No tenía coartada. Estaba en una situación difícil y, a la vez, absurda porque no me incumbía lo acontecido allí, sin embargo todas las pruebas me culpaban. En mi lugar se hubiera podido encontrar cualquier otra persona, lo malo es que sólo yo había aparecido en ese tan desafortunado sitio. “El homicida siempre vuelve al lugar del delito, dijo el inspector cuando me vio. !Eh, usted!!Deténgase!”. No pude explicarle nada, me sujetó y me colocó las esposas, me subieron a una patrulla. Les pregunté a los policías sobre lo ocurrido, pero guardaron silencio. Llegamos a la comisaría y me metieron en una celda. Me dieron una bazofia, no la quise tocar, tenía la esperanza de que al día siguiente me soltaran disculpándose por la equivocación. No fue así, por el contrario. Al quinto día cuando ya no podía soportar el hambre comencé a ingerir lo que me daban. Recibí la peor noticia que me podían haber dado.

Está usted acusado de varios homicidios, señor Amado, me dijo mi abogado Ernesto Domínguez. He investigado cosas sobre usted y lo creo inocente, pero hay muchas pruebas en su contra. Hablamos largo y tendido, me explicó que le había preguntado a mis compañeros del trabajo por mi conducta, se entrevistó con mis amigos y escarbó en todos los lugares donde había datos míos. Lo consideran un criminal muy astuto y muy peligroso, señor Amado. Entiendo que usted no mataría ni a una mosca, pero hay testigos, gente que afirma haberle visto en todos los lugares donde hubo homicidios. Le pregunté si habría suficientes pruebas para demostrar mi culpabilidad y respondió que tal vez sí, que a pesar de que no había huellas mías en ninguno de los escenarios de los crímenes, se podía demostrar que yo los había cometido. Llegamos a la conclusión de que, mi desconocimiento de todos los métodos del homicida, podrían ayudarme a demostrar mi inocencia, ya que al no haber cometido nada grave erraría al revelar y describir la forma en que había procedido en cada delito. Era el mejor remedio para liberarme.

Me preguntaron sobre el feminicidio de Rosa Montana y lo confirmé cuando me mostraron su foto. Dije que la había seguido, que la había engañado y que había abusado de ella, además que la había golpeado y le había causado mucho daño. Nada de lo que había descrito coincidía con lo real, pero el abogado acusador encontró unas fotos comprometedoras y unos testigos que me acusaban del homicidio, lo peor era que hasta el informe del forense contenía descripciones de las marcas de mis dientes y mis uñas en el cuerpo de la víctima. El día del crimen había trabajado en la oficina y ni siquiera había salido a comer, pero ni mis conocidos ni mis compañeros pudieron argumentar a mi favor. Estaba viviendo una de las peores pesadillas porque conforme iba urdiendo cosas ilógicas las pruebas se iban acoplando para comprometerme.

“No sé qué es lo que está pasando, señor Amado, las cosas se vuelven contra nosotros, esto es horrible, nos enfrentamos a un ser maléfico y astuto”. Ya no tenía salida, estaba resignado a perderlo todo y morir, pero sucedió una cosa increíble. Una tarde se presentó un guardia acompañado de un hombre. Lo hizo entrar en mi celda y me pidió que hablara con él. Le pregunté su nombre y casi me muero de la impresión. “Me llamo Amado Salinas, dijo con parsimonia, estoy casado y trabajo en una oficina de venta de equipo hidráulico y he cometido unos cuantos actos violentos”. Lo interrogué hasta que se nos terminó el tiempo y me sacaron de la prisión.

Salí muerto de miedo porque tenía la sensación de que una mitad mía se había quedado en prisión. Asistí a los juicios de mi otro yo, vi todos los procedimientos falsos, las mentiras y ultrajes que sufrió. Al final fue tan duro que no lo pude soportar e intenté que despareciera de mi vida. Una mañana me dijeron que el otro Amado Salinas había sido sentenciado a cadena perpetua y que estaba loco. Yo me sentía igual que él. Comencé a hacer cosas inexplicables, todo empeoró y terminé muy mal, deliraba y me imaginaba que hacía cosas poco usuales. Una mañana me llevaron al manicomio. Me sorprendió encontrar allí a Amado. Él me saludó sin inmutarse y me dijo que todo era temporal, que saldría pronto, que le dijera a los doctores lo que quisieran oír y que no me preocupara por nada.

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