Nevenka y el hojaldre

Cuando Nevenka mordió el hojaldre oyó un crujido. No sabría muy bien decir si fue el eco de los muelles del colchón bajo el peso de su madre cuando estaba a punto de parirla, o el de las hojas a sus pies en el hayedo con apenas once años, cuando su primo le susurró al oído que se estuviese quieta.

Quizás no fuese eso, sino el ruido de la cerradura que tuvo que cambiar tras el divorcio, después de veinticinco años de matrimonio. No fuera que al exjardinero le diese por entrar en la casa con cara de arrepentimiento, un ramo de rosas amarillas en una mano y unas tijeras de podar en la otra.

También podría ser el leve quejido apenas audible de su cadera en el preciso momento en que se precipitó contra el parqué, tras dar otro de tantos pasos en falso, bien por su torpeza congénita, por su ojo ambliope o por ambos. Solo que esta vez le llevó a estar encamada durante varios meses, porque hacía años que su mejor amigo ya le había prevenido: no es lo mismo una caída a los cuarenta que a los sesenta.

¿Sería acaso el de las páginas de los incontables libros que leyó?

O tal vez el de la aneurisma que se rompió en el lóbulo frontal de su padre, llevándoselo antes de tiempo sin oportunidad para despedirse ni para pedirle perdón.

Como quiera que fuese, Nevenka no acertó. El crujido en realidad fue el de la madera de roble de su propio féretro contra una raíz de ciprés cuando descendía hacia la última oscuridad. Y el de las flores secas que su madre le siguió dejando sobre la lápida durante una interminable década que tan sólo duró un instante.

El mismo instante y el mismo crujido del universo cuando estalló.

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