba literatura a alumnos adolescentes. Unos días luchaba cuerpo a cuerpo, otros bombardeaba desde las trincheras. Pero siempre se dejaba el traje de faena en el instituto. Una habilidad poco común. Patentable, incluso.

Alfonso daba forma a su tercera novela. A su quinta, si contamos dos textos infumables que escupió veinte años atrás. Su primera obra, “La luz de sus ojos”, vendió ciento diecinueve ejemplares. La segunda, “Yo me viajo aquí”, tuvo un relativo éxito amparada en las redes sociales. El lamentable juego de palabras del titular cayó en gracia y eso le permitió un mínimo crédito en la editorial para afrontar su tercer hijo, el que ahora tenía entre manos. El argumento era sencillo: un pintor se enamora de su musa y, al no ser correspondido, entra en una crisis creativa que termina cuando decide secuestrar a la mujer y encadenarla a una columna de su estudio. El resto de la novela gira en torno a los desvaríos del artista, a su incapacidad de crear debido a los remordimientos, a la búsqueda de una salida a aquel embrollo. El texto está lleno de lugares comunes, de gerundios, de faltas de ortografía, de exceso de adjetivos, pero con un par de hallazgos en su estructura que aún permitían mantener la esperanza de que los lectores no harían con ella una hoguera alrededor de la editorial.

Teresa sonreía a la vida con la facilidad que lo hace un niño. Cada viernes visitaba a su madre, una señora de voz dictatorial y corazón de cervatillo. La distraía con el relato de sus rutinas y con anécdotas robadas a compañeras de trabajo. A media tarde recogía la casa, pasaba la aspiradora y curioseaba en los cajones buscando inútilmente un hallazgo inesperado, algo que justificase una vida.

Teresa y Alfonso empezaron a frecuentar restaurantes modestos con rincones solitarios, bares de copas con aforos a la mitad que les permitían hablar mientras el alcohol les iba animando. Y cines. Centenares de películas de las que apenas recordaban el nombre de los actores principales. Allí, en la penumbra, se metían mano como dos adolescentes en celo. No hay dedos entre pies y manos para contar las veces que les llamaron la atención. Teresa, angustiada al principio, acabó entrando en el juego y proponiendo ella misma las actividades eróticas. Alfonso, más acostumbrado al riesgo, sonreía cada vez que Teresa miraba a ambos lados y, ya relajada, se refugiaba en su cuerpo.

¿Qué pasa, que ninguno tenía una casa donde dar rienda suelta a sus impulsos?, puedes pensar. Los dos.

¿Y una cama con el ancho y el largo mínimo para no caer al suelo mientras practicaban el kamasutra? Los dos también. ¿Quizás la ducha brillaba por su ausencia? Ni eso. ¿Entonces? Exhibicionismo. ¿Cómo? ¡Exhibicionismo!

Aquellos primeros meses rozaron la ilegalidad. Parecían dos embalses, abiertos por la acumulación de lluvias, que ahora no había forma de cerrar.

—Estamos enfermos —temía ella.

—Qué coño, ¿enfermos? Estamos muy vivos. ¿No te sientes de esa forma?

—A todas horas.

—Pues sigue moviéndote así, que me vuelve loco.


Cinco años después se casaron. Para hacer felices a sus ascendientes. Una claudicación más frente a la familia. Alfonso había dejado la escritura para trabajar en el negocio del suegro, un concesionario de vehículos de ocasión. Ganaba diez veces más, pero la sombra de la frustración se alargaba como una mala novela. Teresa continuaba enseñando a adolescentes echados a perder. Aunque la vocación se había apagado con los años, era dinero seguro. La pasión del principio se tornó obligación. No supieron mantenerla encendida, o quizás la consumieron demasiado pronto.

Con las posibilidades que ofrece un narrador omnisciente, adelantamos el calendario tres años más. No hay hijos. Incompatibilidad. Los óvulos de él no querían ser fecundados por los espermatozoides de ella. O al revés. Claro que se puede vivir sin enanos correteando por la casa. Y, según ciertas familias, ser felices. Pero el instinto maternal de Teresa llevaba años tirándole del brazo. Y Alfonso era un padrazo de manual. Por eso, después de discutir varias semanas sobre la adopción sin llegar a un acuerdo, no aguantaron más. Alfonso cerró la puerta de casa por fuera y Teresa se pasó toda la tarde mirando a la pared blanca del salón como si fuera un proyector.


Dos años más tarde coincidieron en la presentación de la novela de un amigo común.

—Estás estupenda.

—Gracias.

—He vuelto a escribir. Es lo único bueno que saqué de la ruptura.

—Me alegro mucho. Siempre pensé que te corté las alas, que sacrificaste demasiadas cosas por mí.

—Claro que sacrifiqué partes de mi vida por ti. ¿No consisten en eso las relaciones? Cada uno cede parcelas para construir un edificio común.

—Estoy embarazada —soltó como una granada.

—Enhorabuena —mintió—. Por fin lo has conseguido.

—¿Y tú?

—He abandonado la idea. Ahora estoy centrado en mi novela. Me agarro a ella para no hundirme. Pero no importa lo que haga. Cada vez noto el agua más cerca del cuello.

—¿Necesitas dinero?

—No me refiero al dinero —elevó el tono de voz.

—Perdona. Nunca fuiste de reconocer tus sentimientos. Me alegra que hayas cambiado.

—No tiene sentido pedirte que volvamos a estar juntos, ¿verdad?

—No —Teresa acarició su barriga.

—Que seas muy feliz —mintió de nuevo.

—Estoy en ello.


Ocho años después, Teresa se encontró con Alfonso al coger el Metro. Su foto ilustraba un anuncio que promocionaba su nueva novela, “Una historia de amor”. Sonrió mientras acariciaba la cabeza de un niño que apretaba su mano.

—Vamos, cariño. Es nuestra parada.

—¿Estará papá en casa?

—Seguro, cielo.

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