1.

Había una vez, hace mucho tiempo ya de esto, una luz que cuidaba de los sueños. Aparecía en los lugares en que las heridas tardaban en sanar, y pasaba largas horas acariciando con ternura la superficie del daño causado. Los sueños quedaban algunas veces muy estropeados porque habían sido ignorados de forma injusta, y cuando el olvido comenzaba a recubrirlos, se fragmentaban como golpeados por un martillo afilado. Por eso aquella luz se aplicaba con paciencia hasta reunir la energía que un día los llevó a alimentar de alegría las vidas de sus creadores. Por eso aquella luz se esforzaba con ilusión hasta recuperar el tejido que era brillo de amor y esperanza pura. Por eso aquella luz cambiaba, giraba, retrocedía y buscaba el camino que más ayudase. Hasta que el olvido quedaba desvanecido. Hasta que los pedazos volvían a quedar unidos. Hasta que los sueños que tanto bien habían regalado, volaban de nuevo buscando acompañar a quienes confíen en ellos.

2.

Había una vez, en una orilla solitaria del mar de los silencios, una caracola mágica. Permanecía inmóvil recuperando los ritmos del oleaje a la espera de poder comunicar sus mensajes. Cadencias variadas dejaban temores, tristezas, sorpresas y danzas. Rupturas traviesas le daban un vuelco a historias lejanas que ya pocos sabían contar. Y a veces, sin que hubiese señales ni destino que los anunciase, visitantes alcanzaban su lugar en la arena para escuchar desde dentro. Y a veces, tras pasar largo tiempo con ella, visitantes marchaban cambiando su rumbo y variando su gesto. Y a veces, al sentirse sola de nuevo, la caracola cantaba hacia el mar expresando sus sentimientos. Solo entonces las olas quedaban quietas, el mar escuchaba despierto, dispuesto a aprender aquel lenguaje secreto.

3.

Había una vez, hace seguramente ya demasiado tiempo de esto, una puerta que se abría solamente para empezar una nueva vida. Las leyendas beduinas aseguraban que cambiaba de sitio buscando ser encontrada por aquellas almas que comprendieron el sentido de su experiencia. Por ella entró, antes de encontrar el amor, el hombre que llevaba siglos vagando entre dudas y caos. Por ella llegó, antes de hallar el amor, la mujer que llevaba siglos huyendo de verse cuál era, observando tan solo el reflejo de miradas ajenas. Frente a ella estuvo, intentando que se abriese, esperando que sin tenerlo le venciese el cansancio o la desidia para que regalase su universo, el tirano y el mezquino, el obseso y el acomplejado. Pero nunca cedió a deseos torcidos, ni permitió ser forzada en su cometido. Había una vez una puerta que nunca pudieron ver quienes no querían que hubiese ningún cambio. Junto a ella pasaron sin notar su existencia. Por ella cruzó, hace seguramente ya demasiado tiempo de esto, un alma capaz de saciar al sediento de paz.

4

Había una vez, entre las dunas de un desierto escondido, lejos del dolor que acompaña a los que perdieron todo lo que amaban, una extraña mesa. Permanecía inmóvil sin que nada ocupase su espacio, esperando el momento de ofrecer su magia. Porque a veces, cada mucho tiempo, comenzaba a llenarse de alimentos exóticos anticipando la aparición de quienes buscan incansablemente la verdad. La alcanzaban papayas y mangos, agua fresca y zumo de limón, fresas, sandía y maíz tostado. Pan, flores aladas, dulces del sol. Y junto a ella crecían quienes la encontraban, agradecidos recuperaban el sabor. Después, una vez saciados, escuchaban en su interior las palabras que quisieron haber dicho un día, pero callaron inconscientes de su error.

5.

Había una vez, en las calles de una ciudad vacía, un caminante solitario que avanzaba cada jornada en su viaje hacia encontrarse. Su mirada buscaba el siguiente paso, midiendo cada cambio, escuchando las sensaciones de un cuerpo que le acompañaba sin llegar nunca a estar seguro de él. Una ciudad sin otros que tuviesen las preguntas que eran el alimento con que seguir progresando. Una ciudad que no quiso nunca dejar que el vacío que se apoderó de ella cediese al deseo de renacer en plenitud. Un paso más, otra calle sin final que le ofrecía indiferencia y olvido. Las aceras desnudas de vidas y sentimientos dejándose rozar por una presencia incómoda. Otra vuelta a la plaza sin esperar siquiera una espiga de trigo indicando que tal vez ahora sí, que esta dirección lleva a algún sitio en que otra soledad ha despertado y quiere desaparecer para siempre, dejando atrás el vacío.

6.

Había una vez, y seguramente sigue existiendo aunque ya ha pasado mucho tiempo, un lugar en el fondo acuático donde los caballitos de mar bailaban siempre. No era extraño que a cierta distancia, otras criaturas observaran sus variadas formas de comunicarse, sus originales movimientos con los otros y en solitario. Si hubiera alguna clave para descifrar el enigmático equilibrio que envolvía cada giro, cada impulso, su retroceso, su avance intrépido hacia los demás o hacia la soledad, seguramente quedaría a merced del provecho de unos pocos, quedando nuevamente los mismos sin saber la verdad. Ahora mantienen una especie de flotación estática compartida, ahora se entregan a frenéticos lazos, llegan muchos otros hasta ellos y acompasan sus energías, irradian alegría y paz. Y son todos a su vez iguales y distintos, forman grupo y son exclusivos de sí mismos. Sigue existiendo, y son todavía muchos. Están sin duda bailando en algún lugar del fondo del mar.

7.

Había una vez, no hace tanto tiempo de esto, un bosque en el que los amores perdidos se contaban sus secretos. Al caminar entre sus árboles, los visitantes presentían entre susurros pronunciados en lenguas diversas, bellos instantes de las historias vividas por sus protagonistas. La luz del sol filtraba a través de las copas de sus inmóviles confidentes, regalando colores cambiantes a quienes llegaron sin pretender recibir ni queriendo alterar su sagrado misterio. Susurros capaces de despertar en el interior de quienes lo encontraron, la serena comprensión de una caricia, la verdad indestructible de un abrazo, el inabarcable poder de los besos que brotaron como flores nuevas desde el corazón. Un bosque al que a veces, siempre por lugares distintos, llegaban nuevos secretos, nuevos amores que quedaron un día rotos, pero prefirieron encontrarse con sus semejantes a extinguirse para siempre sumergidos en un silencio que les negara.

8.

Había una vez, en el cielo que cubre las montañas del norte, una pareja de nubes que se reunía todos los días para inventar nuevas formas. No era extraño para quienes conocían su secreto amor, descubrirlas entrelazadas, semejantes a estructuras de ángeles, delfines, sirenas u objetos que se complementaban. En ocasiones aparecían recubiertas de coloridos dispares que intercambiaban en un juego tan hermoso como indescifrable. Y en ocasiones permanecían quietas, muy cerca pero sin mezclarse, parecía que esperaran entender lo que les estaba sucediendo. Aquel cielo limpio y respetuoso encontró por sorpresa que tan solo una de las nubes regresaba cada jornada. La observaba impaciente buscando adoptar formas diferentes, cambiar de colores bruscamente, quedarse inmóvil, flotando perdida y solitaria. Hasta que un día llegaron otras nubes. El cielo miraba el modo en que la invitaban a moverse de un lado a otro con ellas, el lento acercamiento con que respondía ella. Y así, cambiando muy poco a poco, llegó a convertir los momentos cotidianos para ser muy parecida a sus compañeras. Solo el cielo lloraba sin ser visto, aliviando otra tristeza.

9.

Había una vez, hace aproximadamente medio siglo ya de ello, una guitarra con tan solo dos cuerdas. La madera barnizada evidenciaba el desgaste que su cuerpo llevaba. Descansaba cada vez de forma diferente tras ser acariciada, puesto que los músicos que conseguían abrazarla, que debían haber superado previamente complicadas pruebas, no podían nunca dejarla en el mismo estado en que la hallaron. Cuentan que al percibir la presencia de quienes iban a extraer los sonidos de su interior, un aura se encendía para envolverla. Sin embargo no todos lograban que la música apareciera. Fracasaron con exquisita técnica algunos muy preparados. Se excusaron con reiteradas quejas quienes quisieron usarla para algo distinto a que el milagro sucediera. Pero a veces, a menudo cuando yacía sin sentirse capaz de atender su valioso cometido, el objetivo para el que fue hecha, una persona se acercaba, la miraba con respeto, aceptaba su esencia. Y una vez comprendida, invocaba con cuidado el sortilegio.

10.

Érase una vez una pequeña casa de madera escondida entre los árboles del lago Dikr. Su apariencia era sencilla, alejada de enrevesadas ideas. Apenas levantaba dos metros sobre el suelo, aunque su anchura anticipaba la capacidad necesaria para múltiples posibilidades. Su puerta triangular, la chimenea enroscándose en una curva llamativa y las ventanas cuadradas que comunicaban con la luz exterior, eran en todo caso lo bastante originales para instalarse en tus recuerdos. En su interior sucedía, siempre que pude visitarla, el inexplicable giro de todos los sentidos. En cada ocasión, el espacio sin mueble alguno, ocupado por un pequeño objeto. Un candil, un jarrón, un martillo, una cuchara. Imposible siquiera entender el mensaje que ofrecía y pese a ello comprobar al salir de su interior y contemplar el lago, que el aire portaba otros sabores, la luz tenía colores distintos, que olían los árboles, la tierra y la vida con otra intensidad, otra información y nuevos secretos. Apretar las manos y percibir por el tacto que estaba todo dentro. Escuchar cada latido, cada pisada, cada silencio. Recuerdo que fue así, al alejarme la última vez de allí, como entendí que esperaba a más gente, y que debía guardar su misterio.


Ilustraciones de Mª José Miralles.

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