Las tardes de tormenta.

Las tardes de tormenta.

Silvia Useros

09/07/2019

Cuando era pequeño, con unos seis o siete años, había veces que mis padres me dejaban solo en casa por unas horas. La mayoría de las veces, resultaba motivo de alegría y jolgorio. Disfrutaba de una sensación de inusitada libertad y pese a mi corta edad, saboreaba esos momentos como quien gana una batalla y se proclama vencedor de una historia épica.

Primero, veía como mis padres preparaban el carro de la compra y las bolsas, yo, mientras tanto, me quedaba en el sillón muy quieto, mirando la tele y haciendo como que no me enteraba de nada. En realidad, por dentro estaba saltando de emoción contenida y contaba los segundos para que se marchasen.

Después, como de costumbre, mi madre me preparaba la merienda y me decía que iban a hacer la compra y volvían en una hora. Ni un minuto más, ni un minuto menos. Tenía toda una hora de diversión, para subir la tele al volumen que yo quisiera, explorar la casa, mirar en cajones donde normalmente me tenían prohibido mirar. Era un explorador nato. Me sentía como quién recorre la Comarca y el universo Tolkien.

Sin embargo, estaban también “las otras veces”, las tardes de tormenta.

En las tardes de tormenta veía partir a mis padres con ansiedad. Ni siquiera la tele ni el calor de las luces apaciguaba mi miedo.

Esas veces, me despedía de mis padres en la puerta, agarrando a mi madre por la manga. Ella me decía que me terminara la merienda y que me fuera a ver la película. Una vez se cerraba la puerta, iba corriendo al salón y me hacía un ovillo en el sofá. Entonces, a consecuencia de la tormenta, se solía ir la luz y se quedaba todo el barrio, toda la finca y mi casa, en la más completa oscuridad.

En el instante en que se iba la luz, sentía como se me erizaban los pelos de la nuca y mi mirada siempre se dirigía hacía el mismo punto, la entrada del salón, donde percibía algo difícil de explicar incluso hoy día.

Con el corazón en la boca, agarraba la manta y reunía fuerza para dirigirme hacía la puerta con la intención de alcanzar la cocina y hacerme con una linterna que teníamos en casa para esas situaciones.

Al asomarme por la puerta siempre encontraba la misma imagen: al final del pasillo se podía ver, con la poca claridad de los relámpagos, una silueta poco definida de lo que sería una persona de unos dos metros de alto. Esa sombra, parada y sin emitir ningún sonido, parecía percatarse perfectamente de mi presencia en el mismo instante en que yo la miraba. Quizás desde antes. No lo sé. Entonces, avanzaba lentamente a través de la casa, con la firme intención de llegar hasta el salón, donde yo me encontraba.

Recuerdo que al principio pensaba que era una ilusión del juego de luces, pese a mi imaginación de niño, sabía que las sombras podían engañar a los sentidos y hacer creer ver cosas que realmente no eran tales. Sin embargo, esta sombra de dimensiones dantescas se movía como levitando por el suelo. Era imposible verle los pies y sin embargo, la sombra permanecía constante en dimensiones e intensidad, fluctuando por el pasillo. Además, la sombra tenía cierta consistencia y era imposible mirar a través de ella, lo cual, realmente, la alejaba completamente de mi idea de imaginación.

Para cuando esa sombra había llegado a la altura de la cocina, yo corría a la ventana y me escondía detrás de las cortinas. Tapado con la manta verde que me había regalado mi abuela por mi cumpleaños, me cubría los ojos con las manos y de vez en cuando, miraba por la ventana, esperando ver el coche de mis padres acercarse.

Cuando la sombra había alcanzado mi escondite, se quedaba quieta a mi altura, en silencio. Entonces, yo miraba al exterior, horrorizado por esa presencia, y de repente, veía cómo algunas ventanas empezaban a iluminarse como velas en un mar de oscuridad. En esos instantes, la sombra comenzaba a alejarse lentamente, retrocediendo.

Yo, sin embargo, permanecía en mi escondite secreto hasta que oía las llaves de mis padres. Entonces corría al sillón, helado por el contacto del suelo, e intentaba recuperar el aliento.

Nunca le conté nada a mis padres sobre la sombra que había en las tardes de tormenta, sin pies ni ojos, ni boca definida. Tampoco les conté cómo me seguía hasta la ventana, con intenciones desconocidas, pero con una obsesiva persistencia en observarme.

Mi madre siempre me preguntaba:

— ¿ Qué tal la película, cariño? — y me daba un beso en la mejilla, al tiempo que yo le respondía bajito. muy bajito:

— Muy bien, mamá. Muy bien.

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