Pantalones cortos

I

Cómo va tu vida de piedad, me pregunta el Padre Ríos, mi director espiritual, con una sonrisa dulzona envuelta en su pestilente aliento a rapé y a tabaco, y acerca su silla a la mía. Me pone la mano en el muslo y la hace ascender por debajo de mis pantalones cortos mientras me habla de Dios. Le miro la gran cicatriz que, desde el cogote, se extiende por el lado derecho del cuello, blanquecina, ancha y lisa, como quemado por una plancha. La persiana casi bajada, la habitación en penumbra y él no enciende la luz. Estoy rígido, ansío salir de su cuarto, alejarme del olor a rapé rancio que espesa el aire. Su mano llega ya cerca de mi ingle. Su cicatriz me hipnotiza. No sé cuándo va a terminar esto. Al fin me veo corriendo por el pasillo y alcanzo el patio, pero el recreo ya termina. Me enfurece haberme perdido el partido de fútbol.


II

La habitación donde mi madre cose y escucha a Mozart y Beethoven, también tiene una luz cenital mortecina que me entristece, y más con esa música. Mi madre es muy reacia a besos y abrazos, pero hoy me siento en sus rodillas, como cuando era chico. Me pregunta si ha habido algún problema en el colegio. Le digo que no quiero llevar más los pantalones cortos. Me dice que todavía tengo once años. Doce, le corrijo. Y no quiero pantalones cortos.


III

El juez, enjuto y de facciones duras, preside en el estrado. Fiscal y abogado de la acusación en un lado, y con ellos un antiguo compañero del colegio, al que no había vuelo a ver, un gallego, Arturo Borrajo se llamaba, un chico retraído. Ahora es calvo y obeso, y mira al suelo. Yo estoy con Eva, mi mujer, en una de las primeras filas del público. Veo de espaldas al padre Ríos, encorvado en el banquillo del acusado, con el pelo blanco, ropa laica, con su cicatriz tal como la recordaba. Eva se ha puesto el vestido que más me excita y sé que se lo ha puesto para mí, por si este juicio aviva mi memoria y me afecta. A Arturo le tiembla la voz ante el juez y tartamudea. El padre Ríos no mueve un músculo. Deseo irme a casa y bucear bajo el vestido de Eva.

IV

En casa tumbo a Eva en el sofá y le desabrocho con torpeza el vestido. Pero está distraída, y no responde a la urgencia de mi deseo. Para qué se ha puesto ese traje, pienso, pero no lo digo. La tomo de la mano y la llevo a la cama. Se deja acariciar, pero mira al techo y muestra un sometimiento que enfría mi ímpetu. Que si de verdad no me dejó huella. Que si con Arturo llegó más lejos. No contesto, no lo sé. El padre Ríos no me parecía un perro mordedor, pero quién sabe. Y a mí, qué me hizo exactamente. Otra vez: desde que me puse pantalones largos se acabaron las sesiones. Me levanto y subo la persiana, dejando entrar una luz cegadora. Vuelvo a la cama y pienso algo que quizá no se deba decir: que vivimos en un Sur luminoso y cálido, muy lejos de las tierras lóbregas, frías y oscuras del norte, donde la oscuridad se instala también en el alma y allí alimenta monstruos, tanto en verdugos como en víctimas, y los hace crecer, como en los personajes tremendos de Bergman. Y esos monstruos por aquí no medran. Claro que Arturo era gallego… yo qué sé, quién sabe nada…

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