Revolución en Cumbemarca

Revolución en Cumbemarca

Dante

22/05/2019

El soldado apuntaba con su arma a la cabeza del curaca Hilario Guzmán, éste no se inmutaba, como aceptando su destino. La gente dentro del bar de pronto se iba retirando, al advertir la presencia de aquel vestido con uniforme de la guardia virreinal. No decían nada, caminaban con la cabeza gacha a paso lento y prudente para salir corriendo una vez cruzado la puerta de salida. El curaca y su hijo continuaban en la barra, el primero con claro y absoluto conocimiento de lo que acontecía, el segundo congelado en la mirada de su padre.

Felipe «Akllay» aún no lo notaba, miraba a los ojos de su padre, que yacía confiado, sin lágrimas, continuaban su conversación.

– Todo lo que has aprendido en aquella hacienda, te ha cambiado. Ahora conoces el mundo.- le dijo el que alguna vez había sido señor en las tierras que pisaban, de lo que ahora era una Cumbemarca en silencio.

– El mundo no se haya en una hacienda, padre…

– Pero parte importante de él pudiste presenciarlo allí. Has contemplado de primera mano los valores que gobiernan aquí, en este mundo, hasta visto todo lo que hacen para matarte desde adentro. Mientras yo, que tomé la decisión de luchar por una causa justa, acabé en una cárcel, rodeado de algunas personas sucias, sucias de espíritu, no dispuestos a arrepentirse por nada. Con el tiempo, aprendí que no era un pecado lo que ellos hacían. El arrepentimiento es propio de un espíritu quebrado, triste la vida de aquel al que se lo quebrantan…-De pronto, dejó de hablar para ambos, y levantó la voz, dejando expuesto al soldado ante Akllay, quién no podía hacer nada frente a aquel hombre armado a la distancia, quien lentamente se había ido acercando hacia ambos y quien tenía en compromiso la cabeza de su padre. El curaca continuó: – Tristes las almas que han permitido doblegarse ante las armas del enemigo, no sus pistolas ni escopetas, sino contra sus ideas. Que en lugar de ver la realidad con los ojos propios, caen miserablemente y permiten que la maldad en forma de patrañas se convierta en la nueva guía de lo que de pronto se convierten sus sombrías vidas. Allí, en la cárcel, también había hombres como tú, Akllay, hombres que no se rindieron, hombres que cruzaron aquel río, con y sin ayuda, pero lo cruzaron, hombres que como tú, escaparon, y los volvieron a capturar, y que están dispuestos a morir de hambre antes de morir como cobardes, que escaparán una y otra vez sin cesar hasta que les quede solo su último aliento.

– El único cobarde aquí eres tú, quien creyó que podría burlar a mi familia. Como puedes ver, la justicia siempre te llegará sucio quechua. Los hombres como tú son escoria, el mulato tiene razón, son la maldad encarnada. – Le dijo el soldado.

– Tu madre era una auténtica heroína muchacho, conspiró contra tu perverso padre, un violador, conspiró contra la iglesia, y ahora, también conspira contra el virrey. Solo hay una razón por la que permito que me apuntes sin defenderme, solo hay una razón por la que aceptaré esa bala que me quitará la vida.

Un silencio gobernó el lugar, donde ya solo se encontraban los tres. Un grupo de hombres y mujeres curiosos se aproximaron a las afueras del bar, quedando estáticas por el miedo.

– ¿Y bien? Quiero escucharte, quiero ver que te arrepientas mugroso.- Le dijo el soldado, con el dedo sobre el gatillo.

– Porque soy culpable, porque me lo merezco.

– ¿Qué? – Akllay se preparó para apartarse.

– Nunca estaré a la altura de tu madre, tal vez alguna vez, hace años, pero ya no, se me agotó el tiempo, solo espero, y te lo digo a ti, hijo, Akllay, que tú sí sepas aprovecharlo. Lo único doloroso de todo esto es que se me agotó el tiempo y no podré enseñarte a controlar toda la ira que te consumirá, todo el odio que sentirás, todo ello te impulsará a cumplir con tu objetivo, pero solo espero que haya quien, al terminar de derramarse tanta sangre, te ayude a encontrar la paz que ahora yo, tras todo lo vivido, me permite despedirme de ti.- Tal cual, con los ojos brillosos, sin perder su apariencia rígida y amenazante, alzó los brazos, y la bala desparramó pedazos de su cabeza, manchando a Akllay con su sangre.

– ¡Sigues tú desertor!

Akllay corrió hacia el soldado, tomando su arma, este era fuerte, y hábil, pero Akllay era resistente, y se lo quitó a punta de un cabezazo. Tiró el arma lejos, y levantó al soldado del piso para empujarlo sobre la barra. Afuera algunos corrían de pánico, otros acudían a la plaza a pedir ayuda de la guardia virreinal. A lo lejos, el cardenal tenía un mal presentimiento sobre lo que sucedía, sin imaginarse que su amigo ya no existía.

Akllay tomó un cuchillo y empezó a apuñalar al soldado, primero en sus extremidades, dejándolo casi inmóvil, este gritaba de dolor, exigiendo ayuda, luego puso el cuchillo sobre su cuello. Exhausto, el soldado le escupió parte de la sangre del curaca que había salpicado en sus labios.

– Primero desertas, y ahora, atacas a un soldado virreinal, estás muerto quechua, tu vida vale mucho menos que antes ahora.- Y echó a reír, mientras escuchaba que caballeros montados se aproximaban exclamando la salida de todos en el bar.

Akllay degolló al soldado, convirtiendo el lugar en un completo baño de sangre. El olor le drogaba, pero lo llenaba de energía, le daba fuerzas para salir corriendo de allí. “Voy a escapar, ahora lo pagarán todos, se dijo…Ahora lo pagarán todos…”

Cuando la guardia virreinal llegó, solo la sangre y el plomo los saludaban, emanando un olor excitante, el olor de la muerte. Estos soldados lo conocían muy bien, y entendía a su vez que lo que presenciaban no era una disputa más entre los bares más oscuros de su ciudad escondida entre montañas, era una carta de inauguración. ¿A caso una nueva rebelión ahora azotando el corazón del norte? No podrían determinarlo, llamaron al personal encargado de limpiar todo y se dispusieron a intervenir puerta por puerta, calle por calle, antes de que la sangre y el polvo trajeran algo más que aquello. Lo cierto es que la noche terminó, y vinieron nuevos días y nuevas noches, pero nunca encontraron al culpable. Mientras, toda la ciudad sabía que el quechua más rico del lugar, y su hijo, ya no volverían a ser vistos en la iglesia, y que el hijo del hacendado en Ciudad Primavera se había confrontado a ellos, sabiendo nada más que lo correcto sería despoblar las calles cuando la oscuridad los envolviera, y que habrían de salir de sus casas durante la luz, pero solo lo estrictamente necesario.

Cinco días después, en la catedral, al cardenal se le brindaban mayores detalles oficiales de lo ocurrido.

– Y eso es todo, su santidad- Así que el curaca de Cumbemarca está muerto, su hijo Felipe, el “Akllay”…el…elegido de los quechuas, su rey, su…”inkarri”…escoria rebelde, lo excomulgaré inmediatamente, nada es mejor veneno entre su propia casta. Retírense, déjeme solo.- El cardenal exigió a su clero dejarlo solo en la sala de la reflexión. Empezó a llorar, pero la tristeza de pronto se terminó, lo gobernó un sentimiento diferente, uno que expulsaba su felicidad con mayor eficacia: el miedo. El terror permitía que sus piernas temblasen al grado de tropezarse torpemente, sin mayor obstáculo que el viento inofensivo del atardecer. Y es que se imaginaba el futuro, las consecuencias, otro curaca con una historia de rebeldía, “¿cuántos más? ¿Es que a los quechuas ya no les pesaba sus cadenas?”, pensaba, solo para ser interrumpido por la personificación de su miedo, justo antes de acostarse en sus aposentos. Ingresó por la ventana, inadvertido, sigiloso, no era el hijo de un curaca, era un rebelde extasiado, ambicioso por justicia.

– Un día visitaré de la misma forma al virrey, y lo mataré con mis propias manos.- dijo aquella sombra, que mientras se acercaba dejaba con mayor nitidez la expresión indiferente de su rostro, como si contuviese con eficacia lo que sentía, evitando con maestría que acaso pudiera su honestidad ser revelada.

– Mientras más cuellos andes cortando por allí, muchacho, es muy probable que te sea cada vez más fácil hacerlo, y más difícil será la vida para ti. Qué ha hecho tu cardenal que lo convierte tan pronto en tu nueva víctima, ¿es que un padre curaca señor de Cumbemarca y un soldado virreinal hijo del hombre más poderoso de las haciendas de Ciudad Primavera no son suficientes para una semana de matanza? Deberías reflexionar sobre a dónde te llevará esto, piensa en las consecuencias, piensa en nuestro señor padre.

– Abandone la manipulación, cardenal, no he venido a matarlo, pero si pretende meterse en mi cabeza de nuevo, sería fácil cambiar de opinión. Usted es tan viejo como mi padre, es sabio, entiende lo que se viene. Mientras transcurre esta noche, la hacienda de Hilario Guzmán dejará de existir, todos los quechuas de allí estarán conmigo, esperando, con paciencia.

– ¿La aniquilación de parte del ejército virreinal, perder una guerra siquiera antes de poder llamarla así?

– Una guerra se gana con amigos.

– ¿Quién le dijo eso?

– Un amigo.

– Eres un muchacho perdido, el pecado te posee, la maldad te rebalsa, la impureza te representa. Jehová te expulsará del mundo terrenal y te enviará al calor insoportable del infierno.

– Cardenal, una guerra va a suceder, y no estoy solo, los quechuas no están solos esta vez, tenemos armas, oro, e influencias, todo ello viene en camino. He venido para decirle que se vaya de Cumbemarca, porque en una semana dejará de formar parte del virreinato Ibérico. Mañana los quechuas asaltarán toda la ciudad, ganaremos, somos la mayoría. He venido a decirle, que mi padre murió sabiendo la verdad, murió sabiendo que su dios no existe, que el mío era el verdadero, que usted ya no pertenece aquí, pero que soy consciente de que la amistad que usted y mi padre cultivaron era una amistad honesta. Que sea esa amistad la que salve su vida.

– Tu arrogancia te llevará a la muerte, podría llamar al clero y mi guardia y te atraparían, te matarían en segundos.

– Pero no lo hará.

– ¿Qué te pone tan seguro muchacho quechua, el hecho de ser el inkarri?- y echó a reír con bajo tono de voz, evitando que se rompa el silencio que perpetuaba su conversación.

– ¿Lo ve, señor Cardenal, usted mismo no cree en su iglesia, qué le hace pensar que estoy solo, qué le hace creer que vendría a suicidarme, usted mismo sabe, que mientras hablamos, su clero duerme, duerme en paz, porque mis hombres acaban uno a uno con su feria de esclavitud. ¿Ahora lo entiende verdad? No he venido a sorprender su sueño, he venido a escoltarlo a la salida de mi ciudad, de manera que no lo maten en el proceso.

– ¿Tu…ciudad?- El cardenal era incapaz de comprender lo que sucedía de pronto, sea el pesar de su vejez, la larga vida llevada sin contemplar ningún cambio en su status, o acaso su incredulidad, porque en el fondo percibía a los quechuas como ovejas y a los ibéricos como poseedores de su rebaño, y le resultaba ininteligible que la oveja se halla rebelado contra su pastor, que esté allí, frente a él, exigiéndole hincarse y ceder todo lo que tenía a cambio de un poco más de respiración en este mundo antes de averiguar si tanta paraliturgia sobre una consecuente reunión con Jehová era tan cierta. Una voz razonadora apareció en el vacío de su consciencia perturbada: “No hay más que hacer, la muerte es digna si es puesta como opción ante el pecado de la cobardía, ha llegado la hora”…

Pero no, no quería morir, una lágrima le explotó de sus ojos, una lágrima de vergüenza, de deshonor, pues su razón se había apagado, su garganta yacía atorada, incapaz de hablar o de sentir algo más que el miedo.

– Cumbemarca ya no responde a Jehová, ahora me responde a mí.- le dijo Akllay, esta vez concediendo honestamente una mirada amenazante.

El cardenal se levantó, y quechuas armados irrumpieron en sus aposentos, apuntándolo como si se tratase de un animal a ser cazado, y entonces se arrodilló ante el joven quechua, se arrodilló ante Inkarri, y le besó los pies, mientras era apuntado con las armas que aseguraban su fidelidad, algo jamás sucedido en la historia de los tiempos.

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