Cuando salía de casa los pies recorrían el mismo camino, pero ella sobrevolaba bosques milenarios, crestas de olas encrespadas o acariciaba cumbres nevadas.

Necesitaba aquellas escapadas para dar aire a su mente y proseguir con su amorosa tarea.

De vuelta al hogar, trataba de mantener a este lado al hombre que amaba, desde hace tiempo perdido en esa enfermedad devoradora de recuerdos que rompe a mordiscos la vida. Solo se tenían el uno al otro y era suficiente.

Así, cada día de 10 a 12, depositaba su más preciado tesoro en manos de la persona asignada por los servicios sociales para ayudarla y salía a volar, no se permitía más que ese descanso, no deseaba más.

Ayer tal vez el mar rugió más fuerte y el sol brilló más intenso, no pudo oír la bocina ni ver aquel autobús, sólo sintió que se hundía de pronto y sordo silencio, después solitaria eternidad.

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