Suena Mercedes Benz y la voz de Janis se cuela por sus poros. Parece hacerle hervir la sangre. Él aporrea las teclas como si quisiera alcanzarla en el ritmo.

Los gatos duermen acariciados por la luz, que se filtra a través de las cortinas bordó.

Parece que la Joplin llega antes, entonces comienza a teclear más suave. Ahora Summertime lo acompaña hasta la yema de los dedos.

Allegro vivacissimo y final a toda orquesta.

Se ceba un mate y contempla lo escrito, sonríe.

La primera vez que quise irme de mi casa, juro que el triciclo volaba. Pedaleaba como un poseído, pero había un problema: no sabía cruzar la calle. Así que sólo di una vuelta a la manzana. Una vecina me llevó de vuelta con miles de recomendaciones.

La segunda vez fui a parar con una familiar, a un barrio tan precario que en toda la manzana, sólo había dos casas enteramente de ladrillo. Lo peor sucedía en las noches. Sabían que sólo había dos mujeres hermosas y dos menores en esa casita prefabricada. Amparados por la oscuridad de los pasillos, intentaban entrar de cualquier manera. Teníamos que hacer alarde de poseer un arma. A veces, nos defendíamos a piedrazos. Alguna vez corrí a un par de pibes con una cuchilla de cocina. Era otra época, no había tantas armas en la calle como ahora, sino otro hubiera sido el cantar. Y no estaría contándolo.


Conseguí un currito en un teatrito de striptease. Mi única experiencia había sido la invitación de un verdadero iluminador amigo, para verlo trabajar desde la cabina. Comencé a frecuentar el lugar muy seguido, hasta que un día mi amigo me ofreció tomar su trabajo.Tuve suerte porque no trabajaba solo, mi compañero era electricista. Nunca supe la diferencia entre “positivo y negativo”, sino hubiera sido por él: moría electrocutado o provocaba un incendio el primer día.

Mentí en mi casa con respecto a mi trabajo nocturno, estaba terminando el secundario de noche, estudiaba en la Capital y me quedaba a dormir en la casa de un amigo, él y su madre mentían por mí. Mentí en el teatro porque les mostré un documento que había encontrado, un poco parecido, mayor de edad. Por supuesto que mentí con mi nombre y tuve que acostumbrarme a mi nueva identidad. De a poco me fui haciendo amigo de todos. Conocí a las bailarinas y hasta me animé a contarles que escribía. Me decían “el duende”, por lo chiquito y porque siempre las hacía reír. También escuchaba sus penas y sus esperanzas. La mayoría trabajaba en varios teatritos, en una misma noche.

No recuerdo bien por qué motivo, hubo una fiesta. Alguien que se casaba o alguien que se iba, no sé. Lo cierto es que me emborraché y hablé hasta por los codos. Dicen que dije que podría crearles coreografías diferentes y mejores. Y hasta improvisé algo, un papelón.

Desperté en una cama que no era la mía. Un departamento de dos ambientes en la calle Uruguay, casi esquina Córdoba. Hacía mucho calor, la ventana estaba abierta. Estaba en calzoncillos y a mi lado, descansaba Mimicha. Después supe su verdadero nombre: Mercedes. Un rayo de sol impactaba sobre sus nalgas, las hacía resplandecer.

Esa misma tarde me mudé con ella. Y le inventé algunas coreografías diferentes. Las ensayábamos en la cama y hasta en la ducha. Me enseñó posiciones que desconocía, mil formas diferentes de dar y sentir placer. Fue una maestra generosa,amable y paciente. Fui un alumno mediocre y arrebatado, hasta que comencé a destacarme a fuerza de tantos y tantos exámenes.

En ese entonces era muy común que casi todas utilizaran el tema Europa de Santana. La convencí de volver a los orígenes y aplicar el blues, bien crudo, bien fatal. Y el jazz para sacarle el jugo a la sensualidad de un saxo o una trompeta. En una de las que más recuerdo, ella entraba desnuda, con el escenario a oscuras. Sólo una luz cenital, un foco cayendo a pleno, en el medio. Miles Davis haciendo magia desde los parlantes y ella bailando, acercándose muy de a poco a la luz. Mostrando, en esa luz, algunas partes del cuerpo lentamente. Brazos, muslos, pechos, el culo esplendoroso. En forma pausada y a ritmo. Hasta aparecer desnuda bajo el foco y comenzar, lánguidamente, a vestirse.

Fue un éxito. Mi estatus dentro del teatrito subió por las nubes. Había dejado de iluminar para destellar a su lado.

Hasta que un día apareció mi viejo y delante de todos descubrió mi mentira. Todavía no tenía diecisiete años, no era mayor como había dicho. La mentira tiene patas cortas, dicen. Las patas de mi viejo eran largas y se incrustaron en mis nalgas hasta llegar a mi casa, un papelón. Lo peor fue que ella entendió que hasta en el nombre le había mentido.

Recuerdo bien su perfume, me quedaba impregnado en todo el cuerpo. Las risas, los bailes privados, el grupo de amigos que parecíamos salidos del infierno. Recorriendo aquel Buenos Aires nocturno y siempre por descubrir. El Cuervo, que fue batero de un grupo Conexión Nº5. Charlotte Garcianesco que hacía sus primeros laburitos y tocaba blues en el pozo del ABC. Carlitos, un gay muy hombre que más de una vez se agarraba a trompadas con los irrespetuosos. El Gaita Josuelo y Chavita, una pareja que solían trabajar mucho en el teatrito de la calle Florida. Don Eloy, portero del sótano de La Dama del Dragón, con quien tenía grandes charlas acerca de política, el primer anarquista romántico y filósofo que conocí. Su pareja, en nuestras rondas borrachas, era la Gitana. Una vez la vi en un subte, arruinada y enferma, pidiendo limosna. Se me cayeron las lágrimas, mojándome la corbata y sentí mucha vergüenza, por mí.

También hubo noches fuleras. Veces que tuve que irme del departamento y pasar el rato por ahí. Era cuando iba a verla el tipo que le pagaba el alquiler. Un infeliz, gordo y transpirado al que casi nunca se le paraba. Terminaba pidiéndole que lo masturbe o se la chupe, invariablemente. Lo sé porque estuve ahí. En algunos momentos llegaba sin avisar y debía esconderme. Ahora, mientras lo rememoro, me causa gracia. Pero en aquel entonces discutíamos mucho por aquellos incidentes. Mucha gente andaba por la calle Uruguay, muy bien iluminada, posiblemente vieron a un pibe en calzoncillos, en un pequeño balcón, en pleno invierno. Hasta que llegué a tomarlo como parte de nuestras vidas. Otra vez el gordo, nunca supo que mientras él se mataba con el rostro entre sus piernas, ella se reía en silencio por las monerías que yo le hacía desde mi escondite. Amenazando con un consolador.

No, no todo tiempo pasado fue mejor. Claro que no. Todo es parte de lo que uno es.

Conocí a Enrique cuando ya había fallecido mi vieja. Mi casa era un desastre y yo colaboraba para que lo sea. Nos hicimos amigos y un día nos fuimos juntos a recorrer caminos. A veces dormíamos en pensiones, de donde nos escapábamos sin pagar. Recuerdo una madrugada, saltando por la ventana, me dejé un saco olvidado que quería mucho. Otras veces no teníamos guita y dormíamos en el tren, ida y vuelta en la línea del Sarmiento.

Enrique era mayor que yo y había tenido muchos amores por todos lados. Llegamos a dormir en la casa de un comisario en Castelar, mientras él no estaba y mi amigo se divertía con su esposa. A mí me conformaron con la sirvienta, una paraguaya encantadora. Cuando nos fuimos al otro día y a plena luz del sol, noté que había salido ganando en la elección de la dama. Nos reímos mucho cuando se lo hice notar.

Fuimos a parar a una pensión en Liniers a dos cuadras de San Cayetano, nos tocó una casilla en medio de un patio. Hacía tanto frío que tenías que dormir borracho para sobrevivir. Allí paraban casi todos los pordioseros de la zona. Había fiesta casi siempre. Tango, folclore y mucho vino barato. Había un tipo que por piernas tenía un cajoncito con rueditas, con las manos se impulsaba por todas partes. Un ciego que veía con el olfato y los oídos, me consta. Y hasta un mago venido a menos, al que se le notaban todos los trucos, pero nosotros lo festejábamos como si no nos hubiéramos dado cuenta. Ahí casi nos agarran cuando nos fuimos, los perdimos en un depósito del tren, cerca de la estación. Pero todavía me acuerdo del sonido de los tiros y los ladrillos saltados muy cerca de nosotros.

Mi amigo tenía otro conocido, que cantaba. Y le hacíamos de representantes, así entrábamos y tomábamos gratis en muchos cabarutis. Había gente muy loca en la noche. En la calle México había uno en particular donde conocí a la Tana.

Dicen que el amor a primera vista no existe, pero la atracción supongo que sí. Aún antes que nos presentaran nos miramos de una manera distinta. Tenía unos ojos verdes impresionantes, tanto como el escote que destacaba un par de tetas de campeonato. Cuando giró para dejar la copa, noté que el vestido parecía dibujar un culo de película. Su problema, mi suerte, es que no era muy alta. Aún sobre los tacos, apenas me sacaba unos centímetros. No era la dueña del boliche, pero lo dirigía con mano firme y cuidadosa. Más de un gil se arrastraba y baboseaba por ella. Algunos hasta la saludaban besándole la mano. No fue mi caso, y casi nos rozamos los labios. Su sonrisa mientras me limpiaba el rímel terminó de conquistarme.

No era la típica madama tirana, sabía de la vida de cada una de las chicas que trabajaban. Siempre les daba una mano, siempre tenía un gesto de amabilidad para con ellas. Eso sí, ojo con tocar lo que no te corresponde, ahí la tipa era una furia. Cuidaba a las minas, pero también cuidaba al cliente.

Mi memoria de aquel primer encuentro tambalea. Whisky, risas, baile. Nunca la engañamos, pero le parecíamos “dos caraduras geniales”, me contó después. Nos dejó quedarnos a dormir en el lugar. Tenía habitaciones sobre el local. Claro que se usaban para otros fines, pero estuvimos un mes entero ahí. Aunque me pasaba la mayor parte del tiempo con ella. De todas formas, Enrique, quería que nos vayamos. Y yo no entendía el problema.

Cada dos por tres se cerraba el boliche para fiestas privadas. Y ahí estábamos con mi amigo haciendo boludeces. A veces en la barra, a veces como mozos, muchas veces como invitados. De vez en cuando venían los dueños, unos tipos raros con más pinta de ladrones baratos que de empresarios. Aunque la Tana los trataba como si lo fueran. Parece que uno tenía una agencia de coches y el otro era dueño de estaciones de servicio. Uno era alto y flaco, tenía la costumbre de rascarse siempre la entrepierna. No sé si tendría ladillas o era pajero. El otro era petiso y muy drogón. Los ojos siempre fuera de las órbitas. Ese me tenía bronca, quizás se notaba que me cogía a la “señora”, quizás fue odio a primera vista. La primera vez que vinieron a mí me tocaba estar en la barra, le preguntó a la Tana “qué hacía ese enano ahí”. Por ese entonces estaba medio loco con el culo de la patrona, el ambiente y todo eso. Si alguien me miraba mal: le devolvía la mirada. Menos mal que estaba ella para apaciguar las aguas. Sino el tipo me metía un balazo sin pestañear.

Había mucha droga en el local. A mí no me molestaba que ella se esnifara delante de mí, jamás me obligó a tomar. Tampoco niego que un par de veces, estando muy borracho y con ella desnuda a mi lado, lo hice por acompañarla. Mala mía. A eso se refería mi amigo sin decirlo claramente.

Además la Tana andaba metida en líos con un par de traficantes. Qué sé yo.

Y una noche se armó la gorda en el puticlub. Hubo de todo, navajazos, balazos, sillazos. Patita pa que te quiero. Todavía pienso que teníamos un Dios particular, que pensó: no es el momento de estos dos tarados. A la Tana le metieron un par de balas, creo. Salí con un ojo morado y el labio roto. Enrique con un rasguñó de navaja en el brazo y cuatro puntos en la cabeza.

Después, mucho después. En mi casa, mientras desarmaba el bolso, vi en la televisión el desastre de un “claro enfrentamiento entre bandas” en la calle México. Muchos heridos, ninguno en forma fatal.

Me despedí de mi amigo, con la promesa que si necesitaba refugio viniera a verme, en cualquier momento. Años después vino de visita, cuando yo ya estaba casado. No quiso quedarse y se fue arrastrando un cuerpo viejo y unos ojos tristes que no olvido. Nunca más lo volví a ver.

La vida tiene giros impensados. Se entrechocan sentimientos y realidades, alegrías y desgracias. Las causalidades mágicas se cruzan con el destino.

Un día caminaba alegremente por Florida, tenía tiempo y andaba viendo ropa. Alguien me tocó el brazo. Era Rosa una de las chicas que conocía del teatrito. Estaba muy mayor, pero con dignidad. Nos abrazamos llorando, como viejos amigos que se encuentran después de una guerra. Nos sentamos en un bar frente a dos cafés que se enfriaron, mientras compartíamos recuerdos y yo intentaba gambetear ese nombre que me ardía en los labios. Ella no paraba de llorar, por momentos a moco tendido. Al final, cuando estábamos por despedirnos me dijo que estuvo a punto de no decirme nada. Pero pudo más la providencia de habernos encontrado. Esa misma mañana había recibido una carta de Mercedes. Mi corazón dio un brinco, vivía en Mones Cazón, un pueblito cerca de Pehuajó. Estaba muy mal de salud y quería verla cuanto antes. Rosa no podía viajar, estaba cuidando a sus nietos en su casa. Su hija había viajado a Colombia a buscar a su marido, después volverían juntos. Nunca supe si era cierto. Y en verdad no me importaba. Le pedí la carta y esa misma noche partí hacia la dirección que mencionaba.

El micro pasaba por lugares que no conocía. Montones de vacas y desolación. Me dejó en una especie de almacén, donde era la parada habitual. Tomé un taxi y llegué a una casita humilde con un pequeño jardín. Llegué tarde. Como casi a todo en la vida. Estaban velándola los vecinos, una hermana y el cura que también había sido su amigo. Pagué la lápida y la despedí dejando una rosa sobre ella.

El cura me contó que nunca estuvo casada, sí en pareja, pero no tuvo hijos. Que era un fiel devota de la virgen y una voluntaria de primera cada vez que se la necesitaba. Claro que me preguntaron de dónde la conocía, siendo yo tan joven. No sé qué mentiras les conté. Supongo que me creyeron porque hasta me invitaron a quedarme unos días, pero me fui sin mirar atrás. No sea cosa que confundieran mis lágrimas y me tomaran por devoto a mí también.

Las vueltas de la vida, se suele decir. Y un día leo un poema de Bukowski que me recordó aquella situación. La diferencia es que yo no estaba borracho, cuando dejé esa flor. Y las palabras que dije eran muy ciertas: se fue una amiga.

Recojo la falda,

recojo el rosario negro

que brilla,

eso que una vez

tocó su carne,

y llamo mentiroso a Dios

y afirmo que algo que se moviera

así

o que supiera

mi nombre

no podía morir nunca

con esa certeza inamovible de la muerte.

Y recojo

su precioso

vestido,

perdida toda su belleza,

y les hablo

a todos los dioses,

dioses judíos, dioses cristianos,

pedacitos de cosas brillantes,

ídolos, píldoras, pan

compresiones, riesgos,

renuncias conscientes,

ratas en la salsa de dos

que se han vuelto casi locos,

sin ninguna oportunidad,

conocimiento de colibrí,

oportunidad de colibrí,

me inclino sobre eso

me apoyo en todo eso

y lo sé:

tengo un vestido en mi brazo

pero

nada

me la devolverá.

Maldito borracho genial. Él sabía que esto me iba a suceder. Él sabía.

El mediodía se asoma por el balcón, los gatos se desperezan bajo el sol.Charly García canta sólo para él o no.

Te siento respirar lejos de tu lugar
Hoy tuve un sueño con vos
Qué locos éramos los dos
En los buenos tiempos

Vos deseabas salir de tu eterno jardín
Yo de mi tonto fulgor
Cuando encontramos era el fin
Y la vida el motor

La línea blanca se terminó
No hay señales en tus ojos y estoy
Llorando en el espejo lo puedo ver
A un hábil jugador

Trascendental actor
En busca de aquél papel
Que justifique con la acción
Toda fantasía

Que toca el saxofón
Mientras su inspiración
Baila tu forma de ser
Que desintegra con un blues
Esta oscura prisión

Llorando en el espejo, dice el bigote bicolor. Y él continua sonriendo, aunque parezca algo triste. Vuelve a darle a las teclas como lo haría un pianista demente.

Causalidades, vueltas y encuentros y desencuentros inesperados.

Tuve un negocio en la costa. Una tarde con una bermuda, una camiseta blanca con la inscripción: INSANE y descalzo, esperaba al micro que traería a Susana, mi mujer. Pasaban los minutos y se hacía larga la espera, llegaron algunos micros. La gente bajaba con bolsos y valijas, pero Susana no aparecía. Desde una disquería escucho:

Filosofía barata y zapatos de goma

ni ésta mentira te hace feliz

quise quedarme cuando morí de pena

quise quedarme pero me fui.

Y en la terminal

y en la terminal

estoy descalzo y te espero a ti.

El ómnibus se ha ido

el amor se ha vencido

quise quedarme pero me fui.

Filosofía barata y zapatos de goma

quizás es todo lo que te di.

Era el estreno de esa canción para mí. Sabía que se venía un disco nuevo del máster, pero no sabía cuándo, ni su contenido. Y ahí estaba, descalzo y Susana no aparecía. Después supe que en una de las paradas se equivocó de micro y fue a parar a cualquier parte.

En 1982 plena guerra de Malvinas, jodía a mis amigos diciendo a cada rato: todo bien, pero que no bombardeen Buenos Aires. Y no va el Charlotte Garcianesco y saca: No Bombardeen Buenos Aires. Se me pone la piel de gallina.

Nos casamos bastante bien. Los dos laburando, con muchas esperanzas. Y un mal día nos fuimos quedando sin laburo. Primero uno, después el otro. Claro que hacía alguna diferencia escribiendo, pero en aquel entonces no era gran cosa. Se nos secó el pozo de agua, ya no servía de nada la bomba. No teníamos plata para el agua corriente. Acarreábamos baldes y un vecino, de vez en cuando, nos pasaba una manguera por la medianera. Nos cortaron la luz y vivimos algún tiempo con velas y radio a pilas. De a poco fuimos recuperándonos. Lo raro es que todos los que recuerdan aquella época, lo hacen con alegría. Dicen que siempre estábamos felices. Nunca faltaban motivos para estar de fiesta. Recuerdo un año nuevo, con otra pareja de amigos que se festejó durante tres días con sus noches. Tiempo después, ya recuperados de tanta mishiadura, escucho a David Lebón contar la razón por la que escribió Casa de Arañas. Describía nuestra casa, casi literalmente.

Una casa de puertas abiertas donde recibimos a algunos personajes inolvidables. Estuvo Moris, me rompió una guitarra y me tomó toda la ginebra. Estuvieron unos amiguitos que venían escapando de los milicos, una mañana nos levantamos y teníamos en el comedor a varios durmiendo abrazados a sus armas. Estuvo el mono Raúl, pesado integrante de la barra brava de la Academia. El Yorugua con su guitarra, que venía escapando de la Nueva Trova de Uruguay (le habían prometido que lo iban a ahorcar con las cuerdas de su guitarra eléctrica). Y muchos que prefiero dejar detrás del velo del tiempo.

Alguna vez salí disfrazado como un colimba, con ropa que un amigo había traído de su fugaz paso por un cuartel. Y estuvimos un par de veces a punto de ser fusilados, mucho después de la medianoche. Y hasta me había creído ciertas mentiras perfumadas de utopía. Todo escritor, mucho más si es joven, suele creerse un revolucionario. Un boludo es lo que era. Un mono con un fusil sin seguro. El amor me rescató de lo que pudo haber sido. La coherencia prevaleció entre los gritos de agonía y el humo. Muchos amigos desaparecidos después, comprendí que fuimos engañados, utilizados. La única barricada posible era la realidad. Si te convertís en monstruo para matar al monstruo, de nada sirve. Con el tiempo vas viendo los cambios y las operetas. El pan y el circo de cada día. Los hippies de Woodstock se volvieron yuppies. Los revolucionarios en empresarios. El tiempo de vino y rosas se acababa más rápido que los amores de una mina de izquierda. Se cantaba la Internacional en asados, desde una casa reciclada en San Telmo. Una casa que debía valer muchos billetes verdes y extranjeros. Los pibes de pulóveres peruanos se afeitaron las barbas y se pusieron las corbatas. Algunos conservaron al Che en camisetas para un fin de semana, navegando por el Paraná. Otros quemaron posters y recuerdos en la misma proporción. Están los que se fueron para Europa y les costaba conseguir yerba para el mate. Nostalgias. Volver. Tango que me hiciste mal y sin embargo, lagrimean desde un balcón en Montmartre, París. Desde encendidas cartas donde hablaban de un posible regreso a las armas, pero nunca regresaron. Ni a Buenos Aires ni a las armas. Eso sí, los revolucionarios que se quedaron en la Argentina, suelen tener muy buen pasar y visitan Europa y el resto del mundo como buenos turistas de izquierda, los que critican a sus gobiernos, pero jamás irán a vacacionar a algún país socialista, jamás.

Tenía un amigo que se garchaba a un gordo maricón de Ramos Mejía. El gordito lo hacía entrar de noche por el garaje y lo llevaba al quincho. Flor de quinchito era ese, con baño, televisión y hasta reposeras como las que tenían los barcos. Lo sé porque conocí hasta el interior de la casa, no así el interior del gordo. Y se nos ocurrió con otro amigacho hacerle una visita de cortesía al manfloro. Le había contado a su amante, mi amigo, que los padres se iban de vacaciones y que pronto iban a enredar sus piernas en la cama de dos plazas. Éramos cuatro los invitados de piedra. Mi amigo entró solo, como siempre y lo convenció que, aunque estaban solos en el caserón, mejor era seguir haciéndolo en el quincho. Nosotros entramos por el garaje, que don Juan Tenorio nos dejó abierto. Tuvimos que soportar el espectáculo del gordo en cuatro, mientras mi amigo nos pasaba las llaves. Pero valió la pena. Le desvalijamos la casa, devolvimos las llaves al ardoroso amante y nos rajamos. Claro que mi amigo no pudo volver nunca más a su medio pomelo, en el ranchito a dos cuadras del colegio Ward.

Años después, en una reunión me presentan a un señor medio pelado que estaba con su esposa y sus tres hijos. El tipo dijo ser vegetariano y tenía una horrible voz aflautada. La cara me resultaba familiar. Tardé un par de horas en darme cuenta: se trataba del gordo marica. Casi me atraganto de la risa. Este hizo el proceso al revés, primero fue mariposa y ahora se las da de oruga.

Ya casado y con un hijo, volví a irme de mi casa. Pasé una noche en el banco de una plaza, pero abajo. Tapado con una campera y un par de diarios. Después pasé otro día en la casa de un amigo. Al final, me prestaron un departamento por un par de meses. Cuando se estaba por cumplir el plazo, me fui a vivir con una compañera de trabajo.

Era técnica en Hemoterapia, se había hecho las lolas y tenía buena pinta. Por aquellos tiempos moría por las mujeres de pelo corto y buen lomo, mucho más si me daban bola. Ya instalado en su casa descubrí que su heladera era un gran motivo de separación. Todo era light.

Revelé que las galletas de arroz saben igual que el tergopol. Y se acentuó mi odio hacia los que corrían o caminaban en jogging. También entendí que no todo lo que reluce es de carne, propiamente dicha. Al mes quería irme de ese infierno de edulcorantes y comprimidos de todos los colores. La técnica era una verdadera sicópata y necesitaba pastillas para dormir y para despertarse. Grajeas para sonreír y para coger. Somníferos para vivir como zombi.

Comencé a cortar de a poco. Yéndome a caminar por ahí sin ton ni son. Visitaba amigos. Me veía con otras mujeres. Y un atardecer caminando por Ciudadela conocí un boliche hecho a mi medida. Estaba abierto las veinticuatro horas, tenía pool, música, muchas chicas y muchísimos tragos. Pronto me hice amigo del encargado. Me fui a vivir a una pensión cerca del lugar. No estaba tan mal, sólo éramos siete moradores. Podía llevar a quien quisiera. Tuve inolvidables encuentros y me enamoré de unas cuantas compañeras de trabajo. Una de ellas estuvo tres largos años sin dirigirme la palabra, porque después de cuatro años regresé con mi esposa.

Cuántas vueltas y contra vueltas. Partidas y regresos sin gloria. Encuentros y reencuentros. Inesperados, sorpresivos. La rueda gira, no basta con la gravedad: algunos momentos se caen sin elegancia. Se pierden entre nubes de alquitrán. Se diluyen en el asfalto hirviente, en las cegadoras luces de los carteles que hipnotizan y venden felicidad a cambio de sangre.

Tenía razón el Indio: vivir sólo cuesta vida…

Se recuesta contra el sillón. Lee y corrige algunas frases. Vuelve a sonreír y sin ninguna razón aparente aprieta Esc y cuando la máquina propone si va a guardar todo lo escrito, pone que NO.

Ha borrado todo lo escrito. Toma un mate, mientras escucha a Dave Van Ronk haciendo St. James Infirmary. Los gatos comienzan a impacientarse, reclaman su comida. Apaga la computadora, acaricia a uno de los felinos y ríe francamente. Lo persiguen, maullando y refregándose contra sus piernas cuando va a servirles la comida.

La vida se desliza como esos gatos. Lenta y perezosa. Veloz y famélica. Armando las piezas de un rompecabezas incompleto, con fecha de vencimiento, por lo cual nunca podrá ver el dibujo completo.

Jorge Milone

Villa Luzuriaga, mayo 2018

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