​La mujer y la nieve

​La mujer y la nieve

Agustín Brito

13/07/2019

La mujer y la nieve

Sobre la mesa de pino se veía la huella de sus palmas marcadas, sus manos sudaban como nunca, por su nuca caía un hilo fino pero constante como un río helado de angustia. La mujer repasaba en su mente una y otra vez la urgencia que le atañía esa mañana, y se preguntaba para sus adentros… ¿Cómo seré capaz de salir de acá? De esta casa, de esta perfecta armonía, insoportable, pero armónica al fin. ¿Cómo podría ella atravesar esa húmeda arboleda de caobas y guanábanos? Ese bosque repleto de chicharras que sonaban como una sinfonía eterna de noche y de día y que eran la melodía de su vida desde pequeña.

En la casa, desde la muerte de su madre, casi nadie la visitaba salvo por la caravana almacén que frecuentaba a todos los habitantes del bosque para librarlos de viajar al pueblo en busca de provisiones. La última vez que alguien había pasado por allí era difícil de recordar para ella. Cuando una persona pasa mucho tiempo sin salir al exterior entra como en un sueño, en el que el hilo de las cosas, el orden de los años y de los mundos, pierde continuidad y la existencia se vuelve un mantra circular en el que todo se repite una y otra vez hasta confundirse con lo demás. Esto es precisamente lo que se estaba por romper esa mañana, este hechizo en su mente, esta prisión de pensamientos inhabilitantes y paralizadores.

La casa era una cabaña amplia, elevada de la superficie para combatir la humedad del suelo, sus paredes y columnas de madera la convertían en un lugar rustico pero elegante a la vez, sobre la repisa de un hogar descansaban las fotos de ella y su madre y los recuerdos de los viajes de ambas. Bueno, aunque ella sólo había viajado una vez a Bariloche y amaba su más preciado souvenir, esa esfera que al agitarla uno puede ver cómo nieva sobre todo el centro cívico de la ciudad. Luego la sala, el lugar donde más tiempo la mujer pasaba, se completaba con cajas llenas de rompecabezas, y otros juegos de encastre, que eran su afición preferida.

Su vida era una vida vacía hasta que, hacía dos días, ocurrió algo inesperado. Algo que cambió el curso del destino. Esa posibilidad que le daba la existencia para torcer su maldición (si, su educación y profunda fe religiosa no la dejaban ver que lo que ella padecía era una afección, una enfermedad, sino que creía estar maldita). El cartero arribó a su cabaña pasado el mediodía, golpeó dos veces hasta que ella tímidamente corrió el pasador y destrabó el vidrio esmerilado que cubre la pequeña ventana incrustada en la puerta de entrada.

—¿Tiene usted correspondencia para mí? —Preguntó ella.

—Si, señora, es una carta particular. ¿Quiere usted recibirla?

—Absolutamente. —contestó.

Cerró nuevamente la ventana y se sentó en la silla del comedor, luego de pasar por una mesa pequeña donde descansa el teléfono, que prácticamente nunca sonaba, y recoger el abrecartas. Giro suavemente la carta en su mano y leyó el remitente, era de parte de un hombre de apellido Reyna Landi de la ciudad de Bariloche. Mientras leía el contenido de aquella correspondencia su cara se iluminaba, reía, su hastío parecía desaparecer, hasta que la realidad la golpeó con la fuerza de los hetairoi en plena avanzada y la devolvió de un sopapo a su desazón. Casi veinte años después de haber conocido al único hombre de su vida, este aparecía diciendo que estaba en el pueblo y que la invitaba a encontrarse con él dentro de dos días, a la hora del almuerzo en el restaurante del hotel Provincial.

Aquí nos encontramos hoy, con la mujer, ante la ocasión de ser y no sólo existir, de protagonizar el hecho más trascendente de toda su patética vida, y nos encontramos también ante sus temores, ante la cadena que le sujetaba el alma y no la soltaba, ante el desasosiego más hondo y oscuro.

De pie, en el centro de la sala, pensó en recurrir a una fuerza emotiva y empezó a revisar fotos de su viaje al sur, y la única foto que tenía con aquel hombre que hoy la esperaba. Comenzó a experimentar los recuerdos de aquellos días en Bariloche, había sido increíblemente feliz, tan impensado para quien era hoy, tan lejano, tan ideal, tan quimérico que asustaba. El sólo hecho de poner un pie fuera de la cabaña la aterrorizaba aún más, así fue que cayó al suelo y empezó a arrastrarse hasta la puerta, no había avanzado más de un metro que estalló en llanto, y retrocedió hasta el lugar desde donde había partido. Se sentó en cuclillas y trató de aclarar su mente, y empezó a reprender a los demonios que ella creía que la acechaban, intentó recobrar el aliento, volver a pensar en ese hombre con el que había sido tan feliz y que inexplicablemente hoy la estaba esperando para almorzar en el hotel del pueblo. Es que el amor simplemente sucede, es un enigma que nunca nadie desentrañará. Otra vez, volvió a sentirse capaz, la fuerza de ese amor la empujaba hasta que elevó la vista y al divisar la puerta todo el pánico descendió sobre su mente nuevamente, nublándola por completo. En ese instante la mujer supo que nunca iba a salir de la cabaña, que jamás volvería a amar, que aquel hombre nunca comprendería el porque ella no acudió al encuentro. Sus pensamientos empezaron a confundirse cada vez más, sus llantos eran ahora agonías infernales y una certeza se adueño de su juicio: vivir así no es vivir. En absoluta crisis nerviosa, tomó un cuchillo, el más afilado que tenía y sentada frente al hogar agarró entre sus manos el souvenir de su viaje por la ciudad donde había conocido a su único amor. Lo agitó y vio nevar por última vez, ya lista para ponerle fin a tanto dolor. Tomó el cuchillo en su mano derecha, mientras sostenía en la otra aquel recuerdo de felicidad inabarcable, y antes de hundir el metal en la carne, la mujer estrelló la bola de cristal contra la pared.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS