El hombre del sombrero calado

El hombre del sombrero calado

Serafín Cruz

14/06/2019

EL HOMBRE DEL SOMBRERO CALADO

Me encontraba en el castillo de proa viendo, por primera vez en mi vida, tierra africana. El contramaestre, firme y erguido, no apartaba la vista del puente de mando esperando la orden de uno de los dos capitanes, el de pesca o el de costa, para lanzar el tirador. Yo, salvo en alguna que otra película, no había visto antes gente de raza negra… aquel puerto estaba colapsado de ellas. Mi distracción era tanta que no oí al contramaestre cuando me pidió que me apartara para que no invadiera el espacio que necesitaba para poder obtener cierto éxito al lanzar el tirador, pero me sacó de mi ensimismamiento Julián, un viejo y rudo marinero, que me dio un seco empujón y permitió al contramaestre llevar a cabo su cometido. La bola del tirador, un trozo de plomo recubierto con un grueso hilo con el que se hacía un trenzado nudo que solo los más experimentados marineros sabían hacer, superó con creces la distancia a cubrir y varios de los hombres que había en el muelle, más de los necesarios, se agruparon y comenzaron a cobrar del cabo del tirador para que, en un escaso minuto, estuviese la estacha de proa fijada al noray y, poco después, quedara el barco atracado y amarrado al muelle por su costado de estribor. “¡Bambino, bambino!”, me gritaba algún que otro mirándome y sonriendo abiertamente. Los marineros que, como el contramaestre y yo, habían estado encargados del atraque en la parte de proa, aprobaban aquellas palabras que yo desconocía.

Bambino… niño —me aclaró Julián.

El filo del muelle se convirtió, sin percatarme de cómo había ocurrido, en un mercado de madera, donde muchos exponían mesas talladas, así como familias de elefantes, ciervos y un sinfín de bellas piezas de decoración, en las que no faltaba el marfil en una venta marcada por el regateo.

Antes de bajar a la cubierta noté que mi nariz se negaba a respirar el enrarecido aire que invadía la dársena; sentí que respiraba un aire tan denso como la miel, tal vez debido a los dieciséis días que había estado respirando el límpido y despejado aire marino tras la larga y tediosa navegación.

El barco, el Costa Luz, era un pesquero de los denominados “clásicos” y había sido construido en los astilleros de Huelva. En los doce años que tenía de vida solo había faenado en aguas de Marruecos, por lo que, al igual que yo, era su primera llegada a Ponte Noire, República del Congo. Creo que nunca antes tuvo el mencionado barco tanta gente a bordo. El contramaestre, un viejo lobo de mar y conocedor de la zona, había ordenado a un par de marineros cerrar con candado los pañoles y las entradas de acceso al interior del barco. Sendos capitanes recibieron numerosas visitas de diversas autoridades que, como siempre, debían de dejar constancia en cada atraque de cada barco, asimismo, la diferencia de visitas entre los barcos cargueros y los de pesca era notoria. Entre las autoridades portuarias que se esperaban figuraban Sanidad, Marina, Puerto, Salvamento y Seguridad Marítima, pero resultaba labor imposible para los capitanes desembarazarse de los policías que, sin razón alguna, acudían al barco exigiendo algún documento que ya anteriormente se había entregado. Y peor aún lo pasaban el cocinero y su ayudante, al que todos llamaban con el argot marinero “cho”, pues se veían superados por el trabajo al tener que dar de comer a más invitados de los deseados; unos venían enviados por los capitanes, otros se presentaban abusando de su poder por lucir un minúsculo galón en la solapa de su deteriorada chaqueta.

Llegada la tarde-noche, la marinería necesitaba estar acreditada con el llamado “pase”, un documento imprescindible si se quería tener acceso a la ciudad, ya que la zona portuaria estaba controlada por la policía y era obligatorio pasar por “el control”.

Al igual que el resto de la dotación de cubierta, me había llevado más de medio mes navegando y, aunque el trabajo de arranchar el calamento y dejar el barco preparado y a punto para cuando comenzáramos con las faenas de pesca me apartaba en gran medida de mi afán, la avidez que sentía por avistar tierra era cada vez mayor. Y, por fin, allí me encontraba, en un continente totalmente desconocido para mí y sin salir de mi asombro ante tantas novedades. Recuerdo haberme quedado totalmente embobado viendo a dos hombres caminando asidos de la mano; más tarde me dijeron que era una de las costumbres del país. Otra de mis sorpresas fue ver a la gente usando un palo para limpiarse la dentadura. Me resultaba muy curioso ver que lo hacían allí mismo, en el puerto y entre el gentío. Cuando pregunté de dónde sacaban tan extraños cepillos de dientes, me informaron que de algunos árboles y arbustos típicos de la zona.

Caída la tarde, aunque no pasaban de las diecisiete horas en mi reloj, la dotación al completo del Costa Luz, se disponía a abandonar el barco y mezclarse ente la población civil de aquel país.

—No vayas a hacer ninguna tontería —me aconsejó Páez, uno de los cinco marineros con los que compartía un camarote para seis, a la vez que se embadurnaba de un agua de colonia que había comprado en el puerto ese mismo día.

Me até fuertemente los cordones de unas botas deportivas que me hacían cómodo el caminar y me cercioré de que en mi cartera estuviera “el pase”. Era una engañosa impresión ver la cartera llena de billetes, pedidos como anticipo en el puente de mando, pero el bajo valor de los francos ante la peseta anulaba la ilusión. Los taxis, mal cuidados y pintados de naranja la mayoría, esperaban en la parte exterior del control, aunque se podía aprovechar la ocasión y tomar los que habían dejado a sus clientes e iban de regreso, como hicimos los cuatro que formábamos mi grupo. Ya en la ciudad todo me pareció ruidoso; la gente, al parecer, tenía por costumbre hablar alzando la voz, la música en las terrazas de las cafeterías, al menos en la que yo estaba, también iba sobrada de decibelios y los coches y las motos —muchas, por cierto—, no paraban de ir y venir, colaborando con ello al aumento de contaminación acústica.

La terraza en la que me encontraba era amplia y estaba provista de cómodos y amplios butacones y sofás. El local era un café-pub llamado La Rotonde —tal vez debiera su nombre a que estaba ubicado cerca de una amplia rotonda—. Allí intentaba saborear una Coca-Cola a la vez que jóvenes chicas, y alguna que otra con la juventud algo distante, intentaban sentarse sobre mis piernas.

Bambino, tu es trè beau —piropeaba una con descaro.

Quel âge tu as? —preguntaba otra con clara intención de captar mi atención.

Las más osadas me mostraban la lengua imitando el acto de la felación. Yo intentaba hacer uso de mi francés escolar, aunque debo reconocer que, sobre todo, con poca esperanza de éxito; pero sorprendí a los colegas que me acompañaban.

No acabé de beberme la Coca-Cola, pues, cansado de negarme a una y a otra de las tantas mujeres que se acercaban, permití que una hermosa joven se sentara sobre mis piernas, lo que conllevó a provocarme una erección casi de inmediato. A su oído regateé el precio y exigí el trabajo. Me sorprendió que aceptara sin rechistar y lo rápido que se puso de pie para, tomándome de la mano, pedirme que la acompañara. En su casa, una chabola que acumulaba el calor como si de una sauna se tratase, tuve que sortear a un hombre que dormía en la entrada tumbado en el suelo.

Mon père, pas problème —me tranquilizó.

Me costó ignorar a aquel hombre mientras disfrutaba del cuerpo de ébano de la chica que me había tenido como sofá y que se estaba entregando a mí gozosa, por ello osé preguntarle tras media hora de frenesí que me dejó exhausto:

As-tu passé un bon moment?

—Oui, beau —me contestó, sonrisa en ristre, mostrando una bella dentadura blanca—, et toi?

Intenté devolverle la sonrisa cuando, sin saber por qué, dije:

Seize… toi?

Seize? —repitió confusa.

Mon âge.

Moi aussi —dijo sentándose a horcajadas sobre mi pecho y dejando su pubis a menos de un palmo de mis labios.

De regreso a La Rotonde, cuando ya habían pasado más de dos horas desde mi marcha, noté, para mi contento, que la música sonaba más baja. Descubrí que ocupaba el asiento que yo había dejado vacante un señor que bien podría ser sexagenario. Iba con pantalón vaquero, camisa negra de algodón y sombrero calado de color blanco. Saludé tan pronto llegué y obtuve por respuesta un halago claramente machista y en forma de pregunta por parte de uno de mis compañeros:

—¿Qué, ya te has beneficiado a la doncella?

Mi “doncella” no creo que entendiera nada.

Tomé asiento tras haber ofrecido previamente otro a la chica, que no tardó en abandonar y sentarse de nuevo sobre mis piernas rodeando mi cuello con uno de sus delgados brazos. Miré, algo sonrojado, al caballero del sombrero y, por romper el hielo, me presenté:

—Casimiro, todos me llaman Casi… lo prefiero.

—“Eu sou de Vila Real de Santo Antònio, de Portugal” —contestó tras dar un largo trago a lo que fuera que estaba tomando y mezclando, de forma entendible para mí, el idioma portugués con el español—, ¿lo conoces?

—Oh, sí, claro, yo vivo cerca, en Lepe, a veinte kilómetros de Ayamonte —aclaré y halagué su manejo con los idiomas.

Su leve asentimiento de cabeza me hizo saber que conocía mi pueblo, pero erré al pensar tal cosa.

—He oído, faz muitos anos, falar de Lepe, y de Isla Cristina, y de La Redondela… pero solo he estado en Ayamonte… Ha pasado muito tempo —alegó.

—¿Es usted marinero? —arremetí inmediatamente tras notar que aquel hombre empezaba a ponerse melancólico.

Él calló momentáneamente, volvió a dar otro largo trago de su bebida y, tras un largo suspiro, se enfrascó en un sololoquio que no osé interrumpir:

Eu cheguei aquí con vinte e qatro anos, ya tengo sessenta e dois, así que resta você para saber o tempo que eu levo aqui. Si meus pais vivessem… meus padres, disculpa… tedrían mais de noventa anos. Eu não sei sobre eles desde que deixei meu país de origem para nunca mais voltar, y tampoco sé nada dos meus irmãos… Se “dise” hermanos en español, ¿verdad? —yo asentí con la cabeza—. Eles eram muito pequenos. Aquí estuve escondido mais de un mês depois que o navio que deixei marchó sem mim. Eu sei que o capitão relatou… ¿Cómo se «dise?»… “denunsió” … meu “desaparición” e que o navio foi para o mar três dias depois por minha causa, mas, para conseguir meu objetivo, era necessário que isso acontecesse. Depois estuve deambulando de un sitio para otro e eu fingi ser francês, idioma que domino bem, e “grasias” a Ndenga estou vivo… creo. Ela me auxilió e me dou abrigo e cobijo cuando me encontró tirado na rua ao pé de un árbol y temblando por la fiebre; paludismo. Na sua casa había oito pessoas y solo dois colchones para dormir. Seu pai… padre…, assim que eu pudesse levantar, comunicó a sua filha su “desisión” de acabar con la hospitalidad que me estaba “ofresiendo”, por lo que eu, “agradesiendo” a tudos, especialmente a Ndenga, o trato que me habían dado, saí inmediatamente. Pocos días depois eu era un morto de fome… de hambre, perdón… e cheguei a comer baratas… cucarachas…, pero de novo quiso a sorte aliarse comigo y voltei a toparme con Ndenga no mercado. Lo ocurrido desde “entonses” hasta agora eu posso resumir “disiendo” que fiquei aquí, me casei com ela e da nossa união três filhos nasceram, eu mudei meu primeiro nome para um congolês e adaptei-me à vida e costumes deste país. Portugal e os meus vinte e quatro anos ali, son apenas un recuerdo agradável.

—¿Pero usted…

—No mais preguntas, criança —cortó ásperamente—, eu já te disse tudo o que eu ia te dizer.

El embotamiento que llegué a alcanzar mientras el luso se explayaba en su soliloquio fue tal que no me permitió percatarme de que mis compañeros, enfrascados en otras conversaciones e ignorantes de lo que entre el portugués y yo ocurría, se habían adentrado en el pub. Solo quedábamos en la terraza aquel hombre que no reveló su nombre, la chica que no soltaba mi cuello y yo.

—Foi um pracer…, bambino —dijo como saludo de despedida para, seguidamente y mirando a la chica tras ponerse de pie, pronunciar unas palabras en un extraño idioma que no entendí; tal vez en lingala o en kikongo, porque la chica contestó.

Mi soledad en aquel momento solo la quebraba mi “doncella”, que no se había enterado de la triste historia que yo acababa de escuchar; el estentóreo ruido de la ciudad y el bullicio habían dejado de ser interesantes para mi curiosidad.

Sin la presencia del hombre del sombrero blanco, al que daba por hecho que no volvería a ver nunca más, me planteé una duda: ¿Sería verdad todo lo que me contó?


Serafín Cruz´19


N.del. A: «El hombre del sombrero calado» es, ante todo, una historia ficticia y, además, los nombres de los personajes que en ella figuran son producto de mi imaginación. Aun así, conlleva una base real vivida como experiencia propia, pero que no aparta de la ficción al relato.

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