Deambulaba de acá para allá, como si hubiera perdido el norte… y el sur, y el este y el oeste. Nada para él tenía importancia, y precisamente eso era lo que tenía: nada. Sin familia —no recordaba a ningún ser familiar; ni esposa ni hijos ni parientes—, sin un amigo en quien confiar, sin un techo donde cobijarse y sintiendo la más asfixiante soledad cuanto más concurrida estaba la ciudad, pues, para muchos, no tenía ni nombre, simplemente era un miserable vagabundo, desapercibido e ignorado por cuanta gente pasaba a su alrededor, un don nadie al que no se tenía en cuenta, un desecho que formaba parte del deteriorado paisaje de una ciudad carente de sentimientos y ciega ante la piedad, muda frente a la misericordia y sorda, acomodada y sin voluntad para mejorar una estresante vida al borde de lo infrahumano, precipitada a un inevitable vacío y sin palanca de freno para retrasar, aunque solo fuera con efecto paliativo, el desastre.

Sentado sobre uno de los incómodos y rígidos bancos de hierro que decoraban una pequeña plazoleta, lugar donde solía enrollarse en una manta y pasar las noches, su pasado desfilaba por su mente, tal vez lo único que le mantenía viva, aunque muy tenuamente, la llama de la vida y le mostraba caminos tergiversados que le brindaban una oportunidad para librarlo del suicidio. Y no necesitaba gran cosa para poner fin a su existencia, solo abandonarse y despreciar lo poco que comía; en unos días encontrarían su cuerpo desnutrido y sin vida envuelto en su inseparable manta. Recordar su pasado le apartaba momentáneamente de la cruda realidad por la que estaba pasando. Y conseguía arrancarle una sonrisa, aunque iba en detrimento propio, pues los que pasaban cerca y le veían con los ojos cerrados y sonriendo pensaban que había perdido el juicio. «¡Vaya un orate!», decían por lo bajini o lo pensaban. Pero él conocía sus escasas tablas de salvación, y se aferraba a la que más fácil le resultaba asirse; solo necesitaba mantener los párpados bajados y pensar en sus buenos momentos. Y se veía engominando su frondoso cabello y peinándolo hacia atrás, vestido con lo que él llamaba su disfraz: su traje de piloto de aviación con las hombreras decoradas con los galones de jefe de vuelo. No muy lejos, una joven mujer de ojos negros, piel morena y cuerpo de modelo le estaría esperando, sentada a la mesa, para desayunar. La dejaría sola tras su marcha, pero regresaría tan pronto como pudiera para hacerle el amor y decirle «te amo» cientos de veces. La adoraba. Habría hecho cualquier cosa por ella. Odiaba su manera de escribir mensajes en Wattsapp —«t q y toy loka x ti»—, pero leerlos le hacía feliz y le mantenía la sonrisa por un tiempo. Y estaba Felipa, «Feli» para todos, una compañera de vuelo que hubiera roto la relación que él mantenía con su esposa si se hubiera dejado embaucar por ella, algo que jamás ocurrió porque tenía muy claro dónde ordenar cada cosa en su escala de valores.

Su trabajo era envidiado por su grupo de amigos, que mantenía desde la infancia, aunque hacía unos años que no sabía de ninguno de ellos. «A perro flaco todo son pulgas», pensaba al respecto. Entre ellos había un autónomo que vivía asfixiado con su negocio de compra-venta de frutas, otro era un comercial de una marca de automóviles, había también un profesor de guitarra y un último que ejercía de conductor de autobuses en una empresa que ofrecía Servicio Discrecional. A todos les hubieran gustado desempeñar el trabajo que él había tenido, y él, el privilegiado del grupo, era actualmente el que se encontraba en la peor situación… económica, social y de salud.

La compañía en la que trabajaba había optado por los vuelos «low cost», lo que le supuso, en un principio, tener que hacer más horas de vuelo por el mismo sueldo; poco más tarde, para no perder el puesto de trabajo, tuvo que firmar un nuevo contrato con el que se quedaba sin cobrar las extras de los vuelos internacionales; lo sucesivo fue unirse a una de las manifestaciones de huelga declaradas por el sindicato, lo que le supuso cobrar la mitad del sueldo ese mes y, posteriormente, y tras una carta de aviso, fue despedido tras haber declarado la empresa un E.R.E.

Su vida, desde entonces, comenzó a caer en picado, frase que antes se reservaba y dejaba que se esfumara antes de que tales palabras salieran de su boca. Se alegró de no haber tenido hijos tras cuatro años de matrimonio, ya que conoció verdaderamente a su esposa, pues, hasta aquel momento, no le había importado soportar los gastos desorbitados que ella hacía en ropa, zapatos, bolsos y collares, gargantillas, pendientes y pulseras con las que normalmente se emperifollaba, y, a pesar de que la economía había dejado de estar holgada en el hogar, ella se negaba a dejar su tren de vida, lo que hizo que apareciera el desamor. El divorcio, exigido por ella, lo veía venir, pero, a pesar de ello, no tardó en ser otro jarro de agua fría en la ya demacrada vida del ex piloto; tras el divorcio vino la depresión, de la que no fue capaz de salir y, a partir de ahí, precipitarse al vacío fue irremediable. A su memoria acudía a menudo un refrán que aprendió de su amigo Sergio: «Donde se quita y no se pone, fin se le da». No tardó mucho en ver el fin de su respaldo económico y la situación lo sumió cada vez más en el oscuro pozo sin fondo de la depresión. Cuando despertaba le costaba entender por qué había podido conciliar el sueño y, durante un par de minutos, hasta que volvía a asumir la cruda realidad, era feliz en su desconcierto, pero era una cortina de humo que tardaba en disiparse lo que tardaba en aparecer su conciencia.

«Una mierda… esta vida es una puta mierda», pensaba mientras colocaba una pequeña lata en el suelo y dejaba al lado un cartel que pocos se entretenían en leer.

__________________________________________________________________

Serafín Cruz Muriel

©Serafín Cruz’19




URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS