El lugar no había cambiado mucho desde la última vez que fui con ella. Al entrar seguían allí las mismas mesas de madera a lado y lado, casi puestas al azar con sus diminutas velas de gas en el centro a las que pocas personas prestaban verdadera atención más que para encender un cigarrillo o jugar a prender las puntas de las servilletas usadas. Tomé el pasillo a la izquierda que llevaba al fondo del lugar. Tropecé más de una vez con agitados meseros que salían de la cocina y llevaban consigo grandes bandejas con pizzas. Finalmente, al final del pasillo, di con ese pequeño patio. Aquí y allá las mismas mesitas de madera, pero esta vez con parasoles, o más bien, paranoches, pues hacían casi imposible la labor de ver las estrellas. La chimenea en uno de los costados continuaba encendida y, allí, justo al lado, estaba nuestra mesa. Un extraño corrientazo recorrió mi espalda y no pude evitar la nostalgia. ¡Cuán extraño era aproximarme por primera vez solo a aquella mesa!

Como de costumbre llegué primero. La puntualidad nunca fue una de tus cualidades y, por desgracia, para mí siempre fue una regla. “Tal vez no habías cambiado demasiado”, pensé. Un mesero se acercó y me entregó la carta con el menú. Debo admitirlo, le pregunté por John.

– No señor, no lo conozco.
– ¿Hace cuánto trabaja usted aquí? – volví a preguntar
– Más de un año – respondió sin siquiera mirarme, pues lo llamaban de la mesa contigua. Se alejó a atenderla y me dejó allí solo con mis divagaciones.

Claro, no debía extrañarme que en dos años hubieran cambiado a los meseros del lugar pero, aún así, algo dentro de mí se resignaba a aceptar que las cosas habían cambiado de algún modo. Volvió ese nuevo mesero y se plantó a mi lado esperando la orden. Su simple presencia me fastidiaba, pues me recordaba el paso del tiempo, la línea divisoria entre el pasado y el presente.

– Una Coca-Cola – dije de mala gana.
– ¿Eso es todo señor? – preguntó irritado. Sólo faltó que me dijera “eso lo puede comprar en una tienda”
– Estoy esperando a alguien – respondí clavándole los ojos.

Y el mesero, ofendido, se perdió en el pasillo que llevaba de nuevo dentro del lugar. Yo lo seguí con la mirada y mis ojos se detuvieron justo allí, al final de ese pasillo, por donde tú debías aparecer minutos después. No pude evitar preguntarme en qué andarías, qué habías hecho a lo largo de estos años, si tenías novio, si te habías casado o seguías soltera, y claro, no podía faltar esa pregunta que durante esos dos largos años me seguía carcomiendo por dentro aún en contra de mi voluntad: ¿te habías vuelto a enamorar?

De pronto apareciste. Sabías exactamente hacia dónde dirigir la mirada, sabías dónde encontrarme. Me miraste fijamente a los ojos. Te detuviste (si hubiera estado caminando, yo también me hubiera detenido). Te sonreí, o al menos eso creo. Te encaminaste lentamente hacia la mesa, nuestra mesa. Llevabas el pelo recogido en cola de caballo, unos jeans ajustados, esos tenis rojos que poco te quitabas, una camisa blanca que se ceñía perfectamente a tu cuerpo, y una chaqueta azul que me era familiar. Tu manera de caminar también se ajustaba perfectamente a mi recuerdo… de pasos cortos y pausados.

– Esos tenis y esa chaqueta me son familiares – dije apenas te acercaste a la mesa.
– Fue de aposta – me respondiste con una gran sonrisa llena de picardía, esa misma que me enamoró más de una vez.
– Pero además de eso sigues igualita – apunté a decir mientras me zampabas un beso en la mejilla. El contacto con tu piel me estremeció.
– Tú tampoco es que hayas cambiado mucho – dijiste y te sentaste en la silla vacía frente a mí.

Tomaste en tus manos la carta que aún descansaba sobre la mesa.

– ¿Ya pediste? – preguntaste ojeando la carta y pasando rápidamente las hojas.
– Sólo una Coca-Cola, pero parece que el mesero no tiene la más mínima intención de traérmela – respondí casi mecánicamente, pues me encontraba absorto mirando cada uno de tus movimientos.
– ¿Y es que ya no está John? – preguntaste mientras te detenías a detallar una de las páginas.
– No, ya pregunté por él y ni siquiera lo conocen.
– Ay, que mal – atinaste a decir como si no fuera contigo – Bueno, ¿qué pedimos?

Levantaste la mirada de la carta y te encontraste con la mía que en ningún momento se había separado de ti. Al parecer te sorprendiste, pues sonreíste con cierta timidez. Te sostuve la mirada con cierta complicidad.

– Ay, no me digas, ¿sigues comiendo pizza de carnes? – preguntaste entre risitas.
– Ajá – y me alivió inmensamente que aún lo recordarás.
– Dios mío, hay personas que nunca cambian – y volviste a sumirte en la carta – Bueno, entonces pidamos…
– La española – dije anticipándote.

Volviste a quitar la mirada de la carta para dedicarla a mí, pero esta vez no reíste. Acababas de descubrir lo que en un principio preferiste evitar. Tenías enfrente a tu primer amor, a esa persona que amaste por casi dos años y por la que diste y dejaste todo.

– Yo sé, es raro – dije, esta vez anticipándome a tus pensamientos.

El mesero regresó antes de que el silencio ocupara el espacio de tus palabras. Puso el vaso y la lata de Coca-Cola frente a mí disimulando el desagrado que yo le producía.

– Tráiganos una española mediana y otra Coca-Cola, por favor – dije. El mesero asintió y se retiró – También sigo sabiendo que solo tomas Coca-Cola cuando comes pizza – y volví a encontrarme con tus ojos.
– Por lo visto es muy cierto que no he cambiado – dijiste muy seria, como ensimismada en tus propias reflexiones.

Nos quedamos en silencio, ese mismo silencio que tiempo atrás dedicábamos a besarnos, abrazarnos o dedicarnos largas miradas. Aún así, esta vez el silencio no nos era molesto, no era incómodo… al parecer esa reafirmación de que seguíamos siendo los mismos nos permitía disfrutarlo. Me puse a contemplar el fuego en la chimenea y me pregunté si sería cierto aquel dicho que afirma que donde hubo fuego cenizas quedan.

– Cuéntame de tu vida, ¿cómo te ha ido en España? – preguntaste.
– Bien hermosa – al oír esta última palabra sonreíste – el posgrado es muy exigente y como tengo que trabajar durante el día para mantenerme, casi no tengo tiempo para estudiar.
– Ay, pero si a ti siempre te va bien – dijiste entre risas – no me digas que ya no eres ñoño.
– Sí, hermosa, sí me va bien – dije acompañando tu risa – pero igual es pesado.
– De todas formas ya casi terminas… ¿qué vas a hacer después? ¿Te vas a quedar allá? – preguntaste y no pudiste ocultar la tensión en tu voz. Alguna parte de ti no quería saber la respuesta pero, como siempre, no podías seguir en el limbo, tenías que saberlo todo, fuera lo que fuera.
– Sí hermosa, es muy posible que me quede – la expresión en tu rostro se contrajo – Me ha gustado mucho la vida allá y hay mejores ofertas de trabajo.

Te sumiste en el silencio y fijaste la mirada en el fuego de la chimenea que nos servía de testigo. No sabía con certeza, pero supuse que algo dentro de ti deseaba inmensamente que me quedara contigo, a tu lado por siempre, como alguna vez lo habíamos soñado. Pensar que ese sueño continuaba vivo en ti de alguna manera me llenó de emoción, de una felicidad inmensa, pues tal vez, solo tal vez, no había sido yo el único que había soñado durante tu ausencia.

– ¿Y a ti cómo te ha ido? – pregunté.
– Bien – y te dedicaste a jugar haciendo figuritas con la servilleta – trabajando en la Cancillería, no sé si te conté.
– No, no sabía… eso fue lo que siempre quisiste, ¿no? – pregunté acompañándote en tu nostalgia. Busqué tus ojos, para lo cual tuve que bajar un poco la cabeza hasta casi apoyarla sobre la mesa.
– Sí… pues no con trabajar ahí sino con ser la…
– Canciller – y de nuevo te me adelantaba. Ambos reímos… volvías a reír.
– Sí, y lo voy a lograr, vas a ver – dijiste casi retándome.
– Nunca lo he dudado hermosa.

Y recordé cuando gritabas “¡Esa voy a ser yo!” o “¡Yo quiero ser como ella!” cuando pasaban por el noticiero cualquier noticia de Carolina Barco, en ese entonces Canciller del país y que, por cierto, fue y hasta hoy ha sido el único nombre que conozco de todas las personas que han ocupado ese cargo en Colombia. Bien sabes que, a pesar de ser comunicador social, poco o nada me ha interesado la política… mi mundo se encuentra en los libros, en el pasado de esas personas que tú admiras en el presente. Una ola de satisfacción me llenó al ver que estabas cerca de cumplir tu sueño, ese mismo sueño que yo también amé, como amé todo lo tuyo.

El mesero volvió con la orden. Puso la pizza en el centro de la mesa y con un cubierto y una agilidad impresionante puso primero en tu plato y luego en el mío un pedazo grande de pizza. Luego, puso el vaso y la lata de Coca-Cola al lado de tu plato y se retiró. Volvimos a quedar los dos solos. Dedicaste toda tu atención a la comida que tenías enfrente y te dispusiste a cortar un pedazo.

– Uy, se me había olvidado que esto era tan delicioso – dijiste cuando te llevaste un bocado a la boca.
– ¿No habías vuelto? – te pregunté desconcertado.
– No, no era capaz – afirmaste sin siquiera mirarme, sumida aún en ese pedazo de pizza al que de repente me descubrí celando.

¿No fuiste capaz de volver durante mi ausencia? Un silencioso grito de júbilo retumbó en mi interior. No pude evitar liberar mis pensamientos que se debatían enloquecidos. Tal vez aún me querías, tal vez nunca me dejaste del todo, tal vez siempre estuvimos juntos y esa separación fue tan solo una etapa más de lo nuestro. ¿Y me lo decías de esa manera, como si no hubiera que darle mucha importancia?

– ¿Por qué? – dije sin siquiera probar mi comida.

Fijaste en mí esa mirada que hace un instante me había sido esquiva.

– Porque me acordaba a ti – respondiste aún con la mirada fija.

¿Y eso era malo? Y esa frase en pasado ¿qué significaba? El corazón estaba a punto de darme un vuelco y tú ni siquiera lo notabas o, quizá, no deseabas hacerlo. Entonces me di cuenta de que no podía seguir evadiendo la pregunta, esa misma que durante tanto tiempo me había atormentado… había llegado la hora de liberarme o apuñalarme.

– ¿Has estado con alguien durante este tiempo? – creo que notaste el temblor en mi voz y te olvidaste por fin de la comida en la que te hallabas tan embebida.
– Sí – respondiste con la mirada perdida de nuevo en el fuego de la chimenea.

¿Y esa era tu respuesta? ¿Un simple sí? La puñalada entró limpia y seca al corazón. Un sí y dos años de sueño se iban de repente al piso.

– ¿Quieres saber con quién? – preguntaste. ¡Por fin algo de compasión de tu parte!

Asentí.

– Bueno, luego de que te fuiste estuve con un niño que se llama Alejandro. Al principio las cosas iban bien y me alcancé a tragar, pero él se equivocó mucho conmigo. Yo lo supe perdonar, pero me desenamoré y no pude seguir correspondiéndole.
– ¿Te desenamoraste? Eso quiere decir que te enamoraste – ya no pude contenerme más. Lo que pensaras poco me importaba, sólo necesitaba saber.
– Sí, sí me enamoré – sentenciaste y pude ver un cierto regocijo en tus ojos al percibir cómo yo me retorcía por dentro – Pero no lo amé. Enamorarse es fácil, amar no.

La abrupta puñalada quiso retroceder para dar paso de nuevo a la esperanza, pero en un instante te encargaste de reacomodarla y fijarla en el fondo de mi alma.

– Ahora estoy con otra persona, se llama Esteban – continuaste.

Por un momento quise llorar, gritar o correr, pero la razón, esa que en los más inciertos momentos tiende a poseerme, me detuvo. ¿Acaso yo te seguía amando? No, ya no te amaba, ya no te necesitaba, pero me seguía gustando soñarte, vivirte y sentirte mía en los recuerdos… y te seguía amando allí, solo en ese momento ausente de tiempo, suspendido en un presente que más bien parecía haber sucedido dos años atrás.

– Hace ocho meses estoy con él.
– ¿Lo amas? – pregunté sin dar rodeos. ¡Ya qué importaba! Era ahora o nunca.
– No – respondiste de igual forma.
– ¿Cómo no? Llevas ocho meses – dije al borde de la desesperación. Tus respuestas monosilábicas me eran casi insoportables.
– No, pero a veces es suficiente con que las cosas funcionen. Amar de poco sirve, tú sabes que el amor no siempre es suficiente.

Me sorprendió tu actitud, tu desesperanza, tu desinterés por el amor. No podía evitar recordarte ilusionada, viviendo y alimentándote solo de aquello que mi amor te proporcionaba tiempo atrás. ¡Pero qué más daba! Finalmente tenía la respuesta a mi pregunta: ¡no te habías enamorado! La satisfacción me devolvió el alma al cuerpo y esa puñalada de repente pareció doler menos. Entonces caí en cuenta de la comida que tenía servida en mi plato y me dediqué a comer con ganas.

– ¿Y tú?
– ¿Uhmm? – pregunté. Estaba tan embebido satisfaciendo mi repentino apetito que casi no te había oído y tuve que hacer un gran esfuerzo para hablar – No, no me he enamorado tampoco. Estuve con un par de personas en España, pero siempre terminaba sintiéndome vacío.

Pude ver un fugaz centelleo en tus ojos. No habías soñado sola.

– ¿Estás solo entonces? – una parte de ti necesitaba esa reafirmación.
– No hermosa – respondí. Dejaste a medio camino ese gran pedazo de pizza que segundos antes te llevabas a la boca con ganas.
– ¿Cómo así? – preguntaste desconcertada.
– Estoy casado con el pasado – dejaste el tenedor con todo y pizza sobre el plato aún sin entender – Desde que te conocí nunca más he estado solo. Después de haber amado ya no se puede estar solo… sigues estando en mí. Desde que me fui no he dejado de buscarte en cada cosa que se me cruza por el camino, en cada persona, en cada canción… – dije dejando salir por fin mi confesión, esa misma que había sido autorizada minutos antes al comprobar que yo seguía siendo el único.

Te quedaste quieta, con la mirada fija en mí. Por primera vez el silencio me pareció eterno y la ausencia de movimientos lo hacía casi insoportable. “¡Háblame! ¡Dime algo por favor!”. Los pensamientos iban y venían fugaces contradiciendo tu quietud. Por fin diste señales de vida, bajaste los ojos y respiraste profundo. Esta vez yo te había apuñalado.

De repente, y en contra de todas mis expectativas, te paraste. “¡No te vayas! ¡No me dejes así! Retiro todo lo dicho si eso deseas” pensé. Sin embargo, cogiste tu silla y la acercaste hasta situarla al lado de la mía. No supe qué hacer, cómo reaccionar, así que opté por mantener la quietud y seguirte solo con la mirada. Te acomodaste de nuevo en la silla y continuaste callada. Tomaste mis manos entre las tuyas y las apretaste con suavidad, respirando profundo, siempre profundo. Fijaste tus ojos en mí y te encontraste con los míos de nuevo. Acercaste muy despacio tu cara a la mía y apoyaste tu frente en mi frente. ¡Estabas tan cerca! Los nervios inundaron mi cuerpo y empecé a temblar. Tu respiración se volvió entrecortada… podía notar el miedo en tu mirada.

– ¿Qué… – atiné a decir antes de que tu dedo índice se posara en mis labios. ¡No podía soportar más el silencio! Miles de pensamientos contradictorios se cruzaban por mi mente y tu pasividad me asfixiaba.
– Me voy a casar la próxima semana – dijiste.

Antes de quedarme sin aliento, me besaste. Un beso largo y lento. Tu lengua se pasaba de aquí a allá como reconociendo aquello que le fue suyo y que, en su ausencia, no había dejado de serlo. Por fin estabas en mis brazos, volvías a ser tan mía, y ¡eras tan ajena! Te rodeé la cintura con mis brazos y contuve el llanto.

Te separaste un poco de mí y recuperaste el aliento. Yo continuaba conteniendo la respiración para no llorar. No volviste a mirarme… fijaste la mirada en el piso.

– Divórciate del pasado – sentenciaste mientras te levantabas y atinabas un beso en mi frente – Debes estar solo.

Entonces te fuiste sin decir más, sin volver la mirada atrás. Caminaste con pasos largos y rápidos desligando tu imagen de mi recuerdo. Desapareciste por ese pasillo que horas antes había sido motivo de tantas ilusiones. Partiste y… me dejaste solo, solo en la que ahora era solo mesa. Pagué la cuenta solo y, aún conteniendo las lágrimas, también yo desaparecí solo por ese pasillo.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS