​Miradas parciales

​Miradas parciales

Miguel Ruiz

10/07/2019

Yo crecí ahí, dentro de esa casa, ¿sabe? Mamá me enseñó todo lo que sé. Por suerte teníamos algunos libros en una estantería que estaba en la pared sin ventana. Bueno, no es que la ventana que había fuera grande, no lo era, aunque permitía pasar la luz del sol por entre los barrotes oxidados. Perdón, estaba hablando de los libros. Eran algunos clásicos de la literatura —así les llamaba mamá a los libros de cuentos— y una enciclopedia de diez tomos. En ella aprendí que Napoleón estaba loco y que tenía problemas en el bazo, también que Juana de arco estaba loca y tenía muy mal carácter, a pesar de su devoción al Señor. Mamá tenía una forma de contarme las historias…, ponía tanto entusiasmo que me hacía ver las escenas. Así, las paredes de nuestra casa se fueron transformando en pantallas de cine —sí, también me enseñó sobre la historia del cine, eso estaba en el tomo siete—. Así que cuando todo eso empezó a perder colorido, quise saber qué había más allá de la puerta por la que Marcos nos traía comida dos veces al día. Marcos era un hombre gigante, fornido, con cara de bueno y ojos muy azules. Vestía siempre igual: pantalón verde y remera blanca, ajustada a sus enormes músculos. Recuerdo que cuando era pequeño me daba muchísimo miedo. Abría la puerta de golpe y nos tiraba al piso una bandeja con dos platos y una hogaza de pan, casi siempre duro. A medida que el tiempo pasó fue suavizando su rigidez, nos dijo su nombre y nos daba la bandeja con amabilidad. Y el pan era fresco, recién horneado, y lo traía escondido en una servilleta para que nadie supiera. Recuerdo que se agachaba y me susurraba algún chiste o me decía que hiciera caso a mi madre y me portara bien. Es un buen hombre.

Venía a buscar a mi mamá y se la llevaban un rato largo, ella ayudaba a los amigos de Marcos con unos deberes que les habían encargado, algo similar a lo que hacía conmigo, eso me dijo. Se reunían en unos galpones que estaban en el jardín de esa casa. Porque la casa en la que yo vivía estaba metida adentro de otra casa mucho más grande que yo no había visto nunca. Trataba de imaginar eso. Lo único que tenía para saciar mi curiosidad era el ojo de la cerradura. Cuando mamá se iba, aprovechaba para husmear por el pequeño orificio. No había mucho que ver: una pared del mismo color que las nuestras, sólo que esta tenía una franja horizontal que se perdía a derecha e izquierda, la luz era artificial, no como la del sol. ¡Ah!, sí, a la izquierda se veía un escritorio, parecido a este, y un hombre sentado detrás de él. A veces se paseaba por delante de la puerta. A la altura de mi vista sólo podía ver un gran cinturón de cuero negro y una pistola de su lado derecho. Las armas siempre me dieron miedo, sobre todo cuando están fuera de su estuche, ese, que llevan atado de los cinturones los hombres. Porque eran varios; se iba uno y venía otro. Y cuando volvía mamá yo nunca podía ver quién abría la puerta. Me gritaban de afuera que me sentara en la cama y me quedara quieto. La cama estaba lejos de la puerta y puesta de costado, así que nunca podía ver quién estaba parado allí. Sólo oía una voz ronca y firme que le ordenaba a mi madre que entrara y no se diera vuelta hasta que la puerta estuviera cerrada.

Lo único que no me gustaba mucho eran los baños. Una vez por semana traían una tina grande, que parecía una olla de brujas, ¿sabe? Y el agua no estaba caliente. Me daba muchísimo frío el baño, aunque nunca me quejé porque mamá se bañaba después de mí y ella temblaba mucho más y no se quejaba. Después, todo lo demás era bueno: la comida, el pan que nos daba Marcos, las historias de mi mamá, los libros que leía… No le dije que me mamá también me enseñó a leer. Entonces, algunos días, mientras ella se iba a enseñar a los amigos de Marcos, leía, y otros, miraba por la cerradura.

Uno de esos días, vino otro señor a hablar con el del escritorio, solo que este tenía toda su ropa verde, no como los hombres, no como Marcos. Este señor era muy malo, y los otros señores le tenían miedo. Llegaba y se paraban de golpe y quedaban duros, contra la pared, escuchando como el señor de verde les gritaba cosas. Parecía como cuando mamá se enojaba conmigo por haber hecho alguna travesura, mi favorita era esconderme detrás la puerta cuando volvía de sus clases para que no me vieran. Mamá se ponía furiosa, me agarraba de los brazos y me sacudía mientras me regañaba, “¿sabés lo que te puede pasar?” me decía, y entonces empezaba a llorar y me abrazaba fuerte, muy fuerte. Yo no sabía lo que me podía pasar, y disfrutaba mucho de los abrazos de mi mamá, aunque no entendía por qué lloraba. Otro día que vino ese señor malo, uno de los hombres golpeó mi puerta, dijo algo que no entendí y se fue. Al rato, Marcos abrió la puerta y me dijo que esperara unos minutos y luego abriera, que no iba a cerrar con llave. No entendí nada. Después de eso, silencio, un silencio que nunca había oído antes. Nada de nada.

Y mamá no volvía; nadie vino a traerla. Me quedé dormido esperando. Hasta que me despertó un estruendo, seguido por otro y otro. Un olor raro venía de afuera. Me dio curiosidad, pero no quería abrir la puerta. Mamá siempre me decía que nunca, bajo ningún concepto —así decía—, abriera la puerta. Y me hacía jurar por lo que más quería. Pero Marcos también era bueno, mamá misma me dijo que en él se podía confiar, que no nos iba a hacer daño. Así que ahí estaba yo, tratando de decidir si abrir o no. Miré de nuevo por la cerradura y no había ningún hombre de ningún color allí afuera. Había, eso sí, algo distinto, como una luz que venía desde la izquierda que antes no estaba.

No aguanté más y abrí la puerta. No había nadie, de verdad. Llamé a Marcos a los gritos y nada. Parecía que se habían ido todos. Fui hacia donde venía la luz y encontré una escalera que subía. Llegué al final y había otra puerta abierta y una casa mucho más grande que la mía, con paredes blancas y techo alto, pero no estaba mamá, ni Marcos, ni ningún otro hombre. El lugar tenía unas ventanas enormes con cortinas blancas en vez de barrotes oxidados. Y en el medio de la habitación había una escalera que bajaba hasta dar a una puerta de madera grande. Cuando llegué a ella, miré por el ojo de la cerradura y quedé deslumbrado. Del otro lado había muchos colores, principalmente, verde, parecido al de la ropa del hombre malo. Muchos árboles, mucho pasto, y un camino que se perdía a lo lejos. Me quedé mirando, a la derecha y a la izquierda. Aquello parecía un prado infinito. A la derecha logré ver otras casas; nunca había visto una casa de verdad por fuera, siempre había visto fotos, en los libros, ¿sabe? Eran unos cubos grandes ygrises, con unas puertas enormes, pero no tenían ventanas, y los techos eran redondos. De uno de ellos salía humo, pensé en una foto de uno de los libros de cuentos que tenía en el estante, la chimenea de la casa de los tres osos que vio Ricitos de Oro. A la izquierda se veían montañas a lo lejos, eran azules y grises y las nubes se apoyaban en sus cimas. Cuando volví la mirada al centro, por el camino, los vi venir a ustedes, en sus camiones, y ahora estamos acá, en esta otra casa, con este nuevo escritorio.

¿Sabe dónde está mi mamá? ¿Sabe algo de Marcos? Tengo que volver a mi casa antes que sea oscuro y ya no entre luz por las ventanas, porque entonces mi mamá me cuenta una historia para dormir. ¿Cree que si me llevan ahora lleguemos antes de eso? ¿Por qué sus ropas son azules y no verdes, como las de Marcos?

¿Señor? ¿Por qué no me contesta?

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