Voy a contar una historia sencilla. De las de inicio, nudo y desenlace sin espectacularidades. Es de contenido urbano, pero puede acaecer en grandes ciudades de millones de habitantes o en pequeñas de miles de ocupantes, incluso cientos. Baste el teatro de una plaza rodeada de esos bancos en los que aposentan sus muchos años y sus curvadas espaldas nuestra creciente población de abuelos. Florecen al paso de la primavera, porque los primeros soles picajosos del mediodía tocan al rebato de las calles, dejando atrás las sombrías habitaciones del invierno. Y esas son horas de los jubilados, los que pueden estar al socaire del astro rey no solo los lunes, sino cualquier día de la semana.

Me gustan estos bancos, pues dan mucho más al bajo precio de lo gratuito y lo intangible, que los homónimos que apilan el dinero ajeno con las aspiraciones puestas en encontrar el dios tangible de la obesidad mórbida, cebándose sin límites en los beneficios contables en billetes de curso legal.

Aposentarse en estos asientos de madera basta, duros, suplicio para nalgas reblandecidas y dorsos castigados por los muchos años de trabajo activo o sedentario, es un austero reposo del guerrero. Máxime, si entre la munición reglamentaria se cuenta con un libro o un periódico, disparatada posesión de antiguallas de papel, en tiempos estos, sojuzgados por la vanguardia de lo digital. Es el sumo placer de leer al calor de unos rayos solares que emiten sin parar guiños de futuras e inmediatas fechas de posesión de un observatorio tan rotundo y sorprendente como la calle. Porque tengamos claro que esta atalaya conjuga como ninguna los verbos leer, ver y conversar, junto a un cuarto asociado a este último que es oír, en este caso, como sinónimo aceptado de escuchar.

Mi sencilla historia se remite a estos momentos y a las acciones activas y pasivas que acabo de citar. Leer mecido en silencios rotos por trinos pajariles, es un alborozo que nadie debe perderse: sencillo, simplón, pero sedante. De repente, una pequeña distracción, una madre o un padre, o ambos, que te bordean con el pequeñajo de lengua de trapo y caminar dubitativo, presto para la gracieta infantil, irremediable por espontánea. Risa contagiada.

Un poco más en la lejanía se entrevé la pandilla de jubiletas, que miden la actividad ociosa por quinquenios. Otean el medio horizonte de un banco desocupado a pleno sol, porque en esos cuerpos las sombras son, por ahora, traicioneros y afilados cuchillos, reclamos de catarros que, a esas edades, siempre arrastran la prescripción sanitaria del pronóstico reservado; es decir, mucho cuidadito; uno ya no está para excesos. Localizado el objetivo se apilan como pajarería en cable de alta tensión, apretujados, como para darse calor. Prohibido el voluntariado para heroicidades de posturas a pie quieto… ¡¡¡estas malditas lumbares!!! Los bastones, fieles escuderos en las breves caminatas, también toman su respiro a la espera de la orden superior de reanudación de marcha. Y las boinas se ajustan un poco más, no sea que ese sol, aunque flojo todavía, le dé por incordiar con rojeces en la cocorota, ya colonizada en abundancia por manchas cutáneas de la vejez.

Uno de ellos asume la dirección de la orquesta polifónica. Saca pronto la cuestión a debate; si es lunes, apuesten que fútbol: el gol concedido en fuera de juego al Real Madrid, o la genialidad de Messi, desatan las controversias y alguna pasión rara vez no mermada por un tono de voz debilitado y aquietado al son de los años.

Tarde o temprano irrumpe la salud. Todos son rehenes de achaques y goteras. Ninguno escapa al embrujo del ambulatorio, bien porque hay molestia auténtica o fingida, bien porque es centro de reunión social, de dimes y diretes en torno a las habilidades o carencias de doctores y enfermeras, de medicaciones acertadas o equivocadas. Y también, porque sí, porque al calor humano, le acompaña el ambiental en una dura jornada de invierno. Un refugio caliente, escapatoria de una vivienda fría y desangelada, porque la exigua pensión no da para el confort de una calefacción a tiempo completo. Las visitas al doctor, los recetarios y el catálogo de dolencias contabilizan como galones en el escalafón de liderazgos que es esta milicia de la heroicidad de vivir.

Están al loro de la actualidad: la superficial y de avance propias de la radio y la televisión. El oído es más amigable que la vista, que no está del todo presta para la carrera de fondo memorística que es la lectura de la prensa. No obstante, pasan el examen y hablan con propiedad de políticos y de propuestas. Del todo natural que cada uno arrime el ascua a su sardina, pero está hablando una veteranía que se reviste con mucha frecuencia del sentido común, el instinto y el saber por atesorar historias personales sin trampa ni cartón.

Cuando ellos llegan, aparco la lectura, pego el oído y me dejo llevar por testimonios que son lección de vida en oralidad ausente de afectación. Bien pensado, qué poco evoluciona la historia cotidiana. Las plazas, y el decorado de sus bancos, nunca han dejado de ser las grandes tribunas de la ciudadanía.

(Publicada en el diario digital www.astorgaredaccion.com el 23-3-2019)

Ángel Alonso

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS