CRÓNICA DE UN CONDENADO A MUERTE…relatada por un siniestro visitante

CRÓNICA DE UN CONDENADO A MUERTE…relatada por un siniestro visitante

Juan Pachón

18/04/2019

Está muy próxima la hora en la que habré de saldar un asunto pendiente de suma importancia, el cual ocupa mis más felices pensamientos. A este propósito responde mi súbito advenimiento en esta prisión mal oliente, de muros corroídos por el salitre que emana del mar caribeño, y enclavada en la inhóspita selva de la Guayana Francesa, exótica república bananera, donde la mórbida humedad y los insoportables mosquitos gobiernan a sus anchas. Entre todas las celdas de la penitenciaría, hay una en particular que se roba mi atención, pues es allí donde reposa el fruto de mis anhelos. Al contemplar sobre el horizonte la celda de mi interés advierto a un hombre hostil y en esencia contradictorio, de mirada cautelosa, enmarañada cabellera y piel castigada por una implacable viruela de adolescencia. Porta un uniforme desteñido a rayas. A pesar de rondar los cuarenta y cinco años luce como de sesenta. Le hallo sentado en una pequeña y destartalada silla de madera vieja, que deja descubrir su portentoso tamaño. Fuma compulsivamente, un cigarro tras otro, dejando una espesa estela de humo sobre sí. A primer golpe de vista proyecta una imagen de suficiencia imperial, como de dictador balcánico, pero sé muy bien que detrás de esa fachada áspera se oculta un ser atribulado, taciturno, nebuloso, muy dado a la melancolía y proclive a hundirse en los abismos existenciales. Alguna vez, en su remota niñez, trató de hallar resguardo espiritual en los dogmas de la fe católica, estimulado por su devota madre en afán de santidad, tan severa como supersticiosa y dueña de los más elevados tributos morales; pero éste pronto abjuró de su credo y torció sus ideales. Este radical viraje en su línea de pensamiento le llevó por destinos non sanctos, borrando en él todo rasgo de bondad y mansedumbre. Primero fue un inocente robo a hurtadillas en la tienda de su tío bonachón y algo estrecho de entendimiento. Luego, a medida que le iba cogiendo el sabor a las pillerías juveniles, probó sus habilidades delictuosas asaltando a mujeres indefensas, valiéndose de puñales artesanales. Más adelante, conforme se iba perfeccionando en el arte criminal, los hurtos fueron cada vez más elaborados y sofisticados. Escaló las empinadas cúspides de las grandes ligas del crimen organizado, hallando su nicho en el negocio ilícito de la trata de personas y las apuestas clandestinas. Tejió alianzas estratégicas con los capos más avezados del bajo mundo, y supo cubrir sus espaldas a expensas de jueces torcidos y políticos de dudoso proceder; hombres del estrato más bajo en la escala moral, ebrios de poder, sin escrúpulos, maquiavélicos, sórdidos. Luego vinieron los asesinatos, las extorsiones, las depravaciones mas viles, las pistolas humeantes, los antros, los lujos desenfrenados, el dinero mal habido, la vía del menor esfuerzo. A pesar de su meteórico ascenso en el mundillo del hampa, se había convertido en un ser vacilante, sombrío, dispuesto a vender su alma ennegrecida al mejor postor. Nada era suficiente para él. Quería ser el dueño del mundo y haría lo que estuviera a su alcance para lograr su cometido. Pero su loca y desmedida ambición lo traicionó, llevándolo a tomar las peores decisiones. Cometió errores imperdonables, propios de un principiante. Dejó cabos sueltos en cada uno de sus últimos golpes. Y eso lo condujo a estas tierras ignotas, en las condiciones más adversas, enjaulado como una fiera de circo, olvidado en el tiempo, condenado a pena de muerte, sin la menor posibilidad de burlar la ley, misma que muchas veces tuvo a sus pies. Y heme aquí, custodiándole sus pasos en el ocaso del día.

Apenas se oculta el Sol bajo la densa jungla, un carcelero se acerca, presuroso y malencarado, con la cena, su última cena, un menú para nada pretencioso, hecho a la sazón de su corriente paladar: una copa de vino tinto de cosecha reciente, cañón de cerdo en salsa de naranja, papas gratinadas con perejil, arroz a las finas hierbas, ensalada griega, pastel de chocolate con fresas. Ofrece los alimentos a su dios de turno, una deidad pagana que tomó prestada de la tradición local, pero de una manera muy vaga, mecánica, sin convicción, nada encomiable. Esa fe brumosa y estéril que abrazan los que se aproximan al umbral de la muerte. Come con rapidez felina, sin masticar siquiera, como si le esperara algo más importante qué hacer. Al final del moderado banquete lanza un eructo desafiante, para luego echarse en el incómodo catre que tiene por cama, a extraviarse en sus grises pensamientos. Al cabo de unos minutos logra conciliar el sueño. Sin embargo, se le nota confuso, desesperadamente confuso. Continúo observándolo a través de los barrotes, cuya prominente capa oxidada evidencia el agreste clima imperante. Él sigue durmiendo en aparente calma, pero su pesada respiración revela un hondo sufrimiento. Yo en cambio, me siento alborozado como mocoso en dulcería.

Transcurridas dos horas, y algo más, el presidiario interrumpe repentinamente su inestable sueño y se pone en pie cuan largo es, como si atendiera una orden marcial, exhibiendo sus casi dos metros de estatura. Se dirige al lavabo y se refriega con abundante agua y jabón sus grandes y burdas manos de homínido prehistórico. No obstante su aura de fingida serenidad se le nota nervioso y ausente. Se vuelve a acostar, pero esta vez se derriba con suma brusquedad sobre su modesta cama invadida por el moho y la suciedad, a la vez que saca un libro del cajón de la mesita de noche. Lee vorazmente, sin prestar atención a su entorno. Alcanzo a observar que se trata de literatura barata, uno de esos libracos concebidos para insípidos jovencitos con ínfulas de intelectuales. Al final le vence el sueño nuevamente, y deja caer sobre su ancho pecho el empolvado ejemplar de insulsas letras. Yo sigo allí, inmutable, tomando nota de su peculiar comportamiento, esperando el momento oportuno para hacerme visible.

No ha pasado ni una hora, y el preso vuelve a abrir sus ojos de manera intempestiva, buscando a su alrededor la explicación a ese miedo irracional que le doblega, que le penetra por cada poro de su pálido y estremecido pellejo de animal nocturno. Entonces me dejo ver a una distancia prudencial, retándolo con la mirada. Reparo en su tosca expresión a un hombre sin rastro alguno de empatía. No obstante, detrás de ese cuerpo basto y facciones rústicas, de esos ojos inflamados de furia ciega, de esos rasgos de bestia abominable subyace un engendro atormentado e inseguro. El hombre parece no percatarse de mi presencia. O no quiere percatarse. Pero sigo insistente, sin apartar mis ojos encendidos sobre su miserable humanidad. Éste entra en el juego, invadido por el desconcierto, y me apunta tangencialmente con sus pupilas inexpresivas, vacías, sin comprender aún el porqué de mi visita. A pesar de su colosal estampa y repulsivo aspecto percibo en su transpiración helada la vulnerabilidad que a toda costa quiere ocultar. Las palabras sobran. Nuestra comunicación se reduce a un estricto contacto visual, pero tal parece que aún soy ajeno a su entendimiento. ¡Qué le vamos a hacer! Luego me retiro lentamente, pero no muy lejos, dejando a aquel despojo, sumergido en su infinito miedo y soledad. Dudo mucho que pueda dormir plácidamente.

Bien entrada la noche se escucha un grito desgarrador, lastimero. Los presos se agitan y los perros ladran nerviosos. El guardia nocturno prende las luces y acude al lugar de los hechos. Como era de suponerse todo ocurre en la celda del condenado a muerte. Allí, envuelto en un mar de llanto inconsolable, yace el desdichado sujeto que no para de llorar. Aquella escena conmueve a los otros presos, quienes tratan de brindarle su voz de aliento, pero no sirve de mucho. Las lágrimas no cesan. El hombre, visiblemente afectado, al fin parece comprender mis oscuras intenciones. El guardia, apoyado por otros carceleros, dado el grandioso tamaño del individuo a intervenir, logra someterlo y le aplica una droga tranquilizante que le deja aturdido casi en el acto. Pasados unos cuantos segundos el cautivo vuelve a quedar dormido, y todo vuelve a la normalidad…por ahora.

A los primeros rayos del Sol, en los albores del día, regreso, muy sigiloso y presto, al escenario de la tragedia. La niebla tropical en retirada se confunde con los hilos de luz crepuscular que entran tímidamente a través de una minúscula ventana, ubicada en un vértice inaccesible de la celda. El sacerdote de oficio, un hombrecillo filiforme entrado en años, de lánguida y estropeada apariencia, escuálida anatomía y voz aflautada irrumpe en el recinto con su vetusta biblia de hojas amarillentas y olor a guardado. El reo, quien lleva despierto hace treinta minutos por lo menos, le espanta con su accidentado rostro, cuya indómita geografía le confiere un aspecto de criatura mitológica. Parece sacado de una tragicomedia surrealista de Pasolini. ¡Y lo vengo a decir yo! El clérigo se arma de valor, y con su delgada vocecita se despacha, cual lora amaestrada, en una insufrible retahíla de salmos y plegarias en un latín críptico y fangoso que ni él mismo logra descifrar, a la par que agita su bendita biblia en plan apocalíptico, alentando al arrepentimiento al condenado, cuya terquedad inquebrantable conspira en contra de la misión evangelizadora. Para mi sosiego, el religioso, fatigado y decepcionado dado su fallido intento de conversión, decide retirarse con la cabeza gacha, arrastrando sus rancias y decrépitas carnecitas. ¡Qué se deje de embelecos este pastor de la Iglesia! Yo también me doy a la retirada, celebrando mi dulce y pequeña victoria. Además, no me gustan las sotanas, y mucho menos los curitas entrometidos con aire de redentores.

La próxima estación me lleva hasta el corredor de la penitenciaría, la travesía de la muerte, donde observo al prisionero, abatido por las circunstancias, enfundado de hierro macizo en sus extremidades, caminar a un ritmo cansino, dando pasos torpes y zigzagueantes que se acentúan cada vez más a medida que se va acercando al patíbulo. Algunos reclusos le siguen atentos en la distancia desde la parte alta del pabellón contiguo, con más morbo que otra cosa. Una atmósfera enrarecida se cierne sobre el lugar: es el rumor de la muerte que sobrevuela mostrando sus afilados colmillos. Los perros no dejan de ladrar. ¿Será que han notado mi presencia? En cualquier caso, me sitúo en lo alto del patio central asegurándome un ángulo privilegiado, que me permita divisar con lujo de detalles el espectáculo en curso. El angustiado hombre no deja de atravesarme con esa mirada oblicua y azarosa que denota una profunda desolación. Tal parece que ahora sí está plenamente consciente de quién soy y por qué he venido. Se aproxima, pues, la hora de reclamar mi tan anhelado botín. ¡Aleluya!, como suelen recitar los feligreses en sus tontos ritos litúrgicos, hipnotizados por el resplandor del tal Cristo que dizque vino a morir por sus pecados. ¡Estos adoradores de la Santa Cruz son una risa!

El condenado a muerte ha llegado a su cita ineludible; respira profundamente y eleva su inexacta mirada al cielo, quizás tratando de encontrar una respuesta a su suerte ya echada. ¿Y quién le ha de responder? ¡Qué inocentes son los hombres! De otro lado, el verdugo, un enorme y fornido gañán de rostro asimétrico, escasa dentadura y coeficiente intelectual de mono de feria se aproxima ostentando la frialdad de un asesino serial. Parece disfrutar de su trabajo, y lo ejerce con la misma naturalidad de un jardinero a la hora de cuidar sus rosas o de un capataz de finca a la hora de alimentar a sus gallinas. Mientras tanto, el público asistente al fusilamiento sumario se apretuja en primera fila, expectante al redoble de los tambores, al acre olor de la pólvora en el aire. No se quieren perder ningún detalle, ni el más ínfimo latido. El hombre, foco de todas las miradas obscenas, sedientas de adrenalina, se arrodilla en un acto de disimulado recogimiento y a la vez de sufrimiento visceral. Se toma la cabeza con violencia y da la impresión de querer gritar, llorar, maldecir, pero se contiene y calla en esforzada solemnidad. Sin embargo, sus ojos fuera de órbita expresan un dolor inenarrable. El verdugo, tan alto y corpulento como él, conveniente y extraordinaria coincidencia, lo levanta con rudeza extrema y elocuente dificultad, sujetándolo de su hercúleo brazo y lo conduce hasta el paredón donde se ha de consumar la pena capital. Una vez allí, se dispone a vendarle sus ojos. Pero éste, en un arrebato de dignidad y arrojo, solicita a las máximas autoridades del penal que se le permita mirar de frente a su ejecutor. Su petición es aceptada. Reina un silencio glacial, tóxico, hiriente. La multitud permanece vigilante, ganosa de ver correr la sangre sobre el pavimento. Empieza el conteo regresivo: diez, nueve, ocho, …, se me hace agua la boca. ¡Ya quedan pocos segundos! El hombre, quien permanece rígido, desposeído, extrañamente imperturbable, rememora fugazmente, en una bocanada de recuerdos, ¡oh macabra epifanía!, aquella tempestuosa noche de octubre cuando aún transitaba su atropellada juventud, en la cual hubo de invocar mi nombre, reclamando poder y riquezas sin fin, empujado por su codicia desbocada. A cambio, muy gentil, me habría de obsequiar, llegado el momento, su envilecida alma. Todita para mí, para mí solito y para nadie más. ¡Qué dadivoso! Ya me imagino al Todopoderoso en su Trono Celestial, rumiando su amarga derrota y halándose sus blancas y bien cuidadas barbas en rapto de cólera divina, junto a su séquito de serafines, arcángeles, querubines y toda esa ridícula fauna de mensajeros alados puestos a su servicio. ¡Cuánto diera por estar allí! En fin. Y justo antes de que se escuche el disparo de gracia, postrero, homicida nos cruzamos por vez última las miradas, y aquel otrora delincuente temible, ad portas de surcar mis vastos dominios, descubre en mi silueta luciferina que recién abandona su naturaleza humana, en mi piel escamosa, en mi risa maléfica, en mi aliento sulfuroso, ¡ahora sí!, el porqué de sus más negros presagios, de sus miedos más inverosímiles. Soy pues Aquel, El Ángel Caído, El Maligno, El Innombrable, El Bajísimo, El Soberano del Inframundo, el mismísimo Diablo de los infiernos crepitantes que ha venido a cobrarse una deuda de vieja data.

18/04/19

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