El público aplaudiendo. El corazón latiendo a toda velocidad. La piel erizada. Las ganas de llorar que me inundan. El sentimiento de un trabajo bien hecho y que tu mayor premio sean sus aplausos.

Cómo había echado de menos bailar. Después de más de siete años aprendiendo coreografías en aquella clase ahora mitad morada, mitad blanca, con una extensa barra cubriendo dos paredes casi por completo y esa columna que siempre se me interponía mientras bailaba, había tenido que dejarlo. El por qué, realmente fue un pequeño castigo por sacar malas notas. Mis padres pensaron que era por falta de tiempo, pero la realidad era la falta de interés.

Por suerte, tras dos años de parón, por fin pude retomarlo y qué año más maravilloso. Lo que empezó siendo una clase con muchas caras desconocidas y otras muchas que ya no estaban, se convirtieron en personas que fueron llenado mi corazón.

Para mi sorpresa y la de mi profesora Mª Carmen, no había olvidado casi nada. Las posiciones de los pies, cómo se colocaban los brazos, “vascular” o lo que es lo mismo, meter tripa y culo y sobretodo, estar estirada en todo momento, eran cosas que aún recordaba. Y cuánto lo echaba de menos. Hasta las broncas de Mª Carmen y su manía de llamarnos “amparitos” como apelativo cariñoso los echaba en falta. Además, cuánto había cambiado todo. Ahora, hasta podíamos darle sugerencias de música a mi profesora. Es un placer poder decir que he bailado piezas de El lago de los cisnes, pero bailar una canción que te encanta y cantas a todas horas, es una delicia.

Una canción muy conocida en ese momento llamada “Run Boy Run” fue la culpable de todo. Al principio pocas compañeras querían bailarla, incluso se alegraron de que no las tocara a ellas, pero después descubrirían que les hubiese encantado formar parte de la pequeña piña que hicimos.

Era una canción fuerte, rápida y en la que las seis teníamos que dejarnos la piel. La ensayábamos tantas veces seguidas que hasta me temblaban las piernas y me faltaba el aliento, pero no podía evitar que me encantara. Si no había nacido para bailar, al menos, bailar me movía todo por dentro. Sentía cosas que nunca antes había sentido. Todos los años anteriores que también estuve bailando lo disfrutaba siempre, pero ahora era diferente. Quizá fuera porque lo echaba muchísimo de menos. Quizá fuera porque, como se suele decir, no sabes valorar algo hasta que lo pierdes. Quizá fuera porque entendí que bailar hacía que mi corazón latiera más fuerte que nunca. Pero cada vez que bailaba esa canción, algo se movía en mi interior.

Ese año, además, abríamos el festival, porque mi profesora sabía que era un número tan potente, que ni se le pasó por la cabeza empezar con otro grupo. Mientras daban el discurso de presentación del festival, las seis aguardábamos en bambalinas. Estábamos muy nerviosas, yo sobre todo. Después de dos años sin bailar, subirme al fin a un escenario y además, abrir el espectáculo, era toda una responsabilidad. Una de las chicas, nos enseñó una forma de relajarnos y fue bastante efectivo.

Con nuestro pantalón verde militar, nuestro top negro, nuestra coleta alta atada con una cinta negra y nuestra cara maquillada y manchada, estábamos colocadas en nuestra posición, dispuestas a comernos el escenario como unas guerreras. El telón comenzó a retirarse. El murmullo del público que se acomodaba para la función se dejaba oír. Mi corazón latiendo a toda velocidad haciéndose notar en mi pecho y volviendo inútil la relajación que habíamos realizado hacía apenas unos minutos. Entonces la música comenzó a sonar.

El principio era tranquilo, agachándome y volviéndome a levantar, pero en seguida empezaba la acción. Golpes fuertes y secos, cánones que parecían de película, hacer una fila y conseguir girar como si fuéramos una hélice, golpes en el suelo con las manos y, para terminar, mi momento favorito y más liberador. Desde el final del escenario, corríamos hacia delante hasta que, con el último golpe de la música, dábamos un salto y nos dejábamos caer al suelo.

El público aplaudía y una electricidad me subía desde el corazón, pasando por el pecho y dispuesto a quedarse detrás de mis ojos. Si me hubiese quedado un minuto más con los aplausos, las lágrimas habrían empezado a brotar, pero no fue así, pues el saludo era muy rápido y había que dejar paso al siguiente grupo y nosotras correr a cambiarnos para el siguiente baile.

Ese año solo bailamos una vez más y, en realidad, fue un acompañamiento a un dúo muy bonito, pero ese no tenía tanto sentimiento para mí como lo tuvo el baile con el que iniciamos este festival.

Al terminar toda la función, era costumbre que todos los grupos salieran al escenario para saludar, dejando las primeras filas para las más pequeñas y quedándonos las más mayores detrás. En cuanto salí con mi grupo al escenario y escuché los aplausos y silbidos del público, mi corazón pegó un vuelco. Miraba al público en busca de mi familia y mi pareja, pero entre tanta gente, era imposible distinguirlos, así que, simplemente disfruté de ese momento mientras acababan de salir las últimas rezagadas. Al fin vino el momento estelar de la despedida, mi profesora saliendo al escenario a saludar y, sin que ella se diera cuenta, un par de compañeras le trajeron por sorpresa un ramo de flores y un pequeño detalle en forma de regalo. En realidad no era tan sorprendente pues, lo hacíamos todos los años, era nuestra forma de darla las gracias por el trabajo tan maravilloso que hace y con el que sigue superándose cada año, pero a ella siempre parecía sorprenderla.

Entonces pasó. Esa electricidad volvió a subir desde mi pecho hasta mis ojos y esta vez no se quedó esperando, todas las lágrimas salieron disparadas por mis ojos. Era una emoción imposible de explicar. ¿Emocionada por poder bailar de nuevo? ¿Alegre porque todo había salido perfecto? ¿Enamorada de bailar? No lo sabía. Miraba a mis compañeras y todas estaban como yo o, al menos, empezando, pero entre los llantos de unas y de otras, no fundíamos en abrazos que lo decían todo.

Los grupos fueron saliendo del escenario y yo corrí al vestuario a coger todas mis cosas. Al salir, me encontré con mi pareja que me esperaba en la puerta y, nada más abrazarle, las lágrimas brotaron de nuevo. Él me preguntaba por qué lloraba pero yo no sabía qué responderle porque ni yo misma lo sabía. Unos metros más adelante, me encontré a mis padres y el proceso volvió a repetirse y, tras unos besos de consuelo y unos abrazos reconfortantes, por fin se me pasó la llorera y pude irme a casa con la cabeza bien alta y el corazón emocionado y expectante deseando que llegara el próximo curso.

Y llegó. Uno en el que las amistades se hicieron más fuertes. Creamos un gran vínculo entre todas nosotras, pues era nuestra pequeña terapia que a su vez surgía de nuestra gran pasión.

También llegó el festival y una nueva oleada de emociones me abordó, aunque esta vez logré cortarla un poco antes, aunque hubo alguna madre que se pensaba que lloraba porque algo había salido mal y no. Era la sencilla emoción de una pasión que me llena.

Un tercer curso de esta nueva época tan emotiva con el baile llegó. Empezamos nuevos bailes y todo iba de maravilla, hasta que un día, un fuerte dolor en mi rodilla izquierda, hizo que tuviera que ver la clase desde una silla de madera verde al lado de la calefacción. Esa semana se me hizo cuesta arriba y al final, el viernes, acabé yendo de urgencias. No recuerdo el diagnóstico exacto pues tampoco tenía mucha relevancia, pero el resultado fue que tuve que dejar el baile.

La siguiente clase, la tuve que ver sentada en esa silla, otra vez. Casi con lágrimas en los ojos tuve que explicar a mis compañeras y mi profesora, que se unió conmigo y con mis lágrimas, que iba a tener que dejar de bailar. Se me partía el alma por no poder volver a sentir esa sensación de plenitud y emoción. Por no poder pasar más tardes junto a mis compañeras a las que había cogido tantísimo cariño y que me ayudaban tanto en todos los sentidos en lo que se puede ayudar a una persona. Pero no hubo más remedio, necesitaba reposar.

Así que, tras alguna lágrima más, muchos abrazados y un montón de palabras de ánimo, me fui de aquella clase en la que prácticamente he crecido durante más de diez años con el pensamiento de que algún día volveré.

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