De pequeña no sonreía mucho. No es que no quisiera, es más bien que no lo sentía. A decir verdad, nunca aprecié fingir una sonrisa, tampoco aprecié jamás una sonrisa fingida. Es que, en mi opinión, dar una sonrisa es dar una muestra de afecto similar a un abrazo. Nadie disfruta un abrazo fingido, tampoco una sonrisa fingida.

Muy a mi pesar, esa extraña determinación que surgió en mi infancia, por no sonreír sin motivos, causo que se naturalizara en mí una cuasi macabra ausencia de expresión en el rostro. Aquello desagradaba entonces y desagrada aún ahora a las personas con las que me encuentro día a día. Desde mis padres, hasta mis profesores pasando por mis compañeros de bachillerato. A pesar de ser personas con muchas diferencias entre sí, tienen en común el desagrado por la inexpresión de mi rostro. Hacen de todo por evitarla, desde desviar la vista o mirar hacia otro lado cuando hablan conmigo hasta caminar mirando hacia el piso cuando se encuentran conmigo en el camino.

Todo eso me hace sentir muy mal, soy una persona muy perceptiva y percibo el rechazo de los otros hacia mí. Siempre es malo sentirse rechazado, pues, aunque les parezca un ser monstruoso, que nunca sonríe, soy humano. Y como tal, necesito ser aceptado por ellos, pero se alejan de mí. Hacen muecas de asco al verme o rezongan por lo bajo cuando ven que me acerco a ellos en los recreos. Me desprecian, lo sé, y lo peor de aquello es, que me están contagiando el desprecio por mi persona. Pues hoy, hace unos instantes, vi mi figura en el espejo, como lo hago todos los días. Pero hoy no fue como todos los días, hoy vi el azul pálido de mis ojos reflejados en los del alma detrás del cristal y dije para mis adentros “ahí está ese tipo”. Acto seguido me propiné a mí mismo la mueca de asco que muy a menudo que mis compañeros me dirigen.

Acto seguido comencé a llorar a cántaros. ¿Cómo pude pensar eso sobre mi persona?,¿Cómo puedo despreciarme justo yo?, el único ser que siente algún tipo de aprecio por mí. Apoyé mis manos sobre el cristal del espejo y me dije “ojalá sonrieras, ojalá pudieras sonreír”. Pero no puedo, no puedo sonreír sin motivos, y por más que me esfuerce no logro encontrar motivos en mi día a día que me hagan sonreír. Realmente quisiera sonreír como el resto de las personas, pero no puedo, hace años que no puedo. A decir verdad, no recuerdo la última vez que sonreí. Creo que tenía seis o siete años tal vez ocho, no lo sé con certeza.

Mis compañeros de bachillerato se ríen de eso, me llaman la inexpresiva, hacen muecas burlándose del silencio de mi rostro, cuando creen que yo no los observo. Un día, uno de los pocos valientes que se acercó a dirigirme la palabra me preguntó “¿Cómo puedes vivir sin sonreír?”. Y yo repliqué para mis adentros “¿Cómo podría vivir sonriendo viendo cómo es mi realidad?”. Hoy a la mañana recordé aquel encuentro con mi camarada del colegio y noté que ahí estaba el problema, en ver mi realidad. Veo mi realidad, y es una realidad que duele, y por eso no puedo reír.

Quisiera poder cambiarla, pero no puedo, quisiera que fuera distinta pero no lo es. Quisiera vivir en una realidad paralela, llena de fantasía, donde solo existan días felices, pero la realidad no me deja.

Pero estoy harto de eso, estoy decidido a sonreír, a dejar atrás toda esta vida de melancolía, de pesadez emocional, de una obligada tristeza, a partir de ahora seré un ser feliz. Y el primer paso para ello, es cambiar esta realidad inmunda en la que vivo, y la única manera que encuentro para cambiarla es dejarla de ver. Así que el primer paso es ya no verla ni un segundo más. Por eso es que estoy tomando el cúter de mi cartuchera del colegio. Lo voy a deslizar con suavidad por mis ojos, lo último que veré será la sangre cayendo sobre la mesada de mi habitación. Y luego ya no la veré más, y ya no quedará nada de esta realidad que me impida sonreír, más que un dolor tenue que pasará en breve. Ya nada será como antes, ahora todo será bonito, será una oscuridad llena de luz la que vean mis ojos ciegos.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS