Una familia feliz

Una familia feliz

―Mama, coño, deja de decir mentiras.
¿Por qué será que siempre somos las mujeres las que tenemos que dar el paso al frente? Tantas veces habíamos planeado esto, mi hermano mayor siempre insistía en que él lo iba a decir, que tenía que ser él; pero al final el muy cobarde se quedaba callado y pasaban las horas en la mesa, haciéndonos los que comíamos, riéndonos, bromeando, recordando los momentos antes de aquel maldito accidente y nos parábamos de la mesa y nunca decía nada, absolutamente nada; en parte (y lo admito) porque a pesar de todo seguíamos siendo una familia feliz, aunque nuestros platos nunca se vaciaban, a pesar de que todo en la casa lo tenía que hacer viejo, y el pobre irremediablemente también se estaba volviendo loco con nosotros; con todo y eso, seguíamos siendo una familia feliz, raramente feliz. Y luego, mientras viejo dormía nosotros rondábamos en la casa discutiendo cuándo se lo íbamos a decir y mi hermano siempre con que no era el momento. Yo me preguntaba “¿Y cuándo carajos es el momento?” A lo mejor es que nosotras las mujeres realmente no sabemos cuándo es que hay que hacer las cosas, y lo digo también porque mamá era otra, mira que se lo advertí “Mama… ¿Cuándo se lo vas a decir a mi papá?” Ella me viraba los ojos y yo continuaba “Sino se lo dices… ” Lo que pasa es que uno deja pasar el tiempo y la amenaza pierde fuerza, se olvida, se deja por ahí, en algún rincón; pero al final por más que uno no quiera decirlo, es inevitable, al menos nosotras somos así (no importa, lo reconozco) siempre se nos va la lengua. Y desde ese día dejamos de ser una familia feliz, bueno, raramente feliz.
Aquella noche como otra tantas viejo sirvió la comida, nos hizo un lugar en la mesa, puso los cubiertos, el agua; viejo era tan bueno, coño, no se merecía tanto dolor, ya había sufrido tanto con lo del accidente, y que nos tuviera todavía allí creo que lo hacía sentir mejor, a su manera. Lo que pasa es que esa noche él estaba más incómodo que nunca, ponía las cosas en la mesa con torpeza, tiraba los cubiertos. Yo me imaginé que íbamos a volver a discutir del tema. De todas formas hay que decir la verdad, aunque la verdad al final sale sola, no hay que planear cómo sacarla, llega un punto en que no puedes esconderla, se hace ridícula; y ese momento fue precisamente cuando viejo después de dar un suspiro muy hondo de enfado dio un golpe en la mesa y nos preguntó:
―¿Ustedes no piensan hacer nada en esta casa?
Mamá siempre saltaba al paso:
―Ya esto lo hemos hablado –le respondió mientras se hacía la que estaba comiendo- El médico nos mandó reposo.
―¿Reposo? –preguntó viejo sobresaltado- ¿Sí? No me digas ¿Qué tiempo?
Mamá era muy inteligente, entonces ella se hacía la dolida, encogía los hombros, ponía un rostro de gatito degollado y se ponía a llorar en la mesa, en parte, yo reconozco, y reconocíamos todos que era un llanto sincero, lo que pasa es que viejo no sabía realmente por qué lloraba, él pensaba que era porque se sentía incomprendida. Luego de eso él, coño, que bueno era viejo, le pedía disculpas otra vez:
―Discúlpame mija, en serio, es que no es fácil tener que llevar el peso de esta casa completa yo solo. Si al menos me pudieran dar una mano.
―Yo sé nene –decía ella- yo lo sé, si no hubiese sido por ese accidente. Pero recuerda que todavía somos una familia feliz. ¿No es cierto?
―Es verdad, eso es lo importante.
Eso fue lo que sucedió la última vez, pero esta, desde que vi que mamá puso aquel rostro y encogió los hombros: la sorprendí; se suponía que esto lo debía haber hecho mi hermano, eso era lo que se suponía, así lo habíamos acordado pero yo sabía que otra vez él no iba a hacer nada. Por eso lo dije.
―Mama, coño, deja de decir mentiras.
Viejo se quedó callado, solo la miró. Él no hablaba tanto y eso me gustaba mucho de él porque yo tampoco hablo demasiado. Yo creo que de todas formas esa noche él se hubiese dejado convencer por el circo de mamá, por su propio circo en realidad. Ella apenas me oyó viró los ojos con un rasgo diferente: miedo. Un miedo que nos aterraba a todos, sobre todo a mi hermano, pero, no podíamos ser tan egoístas.
―¿De qué tú estás hablando María? -preguntó-
Yo me le reí en la cara y eso la enfadó aún más.
―¿Qué de qué yo estoy hablando? –le respondí- Te acuerdas una vez… –hice una pausa- … que yo te dije –hice otra pausa- Recuérdate… Haz memoria. Te dije… Si no se lo dices… ¿Qué más te dije? ¿No te acuerdas?
―No lo digas –reclamó ella-
―Te dije q si no se lo decías yo se lo iba a tener que hacer.
Mamá se puso en pie. Viejo no hablaba.
―No lo digas -gritó- Vas a joderlo todo.
―Mama, hace rato que esto está jodido.
Viejo no hablaba. Mamá se sentó.
―Es verdad –dijo ella-
―Es verdad –dijo mi hermano-
De pronto en plena mesa, después de tantas semanas discutiendo y sin llegar a una solución que nos acomodara a los tres, por fin, estábamos de acuerdo. O no tan de acuerdos, más bien, conformes.
―Pa… Tenemos que decirte algo.
Él no se asustó tanto, de hecho, yo creo que él ya lo sabía, solo que desde un inicio decidió creerse toda esta mentira que solo estuvo en su mente y por un tiempo cobró vida con nosotros. De pronto me asaltó su pregunta:
―Ustedes están muertos ¿Verdad? –nos preguntó con unos ojos que iban de mí a mi hermano y luego a mi madre y de vuelta a mí-
Mamá solo asentía con la cabeza igual que mi hermano, culpables. Vi como el rostro de mi hermano se iba desintegrando en la nada, el cabello de mi mamá iba cayendo, mis manos se iban fundiendo con el vacío.
―Sí, pa… Ya estamos muertos –alcancé a decirle-
Viejo bajó la mirada.
―Claro -dijo-
Eso fue lo último que le escuché decir: “Claro”, y si dijo alguna otra cosa no pude escucharlo, mi cuerpo se hizo poco a poco una ceniza transparente que se fue desvaneciendo y mesclando con el de mi madre, con el de mi hermano, nos fuimos volando, poco a poco; él se quedó, ahí, solo, con su vista caída, distraído, por fin: incrédulo.

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