Pepe se despertó. Por un momento no supo si era lunes o domingo, si estaba en su casa o en la de sus padres, si era pequeño o viejo, o si estaba vivo o muerto. Mientras trataba de resolver todas esas cosas, se dio cuenta de que tenía mucha sed. Un montón. Al final, con la tontería de la cena, Patricia y él se habían ventilado botella y media de Ribera. Bueno, casi dos, porque el culín que dejaron de la segunda nadie lo consideraría media botella salvo ellos mismos al día siguiente cuando fuesen a buscarlo a la nevera. Y es que, a Pepe y a Patricia, les gustaba beber. Sobre todo, en su casa. Y, sobre todo, juntos.

Fue precisamente gracias al vino por lo que Pepe pudo unir todos los puntos: Patricia estaba teniendo en el trabajo una de esas semanas complicadas que llegaría a su punto crítico el jueves con una presentación a los inversores, o algo así; por eso ayer, miércoles, al salir de la oficina, Pepe hizo la compra y fue directamente a casa de Patricia para prepararle una buena cena. Una buena cena, para Pepe y Patricia, consistía en hacer cualquier cosa fácil y comestible, pero, eso sí, acompañada de vino. El mismo vino que ahora le estaba pasando factura a Pepe.

Qué sed tenía el pobre. Se encontraba tumbado boca arriba, en su lado de la cama, el izquierdo, con la mitad de su cuerpo en completa apoplejía por culpa de esa postura que tanto le gustaba a Patricia para conciliar el sueño: ella con la cabeza apoyada en lo que parecía ser un punto clave de acupuntura entre el hombro y el pecho de Pepe, que le dejaba el brazo derecho impedido. Algunos días, la llave se completaba con la pierna de Patricia semi flexionada sobre las piernas de él, lo que también le convertía en un inútil de cintura para abajo. Hoy tocaba día de hemiplejia completa. La boca de Pepe se empezaba a parecer a uno de esos calcetines que dejas olvidados durante días secándose en el radiador. Lo primero que pensó fue en la táctica del tosido, una mezcla equilibrada de ruido y movimiento que haría moverse a Patricia sí o sí. No funcionó. Quizá el miedo a las represalias le impidió hacerlo con la suficiente determinación. Pero no estaba todo perdido. Aún le quedaba el brazo izquierdo. Pepe sabía que, de vez en cuando, en la mesilla de su lado, había un vaso de agua. No estaba claro quién los dejaba allí, pero en ocasiones esos vasos podían permanecer semanas e incluso meses en la mesilla, hasta que el agua simplemente se evaporaba o Pepe echaba la bronca a Patricia por su dejadez. Ahora mismo Pepe se estaba cagando en su puta madre por esto último. Igualmente había que intentarlo. Se olvidó de su mitad inerte y empezó a alargar el brazo izquierdo. Avanzando cuál tarántula en la oscuridad, su mano comenzó a palpar el borde de la cama hasta dar el salto a la mesilla. Sólo había llegado al borde y parecía que su hombro ya se iba a descoyuntar. Llegó a tocar el móvil. Sabía que esa era la estación que precedía al tan preciado grial de duralex. – ¡Vamos, un poco más! Se dijo mentalmente con tanto ahínco que no estaba seguro de si se le habría escapado en voz alta. Sus dedos, con una elasticidad sobrehumana, llegaron más allá del teléfono y tocaron la mesilla otra vez. Pero ya no toparon con nada más salvo el borde contrario de la mesa. Y ni rastro del vaso, sólo el filo del abismo. Pepe ya no podía más. Hubiera llorado si eso no hubiera despertado a Patricia y si le quedase algo parecido a una lágrima en todo su cuerpo, claro. Su sed era tal, que pensó en que lo mejor era quedarse dormido y morir de sed, o peor aún, despertarse con una resaca del copón. Y así, al borde del colapso por deshidratación y resignado a ser víctima de la fatalidad, algo rebuznó al otro lado de la cama. Levantando su rizada cabeza y, acompañada por un cariñoso empujón, Patricia dijo:

-Pepito, anda, tráeme un vaso de agua…

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