El día que el mar se retiró.

El día que el mar se retiró.

Israel Visso

03/08/2019

Eugenio el capitán blando

Se encontraba Eugenio navegando el estrecho de magallanes, guiando el barco hacia el pacífico; sin embargo, tenía la mirada extraviada, sumido en el arrabal de sus memorias. Pronto cayó el anochecer, y el temor creció, los tripulantes no querían seguir al líder, no confiaban en la oscuridad. “El capitán nos quiere matar” chillaron. “El mar odia a los navegantes de luz de espejo” comentaban los más viejos a los jóvenes marineros. “Silencio, su esposa murió en este cruce, respeten su luto” se pronunció el Oficial de cubierta. Eugenio no oía sus quejidos. Su mirada lo había congelado. Mantenía las manos en el timón; pero su mente habitaba en un lugar lejano, no traía empatía consigo, difundo o vivo; le daba igual todo tumulto. La brisa aumentó, humedeciendo así su rostro, liberándose del letargo de sus pensamientos, tras lo cual limpio su vista y esbozando una sonrisa difusa, dio la orden de soltar anclas. Se apresuró la tripulación en asegurar cada nudo, en seguida, la mayoría fue a la cocina por una taza de sopa, todos menos Eugenio. Él se quedó ahí, con los sentidos agudos, sondeando un rabo brillante a lo lejos, intentando descifrar qué estaba avistando. Sin deliberar sobre la seguridad de sus actos, ni de su vista, tomó un bote, y descendió del barco, con abundante impaciencia empezó a remar camino a la luz. Después de casi un cuarto de hora de arduo esfuerzo y riño, quedó a pasos de la silueta lustrosa, en seguida ocupando media forma de mujer, dotada de un cinturón de escamas, se le mostró. “No temas, querido, estoy aquí para serenar tus quejidos” Se acercó a él tan mansa, y estando cerca del beso, lo tomó del cuello y lo arrastró consigo al fondo del mar. Al amanecer, no había rastro de Eugenio, los marineros salieron en su búsqueda, pero no había ningún indicio que seguir de todos modos; así que todos retornaron al barco, mientras escalaban a la cubierta, oyeron: “Icen velas” “leven anclas” “nos vamos a casa”. Se pusieron en marcha sin discutir. Desde ese momento, Eugenio desaparecía todas las noches. “Esta embrujado” le decía el cocinero al capataz. “Patrañas, vamos a seguirlo a ver a donde va” añadió el II Oficial al mando. Esa misma noche, todos se ocultaron en la cubierta, Eugenio se levantó y fue a la parte posterior del barco, desde ahí liberándose de toda su ropa, saltó al mar, mientras caía sus piernas se hicieron una larga cola, pronto empezó a alejarse, y los marineros le perdieron el rastro con la vista. Confundidos por el suceso, y molestos por el secreto, se prepararon en armas, a la espera de Eugenio. Las horas recorrieron de 12 a 6, el sol daba sus primeros pasos, pronto avistaron su regreso, al subir a la cubierta, le encararon, “¿Quién eres? ¿Qué hiciste con nuestro capitán”? Al verse amenazado, Eugenio rompió en llanto, “No es mi culpa, es mi esposa, ella está viva, había muerto, pero volvió por mí, me llevó consigo al fondo del mar, y me mostró un nuevo inicio”. Todos lo tomaron por loco, y de inmediato lo aprisionaron. “Al llegar a casa, serás juzgado, por tu hechicería”. Al tocar puerto, Eugenio fue llevado al enjuiciador, fue encontrado culpable, y quemado en la hoguera. Esa propia noche, el mar se retiró, el pueblo armó una fiesta con todo el pescado que el océano había dejado detrás, bailaban y bebían, agradeciendo por su buena fortuna, al sonar las 12 en el campanario, una ola inmensa se formó, y arrasó con todo el pueblo, desde ese momento, cada día, a la misma hora, la luna se acercaba, y las olas sumergían el pueblo, cada vez un poco más.

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