DONDE QUEDÓ EL PELIGRO ejercicio 3

El auto salió a las cinco de la mañana de la ciudad de Rosanta, en dirección a las montañas del Escudo. Dos hombres iban en él. El señor Apolinar, comerciante, y Rafael, sicario que apuntaba con un revolver al mercader, cosa exagerada pues el negociante estaba inmovilizado. El mercante iba atado de pies y manos y no representaba ningún peligro. En la ciudad nevó durante tres días y ahora el deshielo se producía, causando accidentes y enfermedades relacionadas con la gripa y los pulmones. Rafael manejó por la carretera que llevaba a el pueblo de Guadalupe, a tan solo cuarenta minutos de distancia. Manejó despacio, con precaución por unos momentos, pero ni siquiera se dio cuenta cuando empezó a acelerar.

Fue en la curva que llamaban «la curva del lechero» (por que ahí se había volcado un camión que transportaba cientos de litros de leche) fue en esa curva famosa, cuando el auto derrapó y Rafael perdió el control por completo. Es necesario decir, que el sicario se vio sorprendido por el movimiento extremo. El auto derrapó y cayó por una cuneta del cerro y fue a estrellarse contra un árbol, metros abajo de la carretera. Cuando se produjo el impacto contra el árbol, el arma se disparó, hiriendo a Rafael. Luego del impacto y la detonación, los hombres se miraron.

—¡Usted Apolinar! ¡Ayúdeme! —dijo con el rostro compungido el sicario.

—¿Ya puedo hablar?, recuerde que me lo prohibió.

—No se cabrón y haga algo.

—¿Y por qué habría de ayudarte?

—¡Puta madre, tengo un agujero en el vientre!

—Que cosas, hace unos minutos alardeabas y me amenazabas. Decías que te encargaron matarme. Y ahora, que tu vida pende de un hilo me pides ayuda.

—No lo iba a matar, solo iba a darle un susto.

—Pues sí, pero mientras yo me cagaba en los pantalones no.

—No sea ingrato, ¡sáqueme de aquí!, le prometo que le regresaré el favor.

—Dime quién te mandó a darme un sustito, como dices, porque da la casualidad de que no te creo. Yo creo que me ibas a matar.

—No, se lo juro… ¡Ah!, ¡como duele esta madre!…

—Lo mejor es que se quede quieto. Además, yo no puedo ayudarle, llevo las manos atadas.

Mientras discutían escuchaban los autos que pasaban por la carretera, sin que ninguno de ellos notara que estaban en problemas al fondo de la cuneta. En eso comenzó una ligera llovizna y la temperatura subió. Don Apolinar tenía ganas de orinar, pero iba atado de pies y manos, por lo que frenó su deseo. Este señor era un comerciante acaudalado que comerciaba telas y tapetes traídos de diferentes partes del mundo. En su catálogo había alfombras de la India y Persia, y telas caras importadas del viejo continente. Al parecer a alguien le disgustaba su buena posición económica.

—Yo le ayudo con los amarres. ¡Acérquese!…

—¿Cuántas personas has matado hijo? —le preguntó el comerciante a Rafael, mientras este aflojaba las amarras de las manos de Apolinar.

—Eso no viene al caso viejo, es asunto mío.

—Qué curioso no, tú te dedicas a ajustar cuentas. Hoy aporreas a un tipo, el otro día matas a otro y precisamente hoy, te conviertes en tu propio verdugo.

—Fuel el auto, perdí el control. La pistola se disparó sola.

—Pues sí, pero no tuviste mucha suerte, el tiro te dio a ti. ¿Qué desgracia no?

—¡Perra suerte!, mi pierna está atorada entre los fierros.

—Me pregunto si debería ayudarte, tus intenciones no eran las mejores para conmigo.

—Don Apolinar usted es honesto, sáqueme de aquí.

—¿Te has dado cuenta que nadie nos ha visto?, los carros pasan y pasan muy lentamente por las condiciones atmosféricas.

—Suba usted y pida ayuda, los amarres ya está sueltos, ya tiene las manos libres.

—Sí, pero ¿qué les diría? que tú pensabas matarme y que derrapamos y que ahora el que puede morir eres tú.

—No tiene que decir gran cosa. Solo que viajábamos rumbo a Guadalupe y que caímos por la cuneta. Todo fue un accidente.

—Y qué les digo de la pistola. ¿Qué la llevabas en el pecho por si veías un conejo?

—¡Puta madre! Si no hace algo me voy a desangrar, ya me siento débil.

Don Apolinar ya libre de los amarres de las manos, se aflojó también los de los pies. Sin decir nada bajó del auto y buscó un sitio para orinar. La intermitente lluvia le mojó el rostro y las ropas, pero no volvió al auto. Fue hasta una gran piedra y se sentó a pensar. ¿Qué iba a hacer? Perdonar a quien iba a matarlo. Creer en sus palabras. Dejarlo morir. Pedir ayuda cuanto antes. El deshielo todavía se podía observar en las ramas de los arbustos. Le dio frío y regresó al auto. Rafael se quejaba.

—No me has dicho quién te mando —dijo el comerciante.

—Fue Don Facundo, su competencia, pero no solo por lo del comercio, él dice que usted le hacía bullyng en la escuela, eso no lo olvida y que además mató a su sobrino en el bar Las Cuencas. Eso no lo puede perdonar, le guarda un rencor descomunal.

—Ya voy entendiendo. Pero ese incidente lo provocó su sobrino, yo solo me defendí.

—Pues él no piensa lo mismo.

—Ese es su problema. Ahora, que te haya mandado a matarme sí que son palabras serias.

—Pero ya no lo piense más. Usted seguirá con vida. ¡Ayúdeme!

—Sí… don Facundo tiene razón. Siempre lo aporreaba y le clavaba un fierro en las costillas. Lo llamaba «seboso» o «gordo de mierda». Un día lo asusté tanto con un taser, que se orinó en los pantalones en el pasillo de la escuela. Pero ya pasó mucho tiempo no. ¿Qué opinas tú?

—Pero ¿y la muerte de su sobrino?

—Eso lo entiendo, yo mismo estaría ofuscado y con rabia.

—¡Con un carajo! ¡Que me desangro!

—Vamos a ver, si te ayudo ya no me molestarás. Es lo que dices no.

—Sí, eso seguro.

—Pero Facundo me va a seguir odiando. ¿Qué hago con eso? Seguro manda a alguien más.

—Le puedo decir que le puse una madriza y que le metí un tiro en la pierna.

—¿Crees que sea suficiente para él?

—Yo digo que sí. Le doy lujo de detalles y le digo que chillo como rata, eso seguro lo satisface.

—Si yo te contrato, ¿tú lo matarías?

—Pues sí. Pero que carajos, ¿ahora piensa en vengarse?

—Debo tenerlo en cuenta, por si acaso.

—Si usted me lo pide yo lo mato, pero ayúdeme ya por Dios.

—Solo es algo que se me ocurrió. Por si no me deja en paz. Lo de la escuela lo lamento, lo cambiaría, pero ya no puedo hacer nada. Lo de su sobrino fue culpa suya, no tiene vuelta de hoja.

En eso dejó de llover y se soltó un viento fuerte. Apolinar debía tomar una decisión ya. No podía demorarse más. Si se marchaba y dejaba a Rafael a su suerte podían pasar dos cosas: o se moría, o alguien lo encontraba y le ayudaba. Si pasaba lo segundo, era seguro que lo volvería a buscar para ajustar cuentas. Por otro lado, pensaba en Facundo y si el discurso que Rafael propuso sería convincente.

—Mira Rafael. ¿Te llamas así no? Mira Rafael sabes que si te dejo aquí puedes morir no.

—Lo sé, lo sé. Vaya al grano.

—Pues bien, esto es lo que haremos: tú me prometes que ya no te meterás conmigo, aunque Facundo te lo pida. Le vas a decir que me rompiste la nariz, que me tumbaste dos dientes, y que me diste un tiro en la pierna. Espero sea suficiente. Si tú me lo prometes yo en este mismo momento voy en busca de ayuda.

—No hace falta decirlo. ¡Pero hágalo ya! ¡Con un demonio!

—No te alteres. El trato está hecho, voy en busca de ayuda.

—Encuentre mi celular y llame a una ambulancia, estamos en el kilómetro treinta y dos.

—Ni la pistola, ni tu celular están viejo, así que mejor subo a la carretera y paro al primer auto que pase.

—¡No me vaya a dejar aquí, por favor!

—Tienes mi palabra.

Apolinar se alejó del auto y se puso en marcha hacia la carretera. Debía subir una empinada cuesta y eso con sus años le costaría trabajo. Cuando al fin lo logró, se paró a la orilla de la carretera para hacer señas al primer auto que pasara. Vio venir uno, pero por más señas que hizo el auto no se detuvo. Insistió con un segundo con el mismo resultado. Lo único alentador era que los primeros rayos del sol se filtraban entre las nubes. Prendió un cigarrillo y respiro profundo. Y mientras veía viajar las nubes y el deshielo escurrir de las ramas de los arbustos, esperaba paciente por alguien que se detuviera y les prestara ayuda.

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