Dientes, pólvora, febrero (Rafael Sánchez Ferlosio, 1961)

Dientes, pólvora, febrero (Rafael Sánchez Ferlosio, 1961)

Esteban

01/04/2019

¡Ojalá el escociente sentimiento de ridículo que me produce oír el tono de petulante convicción de la voz que me resuena al repasar algún escrito mío fuese capaz de mejorar, o sea de hacer más neutra y más impersonal, la responsabilidad de mis palabras! Pero no: quien, como yo, carece de humildad esperará siempre en vano que el sentido del ridículo pueda servir de sucedáneo de esa virtud que le falta. Le servirá, a lo sumo, de castigo una y otra vez, pero jamás de correctivo; le hará sentir hastío y hasta odio de sí mismo, pero jamás le ayudará a cambiar. Así pues, pienso que el sentido del ridículo es como una humildad que llega siempre tarde, cuando ya la estúpida arrogancia del convencimiento ha conseguido despacharse a sus anchas una vez más.

– Rafael Sánchez Ferlosio (Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, 1994)



Dientes, pólvora, febrero


Dos tiros habían rajado el silencio de la mancha, y a las voces del hombre saltaron los otros de sus escondites, y acudían aprisa, restregando y haciendo sonar la maleza, de la que apenas asomaban las cabezas y los hombros por encima de las jaras, mientras él los veía venir, con las piernas abiertas, inmóvil, con la escopeta en sus brazos, cruzada delante del pecho, y los miraba con toda su sonrisa, conforme iban llegando, uno a uno, y formaban el corro alrededor de la loba moribunda, que aún se debatía y manchaba de sangre los cantos rodados, en un pequeño claro del jaral, donde los cortos hilillos de hierba de febrero raleaban mojados todavía por el rocío de la mañana. El alcalde fue el último en llegar, cojeando y abriéndose camino con la culata de su arma, por entre la espesura de altos matorrales, a la mirada de todos los otros, que le abrían un hueco en el corro y guardaban silencio, como esperando a ver lo que decía; y primero miró unos instantes a la loba y después levantó la cabeza hacia la cara del que la había derribado y dijo:

—¡Sea enhorabuena, hombre, menos mal! —le golpeaba el brazo con la mano abierta—. Vamos, has rematado con suerte y has conseguido que sea de provecho el empeño de todos. Esto redunda en beneficio del pueblo, y todos te lo tendrán que agradecer. Te felicito.

—Pues ya lo creo —dijo otro—. Hemos tirado un buen golpe, esta mañana. Ya lo creo que tenemos que estar de enhorabuena.

—Bien, hombre, bien —siguió el alcalde. Ahí se experimentan los buenos cazadores. Te habrá dado gusto, ¿eh? —mecía la cabeza, sonriendo—. Pues yo en toda mi vida, todavía, no he tenido la suerte de plantárseme un bicho de estos por delante. Zorros, ya ves, de esos me tengo trincados lo menos cuatro o cinco, esos sí, que en casa andan las pieles de un par de ellos, el que las quiera ver. Pero de lobos, nada; sin estrenarme todavía. ¡Y el gusto que tiene que dar! ¡Vaya cosa que te entraría así por el pecho, ¿eh?, cuando la vieras a esta pegar el barquinazo!… ¡Mira cómo se ríe! ¡Esta noche no duermes en toda la noche, capaz, reconstruyendo el episodio y recreándote con él!

—No duerme, no: ¡ni come! —se reía uno pequeño—. Lo mismo que si anduviera enamorado. Igual.

—Bueno, merece un trago, digo yo. No será para menos.

—Venga el trago —decía el alcalde, sujetándose la pierna coja con ambas manos, bajando el cuerpo trabajosamente, hasta quedar sentado a los pies de una encina—. Vamos a ver ese trago…

Se le acercaba uno y le ofrecía una botella de anís, que contenía vino tinto:

—Ahí va, señor alcalde.

—No, no es así. Yo voy después. Primeramente al matador, que es el que ha coronado la faena. Le corresponde beber el primero.

—Sí, bien ganado se lo tiene.

—La suerte nada más —dijo el que había dado muerte a la loba, cogiendo la botella—; el albur, solamente, de romper el animalito por mi puerta y entrárseme a la cara. Yo no hice más que cumplir. Si llega a entrarle a otro, pues igual. Igual habría cumplido.

Ya divisaban a lo lejos a los hombres que traían la batida, algunos de los cuales venían a caballo, y más cerca acudía también un pastor, muy aprisa, avanzando a empellones por la espesura de las jaras y blandiendo la garrota a una y otra parte, entre un rumor de arbustos sacudidos y tronchados, y preguntando a voces si había caído el lobo o qué había ocurrido, mientras los otros se abrían en semicírculo, para dejarle paso hasta la misma loba, que aún se seguía debatiendo en agonía, bajo los ojos sonrientes del pastor:

—¡Ah, que ya te conozco! —le decía meciendo la cabeza y amagando con el palo—. ¡Vaya si te conozco, amiga mía! ¡No te hacía yo tan grande, ya ves, pero no te confundo con otra, no tengas cuidado; ni entre ciento que hubiera te me despintarías! ¿Qué?, ¿te llegó la hora?, ¿no es eso? ¡No, si ya te lo decía yo! ¡Mal camino traías para morir en cama! ¿Te creías que te ibas a morir de vieja?, di, ¿que la ibas a escampar toda la vida?…

La loba se agitaba de costado, y abría su boca sangrante, mostrando los colmillos, que mordían el aire en vacías dentelladas, fallidas entre la tierra y la fusca del suelo, como queriendo segar los hilillos de la hierba naciente. El matador había cargado de nuevo su escopeta y ya les decía a los otros que se quitaran de delante, pero el pastor lo detuvo por un brazo:

—Quieto —le dijo—. No malgaste un cartucho. Déjemela usted a mí, que de esta me encargo yo ahora mismo, lo van a ver ustedes. No tire dos pesetas.

—Dos veinticinco —corrigió uno de ellos—; que ahora ya valen a dos veinticinco los de pólvora sin humo.

El pastor no le oyó, porque ya estaba vuelto hacia la grey que apacentaba en la vaguada, por las riberas del regato, y emitía vigorosos y largos silbidos, cuyo eco corría por las laderas, y repetía gritando los nombres de sus perros, dos blancos mastines que al fin aparecieron por entre las ovejas y venían despacio, remolones, meneando la cola, perezosos de tener que acudir a las llamadas de su amo, el cual continuaba incitándolos con voces crecientes, hasta que al cabo ellos mismos, a unos doscientos pasos de distancia, llegaron a recibir en sus olfatos los vientos de la loba, y de repente crisparon sus mansos movimientos y sus pacíficas figuras, como súbitamente erizándose de guerra, y ya rompían en furioso correr, y atravesaban rugientes la maleza, apareciendo a blancos saltos por cima de las jaras, hasta hincar sus colmillos en el cuello de la loba malherida, sacudiéndolo y desgarrándolo entre sus fauces, con opacos rugidos, mientras la voz del pastor los azuzaba, encendida y triunfante, desde el centro del corro, y los hombres miraban en silencio. Luego, no conseguía ya el pastor despegar de la presa a sus mastines, después que los hubo dejado cebarse en sus carnes un par de minutos; y en cuanto hacía por apartarlos, metiéndoles el palo entre los dientes, se revolvían gruñendo contra él y retornaban, ensañados, a la garganta de la loba; la cual, cuando al fin la dejaron los perros, con todo el cuello desollado y macerado a dentelladas, aún conservaba, no obstante, un remoto y convulso movimiento de agonía. Y el pastor se acercó y le pisaba el hocico con la albarca y lo afianzó contra la tierra, y blandiendo en el aire la garrota, le rompió con un golpe certero la caja del cráneo, cuyos huesos crujieron al cascarse y hundírsele en el seso. Después el pastor se echó al suelo y se sentó junto a la loba muerta, y con la mano le anduvo rebuscando entre el pelo del vientre y tiró de un pezón y lo exprimía entre sus dedos, hasta sacarle un hilillo de leche, que saltó blanqueando entre las ingles de la loba y corría por su pelo de sombra y de maleza, a escurrir a la tierra, entre las verdes agujas de hierba de febrero. «Estaba criando», dijo el pastor al levantarse, mirando hacia los otros.

En esto ya venían los batidores y fueron desfilando por delante de la loba, contentos del resultado que había tenido la jornada, y después la quisieron cargar en un caballo, pero el caballo sentía repeluco y empezó a pegar coces y respingos y no se dejaba echar la loba encima, y la tuvieron que amarrar con una cuerda por el cuello y llevarla dos hombres; el uno la traía por el rabo y el otro por el cabo de la cuerda, y así no se manchaban con la sangre. Era una loba muy grande y arrastraban las patas por el suelo, conforme la llevaban, y ya acudían al encuentro de ella dos hombres de una huerta y un yegüero y una media docena de niños, a la salida de la mancha, cuando todo el tropel de cazadores venía descendiendo la ladera. Los chicos le hicieron muchos aspavientos y le tocaban el cuerpo maltratado, y algunos la agarraban por las patas, como si fuese por decir que ellos también la iban llevando con los hombres. Uno pasó toda la mano por la carne del cuello de la loba y la sacó llena de sangre, y luego gastaba bromas a las niñas, porque les iba con aquella mano, a mancharles la cara en un descuido. El alcalde venía retrasado, cojeando, con dos concejales, uno de ellos el que había dado muerte a la loba, y el pastor les andaba insistiendo que bajaran al chozo y pararan allí a mediodía, que él tenía mucho gusto de matarles un par de cabritos y aviados enseguida y que comieran todos, como haciendo una miaja de fiesta, ya que habían despachado tan temprano, que no serían ni las once, y ya les quedaría toda la tarde por delante para coger la camioneta y volverse hacia el pueblo a buena hora, porque él sentía que era el primero que les tenía que estar agradecido, y que un par de cabritos no irían a parte ninguna, equiparados al valor de los daños que le habían quitado de encima al ganado, dándole muerte a aquella loba tan golosa y tan tuna y perversa, y que además ya no había remedio, porque había mandado recado por delante, y ya sentía llorar a los cabritos, «escuche… ¿no los oye? —le decía—, ¿no siente cómo lloran?», que los estaban degollando ahora mismo, allá enfrente, en la majada.

La loba fue depositada junto al chozo y salieron a verla las mujeres, pero ellas no reían ni gozaban y solo se detenían a mirarla un momento, así de medio lado, en el gesto de volverse a marchar en seguida, como quien mira una cosa deleznable, sin otra curiosidad ni otro interés que el de tener la certeza de que había sido aniquilada, y únicamente se encendía en el brillo de sus ojos la torva complacencia de quien tiene delante a la víctima de una venganza satisfecha; en tanto que los niños se agachaban sobre ella y le pasaban la mano por el pelo y le cogían las patas, doblándole y desdoblándole los juegos inertes de las articulaciones y le tocaban los ojos y le levantaban con un palitroque el belfo ensangrentado, para verle los grandes colmillos que tenía; y finalmente los hombres la contemplaban sin agacharse hacia ella ni aproximarse demasiado, sonriendo, como quien mira una cosa ganada, la prueba y el signo de alguna proeza, un atributo de dominio, o, en una palabra: un trofeo. Había sacado el pastor dos garrafas de vino y todos se sentaron en un corro muy ancho, delante del chozo, mientras que las mujeres descuartizaban los cabritos y los echaban a la olla y los chavales señalaban al hombre que había dado muerte a la loba y que estaba sentado a la derecha del alcalde, y luego señalaban también su escopeta entre todas las otras que yacían alineadas a los pies de una encina, «con esa le tiró y la mató», y luego un concejal, ya bebido, empezó en voz alta que en ningún otro pueblo sabían hacer lobadas más que ellos; ningún otro pueblo de los alrededores sabía combatir al lobo como hay que combatirlo; y que al lobo hay que combatirlo en su terreno, combatirlo con sus mismas astucias y artimañas; que el lobo había que combatirlo y no había que dejarle ni un día de descanso, porque si no el ganado jamás podría prosperar; que por los otros pueblos salían en busca del lobo como si fueran a robar una gallina, y así buena gana, así en su vida matarían un lobo; porque el silencio era lo primero que hacía falta para enganchar al lobo, y lo segundo no darle en el olfato, y lo tercero la constancia, como en todas las cosas de la vida, además, que sin constancia no se iba a ningún sitio ni nada se conseguía, más que enredar y hacer el tonto; y el lobo es un ganado muy astuto, decía, y camina diez leguas en una sola noche y es necesario exterminarlo, porque es un bicho que mata por matar, porque asesina cien ovejas y luego se come una sola, y eso solo lo hace por malicia, por hacer daño y se acabó; que igual que una persona avariciosa. Y así paró de hablar y le aplaudieron y todos se reían, no tanto de las palabras que había dicho como de risa que les daba el hecho mismo de que echasen discursos, en este mundo, las personas; pero ya se sentía obligado también el alcalde a pronunciar unos párrafos, y dijo simplemente que, en nombre de todos, le daba las gracias al pastor por la atención y el incomodo que había tenido para con ellos, y que con ello demostraba ser un hombre consciente y que estaba en lo suyo, porque había sabido apreciar la voluntad del Ayuntamiento y el beneficio que reporta una lobada, en el circuito de la ganadería; y que había muchas personas ignorantes egoístas, o desagradecidas, que no quieren caer en la cuenta y se figuran que eso de una lobada son fantasías del Ayuntamiento, que se organizan para divertirse sus componentes y chuparse un buen día de campo a expensas de todos los vecinos, y que decían que un lobo ni quita ni pone, porque los hay a cientos, y querrían trincarlos a docenas, y con ese pretexto se excusan de soltar una perra para el lobo; y que aquellas personas debían de tomar un ejemplo de este pastor, que cuando así lo hace será porque lo sabe, y que con aquello no hacía más que demostrar que tenía un poco de conocimiento de lo que era el ganado y lo que era el lobo; y el pastor sonreía escuchando al alcalde y asentía con gestos de cabeza, y luego dio las gracias, a su vez, diciendo que esa loba que hacía ya cuatro años que la tenía puesto el ojo y la venía reconociendo, lo mismo por la pinta que por el rastro que dejaba: que marcaba dos dedos un poco más abiertos, en la huella de la mano derecha; y que a menudo tenía su asunto por aquellas dehesas del alrededor y ya le había ocasionado bastantes daños y disgustos, que le tenía hasta acobardados a los perros, porque siempre los había breado, con carlancas o sin ellas, las tres o cuatro veces que se habían enzarzado; que por lo tanto aplaudía el que el Ayuntamiento hubiese tomado cartas en el asunto, y mayormente con este final tan fructuoso con que habían acertado a ventilarlo en el viaje de hoy; y que a él no le debían agradecimiento ninguno, ya que no hacía más que corresponder, y en mucho menos de lo que merecían; y que él, por su parte siempre apoyaría; un poco, desde luego, pero que siempre apoyaría, en la estrecha medida de sus posibilidades.

De modo que con aquellas y otras arengas les dieron tiempo a los cabritos a alcanzar el final de su guisado y pronto se vieron aparecer, desde detrás del chozo, los rostros afogonados de las cuatro mujeres, ofuscadas ahora entre los velos del vapor que les subían de las artesas humeantes que traían en sus manos, en tanto que el pastor ya se había levantado y disponía dónde habían de dejarlas, repartidas por el corro, de forma que de cada una de ellas comiesen seis o siete hombres; y en todo miraba el pastor que estuviesen sus invitados atendidos de la manera en que él creía que pudiese resultarle de mayor agrado, y que no careciesen de nada, y luego, al verlos comer se reía, diciendo que cuántos años pasarían hasta volverse a ver su chozo rodeado de tanta y tan estimable concurrencia, mientras siguiera guardando ganado por aquellos andurriales dejados de la mano de Dios. Había cuatro mujeres en el chozo; la una, vieja; la otra, joven; y de las dos de edad mediana, no sabían cuál era la de él; así que cuando luego, pasadas la comida y sobremesa, y ya empezando a decir que se marchaban, quisieron dar diez duros de propina por las molestias que se habían tomado, no sabían a cuál de las mujeres se los entregarían, ni se atrevían a preguntar; conque el alcalde, entonces, por salirse de dudas de una forma discreta, se dirigió hacia el pastor y empezó a preguntarle cuántos hijos tenía y cuáles eran de aquellos; y él le dijo que cuatro, y dos se los señaló con la garrota entre un grupo de varios que jugaban debajo de una encina, con el gesto de quien escoge en el rebaño los borregos que desea salvar de la derrama; y otro mayor, dijo, que ahora lo tenía con el ganado por el monte; y el cuarto, se metía en el chozo a por él y lo sacaba en sus brazos, a la puerta, todo envuelto en toquillas de lana, y se lo enseriaba al alcalde, sonriendo, «mire qué lechoncito», entreabriéndole un poco los pliegues de la ropa, para que le pudiese ver la cara, allí dentro, ausente de expresión, los ojines cerrados, legañosos, apenas alentando, como todo él sumido, allí dentro, en un letargo de crisálida. «Hay que ver, cuatro meses», decía riendo el pastor, y volvía a arroparlo; y el alcalde, a su vez comentaba: «Ya; ¡quién diría que esto es un hombre de aquí a veinte años, y le dará batidas a los lobos!» Y mientras el pastor metía nuevamente a su niño en el chozo, los demás ya se estaban levantando y recogían sus cosas, disponiéndose a ir hacia la carretera, para coger la camioneta y regresar al pueblo con el día. El yegüero de antes había desollado a la loba y la había sepultado; y la piel ya la tenía preparada, mediante una armadura de cañas en cruz, como una corneta, de forma que se mantuviera extendida y tirante, hasta secarse por entero; y ahora todos la veían desde el camino, colgada de la rama de una encina, no lejos del chozo, donde a ratos el aire la mecía y la hacía girar lentamente.

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