Eran esos días que pasan sin dejarte más que el registro de lo cotidiano. Un desayuno sin sol,calles sin números, autos sin patentes, voces vacías, una noche sin nubes y yo sentado desnudo frente a la máquina de lavado, viendo mi ropa enjuagándose en un ring giratorio.

Miré el celular, percato que estaba en silencio y al rojo vivo: 17 llamadas perdidas, 14 mensajes de clientes, 911 del grupo “Solteros en acción” y dos de voz. Fui a lo urgente. Escuché el buzón: el primero, un cliente que dejó -sin querer- una especie de recomendación de ir a visitar a mi vieja; el segundo, un audio de la inmobiliaria que habían intentado 17 veces ponerse en contacto conmigo y que pase urgente por la oficina, -pensé- “un jueves a las once de la noche, no iba a llamar”. Respondí a los clientes que reclamaban mi atención y antes de terminar de leer las novedades del grupo, el centrifugado llegó a su fin. Colgué la ropa en el tender, caminé por la galería hasta la puerta cancel y le di dos vueltas de llave, acomodé los sillones de hierro del patio, entré a mi cuarto, levanté el poster de Los Parchís que estaba en el suelo -por enésima vez-,dejé la ventana abierta solo un poco, para que entre el aire y no la gata del vecino. Me acosté intrigado por esas llamadas, pensando que podía haber pasado con el último alquiler. Recuerdo haber devuelto en buenas condiciones ese departamento, lo pinté como decía el contrato, lo dejé habitable, un poco lastimero, pero habitable… De cualquier manera, me dormí.

Temprano, ese viernes llamé a la inmobiliaria. Me atiende la secretaria y escucho que le dice a alguien –“¡Es él…!”, trato de preguntarle qué pasó y me dice que “Don Jorge” me invita un café, que vaya enseguida al bufete del edificio, frente a la plaza.

A pesar de la tormenta y la lluvia, fui lo más rápido que pude. Llego y Mariela –la hija menor que tenía puesto el uniforme del colegio–,me acompañó a la oficina. El ambiente ya me había puesto incómodo. Estaban Don Jorge, su flamante tercera esposa, su hermana Leticia –que era amiga íntima de mi abuela–, y Claudio un seminarista recién ordenado que vestía como el día.

-Pero siéntate hombre que no te vamos a hacer nada –dijo en tono de vendedor convincente.

-Muchas gracias Don Jorge, pasa que quedé preocupado por las llamadas de ayer, disculpe que no pude devolvérselas…

-Pero hijo, le pedí a Miranda que te ubique y hace semanas que no podemos localizarte, ni sabemos dónde estás viviendo, ¿te tratamos tan mal que alquilaste con otra inmobiliaria?

-No, por favor, siempre me han tratado muy bien, valoro la confianza que han tenido así como la amistad con mis parientes; desde que volví de Perú, me hicieron sentir en familia. Me alejé del ruido del centro nomás… estoy cuidando la casa de mis abuelos cerca del río.

-Es hermosa esa casa: grande y de cimientos fuertes, ¿estás bien ahí?

-Sí, además de estar llena de recuerdos, está igual. Hay que hacerle cosas, cambiar la instalación eléctrica; no puedo quejarme aunque a veces tengo que quedarme cerca del lavarropas para que no se desenchufe…

-Siempre quise comprarle la casa a tu abuelo, esa puerta de cedro macizo de dos pulgadas de espesor, con celosías de hierro y…

…y vidrios repartidos a la griega –dijimos a la vez y terminamos riéndonos.

Sonó el timbre y llegó otra de las hijas (Julieta) con su marido escribano (Gabriel). La puerta se abrió y nos saludamos. La única que faltaba entrar era la secretaria, pero no hacía falta, la oficina vidriada le daba oportunidad de estar presente. Miré a todos y le dije a Don Jorge:

-Si esta reunión es por la casa de los abuelos, Ud. sabe que no la voy a vender…

-No, ya lo sabemos, aunque voy a seguir insistiéndote… Es por otra cosa que te hemos buscado…

Abrió el tapete negro encima de su escritorio de vidrio y sacó una carta. Sentí que el aire no circulaba, todos estaban atentos a mi reacción. Silencio frívolo, un sobre corriente. Me miraban expectantes. Pensé que sería un mensaje de mis abuelos al cumplir los 40, pero mi cumpleaños fue hace dos meses. Tampoco recordaba una fecha especial ni nada que me haga pensar en algo familiar. Lo tomé y le pregunté:

– ¿Un sobre para mí? Pero no tiene destinatario…

-Pero tiene remitente… -dijeron todos. Lo di vuelta, miré y sí… Además de una pluma –como lacrando las uniones–, realmente tenía remitente. Me levanté de la silla y con fastidio les dije: – ¿Qué clase de broma es esta? ¡Un sobre con éste remitente! Desde anoche estoy preocupado y todo este show… ¿Por esto?

En eso la amiga de mi abuela – Leticia– se acercó, me tomó de los hombros y logró tranquilizarme,volví a sentarme y dijo que atienda lo que tenían para contarme. Don Jorge, tomando la palabra, dijo:

-Fuiste nuestro primer inquilino, estrenaste ese monoambiente y hace siete meses que no ha sido habitado por nadie. Un día, entre promociones, boletas de impuestos y facturas de gas, apareció este sobre; sin destinatario y con ese remitente. Pensamos que era una invitación de una despedida de soltero de alguno de tus amigos… Intentamos y no pudimos dar con vos. ¿Seguís soltero?, preguntó.

¿Qué clase de pregunta es esa?, ¿Qué clase de respuesta era necesaria ese día, en ese contexto, con tanta gente? ¿Un sacerdote…? Antes de entrar en pánico y respondiendo a mi silencio, el hombre de gris dice: –Escúchalo. En eso, Don Jorge me arrebata el sobre de mis manos, trata de abrirlo haciendo fuerzas y sin poder conseguirlo, dice:

-Lo raro de esta correspondencia es que Miranda me la trajo y pensé en tirarla no una, sino en varias oportunidades y… extraordinariamente siempre aparecía debajo de la carpeta. Entonces, pensé: “…no está dirigida a nadie, ¿por qué no lo abro?Quise hacerlo a lo ceremonial con el abre cartas, luego con la navaja, después con el cuchillo de acero artesanal de tu abuelo y finalmente con mis manos y nada. Nunca pude abrirla, ni siquiera logré despegar la pluma.

No recuerdo si había desayunado esa mañana pero sí que se me aflojaron las piernas. Continuaba sin saber el motivo de la abultada reunión. Tanta gente esperando una respuesta a la que estaba ajeno y ausente. El sobre seguía ahí y yo inmóvil sobre la silla que giraba, atento a los testimonios que cada uno contaba en su intento de abrirla y saber que contenía.

Mariela -la hija menor- confesó querer prenderle fuego con un encendedor…; el sacerdote dijo que él la mantuvo sumergida 48 horas en agua bendita y no se abrió…; Julieta quiso quemarle los bordes con un soplete de repostería y su marido Gabriel lo usó de blanco, sin que ninguna flecha de arquería logre perforarla; la hermana de Don Jorge, que tenía un rosario en sus manos, dijo que intentó escribir con birome, tinta y lápiz sin lograr un solo rayón sobre el papel.

El silencio inundó la oficina por segunda vez. Levanté la mirada y les pregunté:

-Y ustedes ¿qué quieren que haga? ¿Que lo abra? ¿No dicen, acaso, que es imposible?

Nadie emitió palabra alguna. Todos miraban esperando que haga algo. Era una locura lo que estaba pasando. Me levanté, fui al lado de Don Jorge y frente a todos, una vez más tomé el sobre, lo sujeté del borde inferior con la mano izquierda y lo di vuelta. Mi corazón latía galopante y mis pulmones estaban inmóviles –tanto– como los espectadores que habían formado una media luna de frente al escritorio. Con la mano derecha, sin hacer fuerza solté la pluma y el sobre se abrió.

Al mismo momento que se desplegaba el papel, se escuchó la caída de un rayo que cortó la luz del edificio. Gritos, suspiros, lloriqueos. Y cuando se activó el grupo electrógeno, el sobre había desaparecido misteriosamente de mis manos; sólo la pluma inerte caía sobre el escritorio.

No sé por qué, pero lo que sucedió esa mañana no fue más que una anécdota y me acuerdo que Don Jorge dijo: “Encontramos el destinatario, al fin…” Después de todo, la sorpresa se la llevaron ellos que señalaban ser imposible abrir ese sobre en cuyo interior no había nada. Aquel día dije eso y no tuve la valentía de revelar el mensaje que guardaba:

“No soy de pifiar, por favor quedate quieto. Cupido”

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