Apariencias engañosas

Apariencias engañosas

Serafín Cruz

12/04/2019

CONSTERNACIÓN

Decidido a acabar con la faena, descolgó del madero los aperos para ensillar la mula. Labrar la tierra le supuso estar metido en faena desde las primeras horas del alba hasta pasado el mediodía, y fue agotador para él y para la bestia que tiraba del arado, un joven mulo que él mismo había sacado de las entrañas de su madre; el resto del día hasta que el sol desapareció bajo el horizonte se había dedicado, azada en mano, a separar la tierra labrada hasta conseguir hacer los liños, donde sembraría las semillas de tomate, de pimiento verde, de guisantes y de habas; en cada punta de cada liño sembraría una lechuga. Solo le apartó del duro trabajo la media hora que tardó desde que sacó del hato un mendrugo de pan y un trozo de tocino vetado que, con sosiego y con la única compañía de sus dos animales de labranza y un perro bodeguero que lo acompañaba diariamente alivió, a punta de navaja, su hambre, que acompañó con un trago de vino blanco que refrescaba en una vieja bota de conejo. Sabía que se le haría de noche en el camino, pero, aun así, no se apresuró. Tanto la mula como el mulo exigían su ritmo, y él sabía éste cuál era. Montado sobre su único medio de transporte, llevaba tras él la bestia que había estado tirando del arado y, tras ella, el bodeguero. El trayecto tardaba tres cuartos de hora en completarse; los caminos eran sinuosos y no era aconsejable acelerar el paso de los animales, hacerlo solo les provocaría nerviosismo y se corría el riesgo de acabar entre las espinosas tuneras de los vallados. La prudencia era la mejor aliada que podía encontrar, lo sabía y se guiaba por ella. Saciar el hambre hasta quedar con la panza hinchada tras engullir la cena que le esperaba, preparada con deleite por su esposa, bien merecía la pena preocuparse por llegar ileso.

Y, como era de esperar, las sombras de la noche oscurecía el pueblo cuando llegó a su casa. Puso, para alivio de la mula, los pies en tierra, y sacó una llave con la que abrió la puerta lateral de la casa que conducía a un pasillo descubierto, y éste a la parte trasera de la vivienda, donde estaba ubicada una pequeña cuadra.

Dejar a las bestias en la cuadra era una labor que hacía de forma robotizada: primero conducirlas hasta allí, luego desproveerlas de los serones y la silla, después descabestrarlas, llevar el pienso hasta el comedero y dejarles agua suficiente en el bebedero. Hecho esto podría decirse que se despedía de sus animales y les deseaba unas »buenas noches»; una suave palmada en la nalga de uno de ellos servía de prueba.

Antes de poner los pies al otro lado de la puerta de dentro, por la que se accedía al corral, y estando en el corral al interior de la casa, acostumbraba a destocarse la achaparrada boina que le acompañaba durante todo el día. Rara era la vez que tenía que esperar a que su esposa le sirviera la cena, pues ella, acostumbrada a los horarios de su esposo, preparaba el condumio con antelación.

—Hoy han dicho que han pasado ya tres meses desde la desaparición de Albertito. ¡Pobrecico! El segundo en menos de dos años. Y sin noticias de ninguno —anunció mientras su esposo llevaba a la boca las primeras cucharadas.

Él puso su mano sobre la de su esposa, que la tenía a su espalda y se apoyaba en su hombro izquierdo.

—Tranquila, Manuela… tiempo al tiempo… Dios dirá.

Manuela calló. «Tiene toda la razón —pensó—, para qué preocuparse.»

—Sí, Joaquín, habrá que tener fe, confiar en Dios… qué remedio.

Los niños desaparecidos, varones los dos, habían dejado el país consternado y habían sido portadas en todos los periódicos nacionales y muchos de los extranjeros; a veces daba la impresión de que el sector mediático abusaba de la noticia por el despreciable hecho de obtener fines lucrativos. El pequeño pueblo donde habían tenido lugar las desapariciones no superaba los dos mil habitantes, todos conocían a todos, nadie sospechaba de nadie, era un lugar donde reinaba la tranquilidad, el aburrimiento… nunca pasaba nada.

La primera desaparición aterró a todos los vecinos, sobre todo a los que tenían hijos pequeños que, como medida preventiva y bañados de miedo, dejaron a sus hijos en casa privándolos así de su obligación escolar. La lógica jugaba la mayor baza y se consideró la unánime decisión comprensible y muy acertada. La policía, llegada de la capital, interrogó a los maestros. Todos quedaron libres de sospecha. Tras preguntar por doquier a unos y a otros sin obtener un mínimo resultado que condujera a una pista, se pidió colaboración ciudadana para peinar la periferia, trabajo que duró desde las primeras horas de la mañana hasta que la noche mermaba las ganas de seguir y, ora uno ora otro, fueron todos regresando a sus hogares. Los perros rastreadores tampoco aportaron nada.

La segunda desaparición trajo, cuando las aguas parecían estar volviendo a su cauce, una nueva sacudida, esta vez más violenta, era llover sobre mojado, dañar la herida que aún no había cicatrizado. Y el pueblo quedó cubierto por un invisible manto de consternación, pena y pánico. «¿Qué maligna alimaña se ha instalado aquí?, ¿por qué hace daño a nuestros hijos», pensaba la sencilla gente de aquel desafortunado pueblo que se había convertido en el coto privado de caza de un ser despreciable.

Joaquín acabó con su cena, sin hablar, sin prisas, como si ya no le afectara la desaparición de los niños. Manuela esperó a que su esposo se apartara de la mesa y abandonara la silla, era el momento de recoger y de pensar en irse a la cama.

—¿Tardas? —preguntó a su esposo.

—Vete tú, Manuela, en un rato iré yo.

—Buenas noches.

—Buenas noches.


PAZ QUEBRADA


Despertaba cada mañana sin necesidad de que la alarma del despertador le avisara de la hora que era. Era un hombre hecho a las labores del campo, su vida era una rutina desde que abandonaba la cama y ponía los pies en el suelo. Manuela se levantaba a la misma hora que su esposo y ambientaba la cocina con el aromático café recién hecho, preparaba un par de tostadas y, casi sin pronunciar palabra, desayunaba con él. El pueblo, en general, estaba lleno de rutinas, y Joaquín formaba parte de ellas. Pero nadie se quejaba, se asimilaban sin más. Tal vez por ello causó tanto estrago la desaparición de Joselito, un niño de seis años, algo travieso, sí, pero nada desproporcionado para el comportamiento del colectivo, un niño como todos que, gracias al invariable y monótono pasado y presente del pueblo caminaba, como lo hacía de lunes a viernes, de regreso a su casa a la salida del colegio. No alcanzó su destino. Las calles desiertas facilitaban la ejecución, la confianza por tratarse de una persona mayor y conocida era la mayor ventaja para el secuestrador, conocer los horarios y el quehacer de los demás le indicaba cuándo y cómo tenía que actuar. Si se hacía con frialdad y con inteligencia, no levantaría sospecha.

Solo la preocupación de los padres de la criatura alertó a los vecinos, preocupación que se agravó, acelerada y exponencialmente, hasta tornarse abatimiento, y todo en un espacio de tiempo que pareció pasar demasiado deprisa. Lloró primero la madre, que creyó caer en un oscuro pozo sin fondo y tuvo que sacar fuerza de su flaqueza para no romper en locura, luego lloraron los vecinos… todos los vecinos.

Un pequeño cuarto le servía a Joaquín como almacén. Colgado de las paredes ordenaba sus herramientas de labranza, además de una variedad de utensilios engorrosa de enumerar. El espacio del que allí disponía el campesino era escasamente suficiente, pero lo tenía adaptado a sus necesidades y le daba, además de avío, cierta tranquilidad. El suelo era invisible en una mayoritaria medida, espacio que ocupaba alguna que otra paca de paja y una infinidad de cacharros que alguna vez fueron usados. A primera vista, cualquier visitante podría resumir las características de aquel pequeño cuarto con pocas palabras: pequeño, oscuro, caótico…

Joaquín entró en su particular almacén, apartó la primera paca de paja dando lugar con ello a dejar visible una argolla, tiró de ella hacia arriba y la sujetó a una cadena que colgaba del techo, encendió una linterna que guardaba en uno de los bolsillos de su pantalón y bajó una escalera de madera colocada totalmente vertical, cogió unas llaves que sujetaba una alcayata en la pared y abrió una pequeña puerta, se encorvó y, casi en cuclillas, pasó al interior, alumbró con la linterna al fondo y dijo:

—¡Hola, niños!

FIN



Autor Serafín Cruz Muriel

Obra escrita y creada en C/ Alhelí, 42. Lepe, Huelva.

Derechos de autor reservados.

serafincruz1962@gmail.com



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