Maletas sospechosas

Maletas sospechosas

Serafín Cruz

02/08/2019

Avante pero sin acelerar la máquina, el pesquero Cabo Timiris se adentraba en la dársena de Dakar. Habían pasado cuarenta y seis días desde que se soltaran las amarras y comenzara la marea número tres del año dos mil quince, habiendo anotado el capitán de pesca cuarenta y cuatro singladuras en su particular diario de pesca, que nada tenía que ver con el diario de bitácora, rellenado éste por el segundo patrón. Sobre el muelle esperaba el atraque su armador, un hombre zanquivano y enjuto que a todas luces había superado con creces la barrera de los cincuenta. No iba mal vestido, aunque distaba mucho de la manera en la que cuidaba su imagen cuando hacía los trabajos en la oficina. Estando mezclado entre aquel gentío sería incluso ofensivo ir con chaqueta, corbata y zapatos finos. Junto a Juan Enrique, nombre por el que respondía el armador, un nativo de la ciudad esperaba recostado sobre un Hyundai Tucson.
—¿Te has acordado de traer los billetes, Mamadou? —preguntó el armador que, como si de una manía se tratase, le gustaba controlarlo todo.
—Sí, sí, tranquilo, Juan —respondió el de Dakar en un perfecto español—, tengo aquí los dos, el del segundo patrón y el del cocinero. Mamadou, mientras hablaba, había rebuscado en un pequeño maletín negro que llevaba y, localizados los billetes, se los mostró.
—Bien, no olvides darle a cada uno el suyo. ¿Cuándo llegan los relevos?
—Esta noche, a las once y cincuenta tiene previsto la llegada el vuelo. Hoy me iré a la cama tarde.
—¿Hiciste las reservas en el hotel?
—Descuida, todo está O. K.
Mientras el barco atracaba, los saludos entre los hombres perteneciente a la dotación de cubierta —de Dakar la mayoría a excepción de un par de marineros procedentes del país vecino, Mauritania, y el contramaestre que era del pueblo choquero de Lepe— y los que colapsaban el muelle se sucedían sin descanso. Había cierto gozo y júbilo en los del barco; en los de tierra era el afán por que el barco atracara lo que sugerían sus ojos y la ansiedad con la que lo hacían todo. En un rato varias estachas sesgadas y otras que hacían de largos dejaban al Cabo Timiris fijado al muelle, y en otro rato Juan Enrique ponía los pies en su barco saludando a cuantos se encontraba —negros de Senegal, aceitunos de Mauritania y blancos de España—, hasta que alcanzó el puente de mando, donde lo esperaban los dos patrones y el jefe de máquinas. Allí murieron los saludos del armador que, tras hacerse con las notas de pesca —facilitadas por el patrón responsable de tal labor— y las listas de relevos y de botiquín , pidió al segundo patrón que avisara al cocinero, pues, como a él, le esperaba Mamadou en el muelle para llevarlos al aeropuerto. El cocinero, que no esperaba acabar su campaña tan rápido, se sorprendió cuando recibió la noticia, por lo que tuvo que aligerarse para ducharse, vestirse, comprobar que llevaba encima su documentación y coger las maletas, preparadas desde la noche anterior. El patrón, apresurado por las señas que desde el muelle le hacía Mamadou, tuvo que dar al cocinero un segundo aviso. Poco después asomaba una maleta por la lumbrera de popa y tras ella un senegalés, tras el senegalés hacía aparición una segunda maleta y el dueño de ella, el cocinero, detrás. Ayudado por uno y por otro, y por un tercero que se ofrecía, las maletas y el cocinero no tardaron en estar en tierra firme. El asfixiante calor se anunciaba de vez en cuando por los improperios de la boca de algún que otro que sufría las consecuencias de tan elevada temperatura.
—«Ofú, qué caló» —dijo con acento guanche el cocinero cuando fue él el que se pronunció.
—En la ida, ¿no trajiste tú una sola maleta, Ovidio? —preguntó el patrón al cocinero tirando de su memoria.
—He comprado cosas —aclaró el cocinero.
Las tres maletas, las dos de Ovidio y una del patrón, ocuparon gran parte del maletero del Hyundai que, pilotado por Mamadou, abandonó el puerto pesquero y puso rumbo al aeropuerto.
Pasada la tarde, cuando la descarga del pesquero Cabo Timiris era historia y los tanques de combustible habían sido llenados hasta el rebose, el larguirucho armador cogió su teléfono móvil, marcó el número nueve y pulsó el teléfono verde.
—Hola, Juan Enrique —contestó, desde algún punto de la ciudad de Dakar, Mamadou.
—Mamadou —dijo despreciando saludar—, ¿a qué hora me dijiste que llegaban los relevos?
—Casi a las doce, ¿por?
—Tan pronto lleguen quiero que les haga saber que los quiero a bordo a primera hora, ¿entendido? El barco tiene que soltar amarras antes del mediodía.
—De acuerdo, déjalo de mi cuenta.

No tenía vida el puerto pesquero cuando Juan Enrique, solo y conduciendo un Mercedes 320, se adentró en él. Acabó de fumarse el cigarrillo que sujetaba entre los labios con un par de bocanadas de humo seguidas, lanzó la colilla lejos del coche y marcó una vez más el nueve. En esta ocasión saludó a su socio correctamente y le pidió que se acercara al hotel para recoger a los relevos y traerlos al muelle. Obediente como siempre, Mamadou acató la orden y unas horas después había concluido su tarea. El nuevo cocinero y el nuevo patrón saludaron al armador tan pronto éste se les acercó. Y se presentaron.
—Quiero a mi barco en la mar antes de mediodía —anunció secamente tras corresponder al saludo de forma irrisoria—, así que les sugiero que vayan a bordo, se arrranchen y verifiquen todo; no quiero contratiempos. ¿Traen mucho equipaje?
—Una maleta cada uno —aclaró el nuevo patrón.
—Pues andad, ya pasan de las diez y no hay tiempo que perder.
Los nuevos de la dotación no objetaron nada y en unos minutos dejaron de pisar tierra para estar a bordo del Cabo Timiris; el pocero se encargó de llevarlos hasta sus respectivos camarotes. El cocinero, tras haber ordenado su taquilla y cambiar su vestimenta de calle por la de faena, comenzó a preocuparse de sus obligaciones. Primero miraría la diaria de cocina que había dejado el cocinero saliente, después comprobaría la gamuza y, por último, la cocina.
A falta de media hora para la llegada del mediodía, la dotación estaba al completo y los víveres y pertrechos habían llegado sin novedad.
Mamadou, que hablaba con su socio, observó que el cocinero le hacía señas mientras caminaba hacia la escala para saltar del barco.
—No hay cuchillos en la cocina —dijo el cocinero, con cara de asustado, cuando estaba a escasos metros de Juan Enrique y su socio—, ni uno, no hay ni un cuchillo, ni sartenes, ni espumaderas, no hay nada, nada. Yo asín no puedo salir a la mar.
Los socios se miraron incrédulos y sin saber qué decir.
—Mira a ver, Mamadou —logró decir finalmelmente el socio español mientras intentaba disimular su alterado estado.

—Eso ha sido cosa del cocinero que ha estado aquí antes que yo —culpó el nuevo cocinero—, estoy seguro, seguro que ha sido él el que ha desvalijado la cocina de tal forma.
Tras la comprobación de Mamadou, la ira de Juan Enrique se desató y se acordó de Ovidio, el cocinero que ya estaría volando rumbo a Canarias, pero no podía culparle sin pruebas, por lo que calló. Seguidamente preguntó al pocero, un senegalés exageradamente abrigado y desprovisto de prisas, pero no obtuvo una respuesta satisfactoria, por lo que dio el material de cocina por perdido y, sin más remedio, tuvo que pedir al cocinero y a su socio que fueran a comprar enseres nuevos para que la cocina volviera a tener los utensilios necesarios.

Cinco meses más tarde, con parsimonia y dando por acabado su contrato, el segundo patrón rubricada una firma ilegible en el cuaderno de bitácora el día que, entrando una vez más en la misma dársena senegalesa, el pesquero Cabo Timiris cumplía su sexta marea del año. Sobre los catres del patrón y el cocinero descansaban las maletas de ambos, pues sabían que dejarían de ser tripulantes del barco tan pronto pudieran desembarcar. Para evitar contratiempos, el patrón bajó las escaleras que unían la cubierta principal con la de los camarotes y, avistado el cocinero, dijo:
—¿Listo, Joaquín?
Obtuvo una respuesta afirmativa e, inmediatamente, hizo amago de volver al puente para acabar las labores del atraque, pero lo que había sobre el catre de Joaquín llamó su atención y le mantuvo un rato dubitativo.
—¿No trajiste de casa una sola maleta? —preguntó por fin.
—He comprado cosas, Pablo—aclaró el cocinero.
—Bien. Iré a avisar a los demás. Hoy nos tendrán que llevar al aeropuerto en un vehículo mayor, en el Hyundai de Mamadou no cabemos los seis que nos vamos.
Dicho esto Pablo volvió al puente. Un par de horas más tarde viajaba de copiloto en una furgoneta Nissan Vanette de ocho plazas que circulaba en dirección al aeropuerto.

Solo un día más tarde recalaba por el muelle el mismo auto con seis hombres que se convertirían en breve en los nuevos tripulantes del pesquero Cabo Timiris. Entre ellos figuraba el nuevo cocinero, que asió su única maleta y, tan pronto como pudo, embarcó para, media hora después, salir por la lumbrera de popa con paso aligerado y con el rostro serio hasta llegar al puente de mando.
—No hay cuchillos, patrón —dijo cuando aún tenía medio cuerpo fuera del puente—, en la cocina no hay ni un cuchillo, ni uno solo…, ni sartenes, ni espumaderas, no hay nada… Yo asín no puedo salir a la mar.

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N. del A: «Maletas sospechosas» es un relato basado en hechos reales y vividos en primera persona. Con la intención de no herir los sentimientos de las personas que tuvieron algo que ver en esta historia, los nombres que en ella figuran, así como el del pesquero que hago mención y las fechas que se citan, fueron, ,intencionadamente y obrando de buena fe, cambiados. Así pues, todo dato que concuerde con la realidad solo es fruto de la casualidad.


Serafín Cruz

©Serafín Cruz’19

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