Desde ahí arriba

Desde ahí arriba, la lonja se extendía más infinita que nunca. A la izquierda y a la derecha se alzaban los más fieles testigos de mi infancia: Las Machotas y el Monte Abantos.

Abajo, un ángel de mejillas sonrojadas removía la nieve virgen. Se incorporó con cierta torpeza y observó la figura blanca que había dibujado en el suelo. Riéndose a carcajadas se volvió hacia su amigo para enseñarle su ingeniosa y divertida obra.

Alcé el rostro. El sol de la tarde había calentado la piedra de las hornacinas, que ahora me protegían de la brisa fresca que viajaba hacia el Oeste anunciando la noche. Así, sentado como una escultura en una de aquellas desgastadas cavidades, podría haberme sentido ridículo a mis treinta y dos años, sin embargo, era más humano que nunca o, mejor dicho, más Lucas que nunca.

¿Campanas? ¿Qué hora es? Oh claro, eran la ocho. Empezaba la misa. Paulatinamente, turistas y escorialenses iban llegando a la entrada de la basílica. Pocos repararon en mí, y no me sorprendió en absoluto: muchos niños como yo andaban subidos en los brazos del viejo monasterio. La voz imperativa de mi madre me obligó a bajar y me avisó de que llegábamos tarde. Esa vez decidí obedecer y, veloz como el rayo, bajé de la hornacina para agarrarme de su mano y entrar en la sombra del Patio de los Reyes. Alcé la vista hacia la torre derecha y, de repente, un destello fugaz se reflejó en mis pupilas inocentes. Era el edificio, que, con ese brillante y pícaro guiño, me recordó que ahí se escondía nuestro pequeño secreto: el ladrillo de oro.

De repente, un doloroso pinchazo en la mano me hizo desviar mi atención. “Otra maldita hormiga roja” –pensé. Pero luego sonreí y volví a apoyar la mano en el mismo sitio. El insecto se quedó quieto a mi lado, para luego esconderse indignado entre las grietas de la hornacina. Estaba claro quién había permanecido acompañando a nuestro viejo amigo durante los quince últimos años, y entendí que, a su manera, aquella hormiga me recriminaba mi prolongada ausencia.

Un potente ladrido despertó mi imaginación melancólica. Una graciosa niña de ondulado pelo rubio perseguía a un veloz dálmata, que corría vivaracho y libre de un lado a otro de la explanada. Ella reía sin parar mientras el perro revoloteaba a su alrededor oliendo, brincando y saltándole encima.

Aquella escena me encogió el corazón, que palpitaba al son de las campanas que repicaban desde lo alto de su torre basilical. Muy poco a poco, su rotunda llamada me devolvió a la realidad: el sol ya se despedía entre los tres montes, y suaves nubes azules y rosas salpicaban el cielo claro. Supe que era el momento de irme, y de un salto bajé de la hornacina como había hecho veintitrés años atrás. Mi alma rió al recordar el miedo que sentí al tirarme por primera vez desde aquella abrumadora altura hasta los brazos de mi padre.

Atravesé la lonja sin mirar atrás. Pero al llegar a la cadena que marcaba la entrada o, en mi caso, la salida, me volví, y algo descansó en mi interior al comprobar que algunas cosas sí vencen al tiempo, no solo permaneciendo tal y como las dejamos, si no embelleciéndose a los ojos del alma con el paso de los años. Aquella voz sabia y antigua que solía hablarme por las mañanas resonó una vez más en mi alma, aquel olor a hierro, frío y acogedor, despertó mis desgastados pulmones, y la suave calidez de la piedra volvió a besar mis dedos entumecidos.

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