Pactar con un negro

Pactar con un negro

Paulo Kulero

21/04/2019

La noche anterior me había culeado a la novia del negro que organizó la fiesta, era un tipo alto, feo y estúpido, pero tenía dinero y eso bastaba para ser el tipo más piola en toda la universidad.

Me metí un poco de opio, pero estoy seguro de que lo que me cagó la cabeza fue el crack, esa mierda sabía como el culo de una diosa, y como te elevaba… cuando me di cuenta estaba tumbado sobre la cama del negro y con su novia, Fátima, a mi lado riendo y gozando. Aun traíamos ropa cuando me vino la conciencia al cuerpo, aquel instinto, reflejo primitivo, cuando estas a punto de cachar, siempre vuelve a ti …excepto cuando te metes coca.
La tomé de la cadera y la atraje hacia mí, besé sus labios y comencé la sesión de masaje sexual sobre sus nalgas y su vagina que yacía compungida contra el pantalón de jean. Tome los botones de su pantalón, uno, dos, cuando la liberé del tercero su paladar era un manjar exquisito en mi lengua, sus dientes tersos como caramelos y sus encías sedas hechas piel, me entumecía el labio inferior de tanto morder.
Al parecer disfrutaba demasiado del ritual previo a la cópula, no me imaginaba como reaccionaria ante el sexo mismo, una diosa depravada es lo que debía ser. Así que pisé el acelerador e introduje toda mi mano bajo sus calzones, un leve follaje afeitado de cuatro días me dio la bienvenida y más allá su coño rebosaba de líquido más suave que el mejor lubricante, palpé su vagina semi-abierta e introduje unos dedos, ella suspiro y voto la cabeza atrás de manera que nuestros cuellos se frotaron en el instante de placer. Vocifero unas voces incomprensibles y me llevó devuelta a su boca, gemía contra mi aliento cada vez que manoseaba con fuerza en su interior. Mi mano ya estaba empapada, era hora de sacar al martillo del yunque. Mi pene siempre me sorprendía, cada vez a punto de tener sexo lucía diferente, o era más gordo o más largo, con la punta tensada o en su lugar con las venas rebosantes a punto de estallar, fuera lo que fuera siempre era un gusto sorprenderme a mí mismo. Excepto aquellas veces… que estaba flácido, jajá.
Blandí el arma como un caballero sobre la liza, toque sus labios con la cabeza y ella dio un pequeño brinco sobre sus costillas, le susurré «tranquila» al oído, ella sonrió con los ojos cerrados, no sabría decir si por placer o por lo alcoholizada que estaba. Su rostro era totalmente apetecible, tierno y delicioso. La observé con cuidado cuando clave mi pene en su interior, casi todo, un poco más de la mitad. Parpadeo un instante… creí que iba a abrir los ojos… en su lugar se vació de todo aire en un suspiro e inspiro una nueva bocanada con la nariz mientras sonreía placida, lamí su cuello, bese sus hoyuelos, bebí el sudor de su pelo e inicié la danza del sexo.
Al trote de la piel, su culo contra mi cadera, sus nalgas se encogían y se dejaban libres cuando iba y venía como un lagarto amaestrado, así me sentía cada vez que lo hacía de «cucharita». Martilleando y martilleando, el acero que cocinábamos era delicioso y lo que se teñía de rojo eran nuestros rostros. Así mantuve el ritmo, esperando y esperando, largo tiempo hasta que ella se viniera, lo supe cuando sus gimoteos se hicieron dulces, subieron el tono una octava, y vociferaba como si quisiera despertar de un sueño que se volvió pesadilla. Ahí fue cuando la rodeé con ambos brazos entrelazados contra su pecho y tomé sus manos, con nuestros dedos intercalados, presioné y embestí con fuerza. El trote dio paso al galope y como había sucedido siempre la oí gritar. Con cada arremetida gritaba más y más fuerte. La hora del frenesí. La amarré con fuerza contra mí, temiendo que escapara y agité mi cadera con todas mis fuerzas, lo más rápido que pude y sus suspiros se dejaron libres y me confesó a todo pulmón que nunca la habían cogido tan fuerte, en un idioma de gritos. La lleve al éxtasis y sus manos apretaron las mías, pataleó como si no pudiera aguantar más y.… el deje libre al fin.
De sus gemidos solo quedaba el silencio mientras descansaba jadeante sobre el colchón, y yo emprendí el galope final, más ligero que un trote. Me erguía sobre ella como si la dominara, pero más que follarla, frotaba y restregaba mi verga en su interior al sonido de mis gemidos ahogados, aspirados, como la droga de la que me había librado ya hace más de dos horas. Mi droga de siempre, la favorita, llego en medio de mi colofón y derretí mi piel y todo mi calor en una sustancia dulce, blanca y caliente que derramé sobre sus nalgas, ahí deje la semilla y ella dejo ahí aquel orgasmo, todo sobre la cama del negro que nos observaba, atento y silencioso desde una esquina de la habitación. Y nos siguió observando, por demasiados minutos, cuando yacía con su mujer al lado abrazándola y acurrucándola contra mi pecho.

Al día siguiente me entere de todo, primero de los rumores chistosos, luego de los labios de Fátima. El negro era gay y la tenia del doble de lo que me media a mí. Se había acostado con cada mujer de la facultad y con muchas de otras tantas.
El trato era el siguiente: Él dejaría que me coja a su «supernovia» (modelo obviamente) con la condición de que luego él me coja a mí. Al oír esas palabras no huí de mi juramento (hecho cuando estaba drogado hasta la amnesia), pero si huí del packete que rosaba con fuerza el pantalón de José el negro, cuando lo vi acercarse a Fátima y a mí. Jamás los he vuelto a ver desde ese día.

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