La enana y el gitano sordo

La enana y el gitano sordo

Jürgen Aröo

06/04/2019

A los que habitan Huéscar, Granada, de un modo u otro.

Fue una mañana seca y amarilla cuando la enana bajó hasta la acequia. A la enana no le gustaba salir de las cuevas y mucho menos bajar el camino de la acequia porque casi siempre se cruzaba con el perrazo del Musgo, un mal bicho casi tan asqueroso como su dueño. Aquella mañana hacía tanto calor que ni el chucho quiso salir a ladrar a la enana, cuando es sabido que a todos los hijos de perra les encanta ladrar a los enanos. Y es que, aquella mañana, por el camino de la acequia, sólo bajaban las chicharras, las langostas y la enana canturreando, en lo que parecía una batalla por ver quién hacía el ruido más desagradable de la comarca.

El gitano llevaba tres días andando y casi dos sin beber agua. La última vez que probó bocado fue cuando se coló en la finca del señorito murciano y casi lo cosen a perdigonazos; por eso, cuando vio la acequia, se lanzó como un gorrino se lanza a las manzanas. A pesar de que el agua estaba casi tan turbia y amarilla como el día, el gitano hozó en aquel barrizal, sorbiendo el ansiado líquido directamente del suelo y de lo que recogía entre sus manos. Se quitó la camisa y se revolcó por el raquítico riachuelo, que a duras penas sí daba caudal suficiente para aquel pobre gitano, sordo y mudo.

Fue en esas cuando la enana llegó a la acequia. Por un momento le pareció que un jabalí o un verraco extraviados se habían acercado a abrevar, hasta que el gitano se irguió y pudo ver su torso desgarbado y oscuro. El gitano era un muchacho alto, muy alto, y delgado. Con el pelo color de brea, más brillante que el sol. La enana se quedó unos segundos escondida, observando entre los matorrales, aún sin saber que el gitano era sordo y mudo. Pensó que aquel chico esmirriado era un príncipe venido de África o un legionario que se había perdido de misión. En aquellas tierras, ser alto era más valioso que nada. Se arregló la trenza y el vestido y se atrevió a salir por fin.

-¡Eh, niño! ¿Estás loco o qué? ¿No sabes qué de ahí sólo beben las bestias?

El gitano siguió retozando entre los charcos sin advertir a la enana. De cerca, a ella el gitano sordomudo le pareció todavía más apuesto:

-¿No sabes que aquí vienen las mujeres a lavar las compresas cuando están de luna llena y a fregar las ollas sucias? –dijo mientras daba una patada al agua con su rechoncho pie de enana con la intención de salpicar al gitano.

Sorprendido por una salpicadura ajena a sus chapoteos, el gitano saltó fuera del agua como un gato, emitiendo una especie de quejido ininteligible.

-¡Tranquilo, niño! Por mí puedes seguir ahí revolcao como un cochino chico…

El gitano, que había dejado de recordar cuando fue la última vez que una mujer se dirigía a él, empezó a sentir un pudor aún más antiguo que su propia memoria y buscó entre el barro, sin éxito, los harapos mojados que hace un rato le servían de camisa.

La enana, que de enana y contrahecha tenía mucho, pero muy poco de tonta, se acercó a la orilla y recogió con una gracia sorprendente la camisa del gitano. La aclaró en el agua menos turbia y la sacudió con brío unas cuantas veces.

-Si la dejas al sol con esta calor en cinco minutos la tienes seca, niño. ¿Cómo te llamas? Yo me llamo Rafaela, pero tol mundo en el pueblo me llama la niña.

Aquel gitano, acostumbrado a que la vida lo tratase a palos, o a perdigonazos, no entendía por qué aquella enana estaba siendo buena con él. Precisamente con él, que era gitano. Gitano y sordomudo. Como su madre, que también era gitana, sorda y puta. Puta y sorda casi de nacimiento. Que lo único que le dio tiempo a enseñarle fue que a veces era mejor no oír nada que oír algo. Ese pobre gitano alto y esmirriado que no era ni príncipe, ni legionario, y que no sabía de casi nada. Que, por no saber, no sabía ni lo que era una enana. Este pobre gitano sordomudo hijo de una puta que, por no tener, no tenía ni camisa; aquella mañana amarilla y turbia, aprendió lo que era el amor junto a una acequia casi seca.

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