Este es un trayecto que tengo ya memorizado y aseguraría que las personas que me acompañan en este autobús también; por ejemplo, en el momento que pasamos por el puente de la calle Z, siempre veo los edificios y puentes, casas y básicamente pavimento que cubre toda la ciudad, también diviso esas pequeñas reservas forestales en lo alto de la cordillera, casi desaparecidas que se han logrado conservar y que se ven allí, en la punta de cada montaña.

También puedo recordar cada persona y por lo menos dos o tres características que los distinguen: la señora de avanzada edad que se sube a la mitad de mi viaje y siempre solicita auxilio para poder acomodar su bastón y lleva consigo un grande abrigo de lana de color vistoso; o el chico que tiene una abundante cabellera rubia y es de un color de piel pálido, que se sienta en alguna parte del piso, impidiendo el paso normal de las personas, y que siempre va absorto en su celular; y así, casi a los veinte pasajeros cotidianos. Me refiero a que estas personas vienen siempre a la misma hora y son conocidos aunque nunca me hayan dirigido la palabra, podría asegurar incluso que memorizo hasta las formas de manejar de cada conductor que ha tenido esta ruta.

Es un recorrido dicotómico, de la casa al trabajo y viceversa, no hay cambios, no sucede nada más allá de eso que tal vez un viernes con amigos de hace muchos años añorando y hablando de travesías de juventud. Esto lo pienso mientras voy irónicamente en el mismo viaje, mirando por el vidrio como es costumbre, pensando en mi niñez y viendo a las personas caminar con la mirada fija en sus móviles, sin parpadear, impertérritos a lo que sucede a su alrededor, no puedo dejar de sentirme identificado y a la vez consternado por esa sensación de familiaridad con semejantes autómatas.

Curiosamente recuerdo un árbol de la infancia, esto pasa siempre que estoy algo nostálgico; recuerdo un prominente cedro frente de aquella casa de infancia de mis padres

que se levantaba con una raíz formidable y que extendía sus hojas punzantes, dándole la típica forma cónica que brindaba una gran sombra a quienes se posaban a su alrededor. Para ese entonces era frecuente ver los árboles en las afueras de las reservas, o fuera de verjas que los aprisionan como ahora, había cientos de ellos entre los barrios y calles de la ciudad, eran cedros, pinos, caobas, sauces y robles viejos, ancianos supervivientes de muchas batallas progresistas.

Este cedro de la infancia me hace recordar la sensación de libertad, las hojas verdes que eran como adolescentes moviéndose al son del aire, cómo dando brincos de alegría por la vida misma, sin buscar explicaciones, cumpliendo su objetivo, o tal vez no lo tenían y su mera existencia era un revés de emancipación al raciocinio del hombre; o cuando sus hojas eran marrón, caían como plumas y zigzagueaban siendo esquivas con el aire, cómo rechazándolo, en otra muestra de libertad, no se encariñaban con su propia creación, no se apropiaban de nada, terminaban en el suelo, dejando huella y siendo abono de vida.

Ya han pasado por lo menos cinco décadas desde esas imágenes que me quedaron guardadas en la cabeza, y lo que era no existe ahora, entiendo que nos vendieron la idea que el progreso viene en color gris, en verdes encerrados y distantes; lo único que hacían los políticos era crear la sensación de que el progreso venía en forma de cemento y expansión, ahora lo entiendo, nos vendieron sueños, pero no entendimos que nos quitaban la vida.

Hay un sonido sórdido afuera… son los autos y el tráfico, me extraen de la especie de ensueño en el que esas imágenes me tenían.

De repente alguien me habla como susurrando al oído; sabe mi nombre, pienso hacia mi interior -¿Tal vez una persona? Hace mucho no hablo con alguien-.

Volteo a mirar a ambos lados y no hay nadie. Me doy cuenta de lo que me repite esta voz delicada y femenina.

-Señor Henry, la siguiente parada es la que se encuentran más cerca a su hogar-.

Esto sale por una especie de bocina que se encuentra a un costado de mi asiento y que hace parte de toda esa parafernalia que hay ahora en los autobuses, metros y sistema de

transporte en general. Son artilugios que para un anciano como yo, que renunció a todo tipo de dispositivo me es difícil entender ahora toda esta tecnología y sus funciones elementales.

Me levanto del asiento absorto por esta situación y por los pensamientos que me dan vueltas en la cabeza y en un descuido piso al joven rubio de piel blanca que apenas mueve el pie, sin escuchar mi disculpa.

Desciendo del autobús y la escena se repite: en la estación y en las calles que dan a mi casa, nadie mira a nadie, nadie conversa con nadie, apenas parpadean, todos son tan conocidos y distantes, pienso en que finalmente la modernidad que esperábamos llegó a nuestras vidas.

Veo dos niños sentados en la acera frente a mi portón conversando alegremente moviendo las manos, son de nueve o diez años, hablan de las reservas y las visitas que hicieron recientemente a estos lugares; se ven animados y muestran cada uno un pequeño ejemplar de alguna planta, diciendo que es posible que puedan hacerla crecer si la tratan con delicadeza y le dan un poco de agua descontaminada; y pienso:

-Tal vez aún existe alguna posibilidad-.

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