Era la tarde del 21 de junio, el cielo estaba despejado y soleado, con un calor abrazador de un día esplendoroso; de las ramas de los arboles emergían nuevas hojas que reverdecían con gran intensidad, las flores brotaban con gran belleza y majestuosidad, el aire se impregnaba con el aroma del pasto recién cortado. Los habitantes del pueblo empezaron a congregarse en la plaza, entre la estación de autobuses y el banco, alrededor de las doce y media; en algunas casas, aun había gente, así que los vecinos tenía que ir a recordarles que hoy era la rifa y todos deben de ayudar con los preparativos para que todo estuviera listo para antes de la tres y media; pero en aquel pueblecito, donde apenas había unas trescientas personas, todo el asunto de la rifa ocupaba nuestras mentes, de modo que el alcalde ofrecía uno hora para que las personas fueran a casa para almorzar y estar con sus familias y así volver y terminar de preparar todo.

Los niños fueron los primeros en llegar a la plaza y aun con sus uniformes escolares puestos. La escuela acababa de cerrar para las vacaciones de verano y la sensación de libertad producía inquietud en la mayoría de los pequeños; quienes acostumbraban a formar pequeños grupos de juegos para jugar a las escondidas, la tres, encantados etc. durante un rato y se escuchaba su fuerte pero feliz bullicio y sus conversaciones seguían girando en torno a la escuela, los profesores, los libros y las tareas. Roberto “Beto” Martínez Morales ya se había llenado los bolsillos de caramelos y chocolates para compartirlos con sus amigos, los cuales no tardaron en ir con él, tomando tres dulces cada uno, todos eran redondeados y deliciosos; Beto, Henry José Moreno, Diego Domínguez Díaz, Antonio Hoyos Mena y Miguel Ángel Torres finalmente terminaron de comer aquellos dulces en un rincón de la plaza para evitar a los chicos más grandes. Las niñas se quedaron aparte, charlando entre ellas y desviando la mirada hacia los chicos, mientras los niños de preescolar jugaban con palos y piedras o se agarraban de la mano de sus hermanos o hermanas mayores.

Pronto empezaron a reunirse los hombres, que se dedicaron a hablar de su ganado y cosechas, de tractores e impuestos, mientras vigilaban a sus hijos. Las mujeres llegaron un poco más tarde, tal vez por terminar el quehacer del hogar o solo por estar eligiendo el vestido correcto, un grupo de mujeres se hicieron a lo lejos del montón de niñas y jovencitas de la esquina, y se contaron chismes sin alzar la voz, provocando sonrisas más que críticas. Los ancianos fueron los últimos en llegar, con descoloridas vestimentas de andar por casa y camisas de tela fina, fueron bien ubicados en unas sillas de plástico resistente.

Todos los adultos se saludaron entre ellos e intercambiaron apretones de manos y besos en las mejillas mientras acudían a reunirse con sus respectivas familias. Pronto, las mujeres, ya al lado de sus maridos, empezaron a llamar a sus hijos y los pequeños acudieron a regañadientes, después de la cuarta o la quinta llamada. Beto Martínez Morales esquivó la mano de su madre cuando pretendía agarrarlo del cuello de la camisa y volvió corriendo, entre risas, hasta llegar nuevamente con sus amigos. Su padre lo llamó entonces con voz severa y Beto regresó enseguida, junto con sus amigos, ocupando sus respectivos lugares entre sus padres y sus hermanos mayores. La rifa al igual que los bailes en la plaza en tiempos de fiesta, llegaba el club de danza y la orquesta sinfónica, llamada voz del pueblo, la cual era dirigida por el señor Savater, que tenía tiempo y paciencia para dedicarse a las actividades cívicas del pueblo.

El señor Savater era un hombre jovial, de cara redonda, piel morena y risa contagiosa que llevaba diez años siendo el director de la sinfonía del pueblo y su esposa tenía un taller de costura, y la gente se compadecía de ellos porque no había tenido hijos pero su mujer llenaba ese vacío con las jóvenes del club de danza actuando como una segunda madre para ellas y a su vez era quien diseñaba sus vestuarios de baile. El señor Savater llegó a la plaza, sin su esposa, portando la caja negra de madera, se levantó un murmullo entre las personas y el señor Savater dijo

– ¡Hoy llego un poco tarde, amigos!

El administrador de la flota de autobuses, el señor Gutiérrez, venía tras él cargando un taburete de tres patas, que colocó en el centro de la plaza y sobre el cual instaló la caja negra el señor Savater. Las personas se mantuvieron a distancia, dejando un espacio entre ellos y el taburete, y cuando el señor Savater preguntó

– ¿Alguno de ustedes quiere echarme una mano?

Se produjo un instante de vacilación hasta que dos de los hombres, el señor Martínez y su hijo mayor, Bernardo, se acercaron para sostener la caja sobre el taburete mientras él introducía los papeles en el interior de la caja negra.

El alcalde del pueblo y su esposa llegaron a la plaza en compañía de un grupo de once hombres uniformados y armados, eran uno de esos grupos rebeldes al margen de la ley, quienes cree que nuestro país está mal gobernado, una vez que llegaban al pueblo eran tratados como si fueran de la realeza española por todas las personas del pueblo, pero lo que era respeto en realidad era miedo; el señor Savater daba inicio a la orquesta y a su vez el club de danza iniciaba su presentación; mientras el señor Gutiérrez echaba los últimos papeles a la caja negra, la llegada de ese grupo armado al pueblo se había vuelto una tradición desde hace mucho, incluso antes de que naciera el viejo señor William Wilson Muñoz el hombre de más edad del pueblo. El señor alcalde nos hablaba con frecuencia de un cambio, pero a nadie le gustaba la idea de un cambio a algo que técnicamente ya era una tradición aquella visita. Corría la historia de que cuando ellos visitaban el pueblo se quedaban tres días o incluso una semana y se quedaba en la casa de una familia y cuando se instalaban allí no eran los mejores inquilinos. Cada año, después de la rifa el líder del grupo se llevaba un puñado de jovencitas que apenas rondaban los quince años de edad y nunca más regresaban al pueblo, así que en cierto modo ya había un cambio. El señor alcalde no podía hablar de cambios porque el tema acababa difuminándose sin que se hiciera nada al respecto. La caja negra estaba cada vez más llena y ya ni siquiera era completamente negra, de lo antigua y se notaba el color original de la madera, y en algunas partes estaba descolorida o manchada. El señor Martínez y su hijo mayor Bernardo, sujetaron con fuerza la caja sobre el taburete hasta que el señor alcalde terminara de revolver a conciencia los papeles con sus manos. Dado que la mayor parte de la rifa original se había eliminado u olvidado, el señor alcalde había conseguido que las familias con un solo hijo no participaran en la rifa.

El señor Savater estaba a punto de terminar su presentación junto con su orquesta y el club de danza; lo siguiente era una pequeña comida para el grupo de uniformados ofrecido por la esposa del alcalde; el alcalde pensaba que la caja negra debió ser útil en el pasado cuando el pueblo era pequeño, pero ahora que la población había aumentado era hora de conseguir una caja más grande para que mucho de los papeles no quedaran a la vista o llegaran a caerse de la caja, al límite de seguir creciendo, o utilizar algo que cupiera mejor en la caja negra. La noche antes de la rifa, el señor alcalde y su esposa iban personalmente a las casas de todas las familias para entregar las hojas de papel y que allí las familias anotaran su apellido con su mismo puño y letra y depositaban los papeles que trasladaban en una caja metálica cerrada con llave y una pequeña abertura para depositar allí el papel para guardarlos hasta el momento de llevarlos a la plaza, la mañana siguiente. La caja metálica se guardaba en la bóveda del banco o veces en la alcaldía o incluso en la casa del mismo alcalde.

Había que atender un último detalle antes de que el señor alcalde declarara abierta la rifa. El jefe de aquel grupo armado debía dar un pequeño discurso como todos los años, no recuerdo su nombre ya que nunca lo escuche mencionar pero si su apodo Adolfo Caro; el señor Savater sujetaba el megáfono mientras el líder de ese grupo uniformado daba su discurso

-Señoras y señores, amigas y amigos de la revolución Colombia. ¡Compatriotas!.

Hemos estado en todos los pueblos, en todos los municipios, en todos los corregimientos e incluso en las ciudades en donde vive la injusticia, el tercer país más corrupto del mundo pero con un sueño de hallar paz en mi país, con un fusil AK 47 en mi mano y un puñado de balas en la otro los defenderé de aquellos que tratan de dañarlos. Venimos a ustedes hoy como cada año buscar su ayuda, su participación social para nuestro sueño, por medio del diálogo no se consigue nada, absolutamente nada, donde el que gobierna es un lobo vestido de oveja que se puede esperar de alguien así, necesitamos actuar, luchar, defendernos y contra atacar hasta destruir al enemigo, no su enemigo, tampoco mi enemigo el enemigo de mi país. No somos los asesinos, ladrones o narcotraficantes como ellos osan describirnos, nosotros somos el cambio que este país necesita y por eso estamos aquí para que diez afortunados jóvenes se unan a nosotros para lograr ese cambio que no solo nos beneficiara a nosotros si a esta tierra.

¡Quien se convertirá en mi hermano!

Todos aplaudíamos hipócritamente, como si alguno de nosotros quisiéramos esto, quien, quien en su sano juicio querría esto, pero era peor si nos negábamos, aunque algunos pensaban que la muerte era la mejor opción.

-Bien comencemos con la rifa.

Dijo el alcalde, en ese preciso instante la señora Savater apareció a toda prisa y se unió al grupo, chocándose con algunas personas para llegar a donde estaba su esposo.

-Me disculpo con todos por mi tardanza, debía dejar todo limpio

-Pensé que íbamos a tener que empezar sin ti Teresa

-Ya estoy aquí querido.

-Muy bien. Anuncio el señor alcalde. ¿Falta alguien más?

-No, creo que estamos todos. Dijo el señor Gutiérrez.

-Entonces comencemos de una vez para seguir con nuestras obligaciones.

La rifa consistía en dos partes, la primera parte era que esos diez hombres miembros de ese grupo armado sacara un papel con el apellido de la familia y esta pasara al frente. Cada subordinado fue pasando, sacando un papel y anunciaba el apellido en el megáfono que ahora sostenía el señor alcalde. Las familias iban pasando al frente, tratando de contener las lágrimas y sujetando fuertemente las manos de sus hijos. Las diez familias ya estaban al frente, los:

Gonzales Cardona: Con dos hijos varones, uno de quince años y el pequeño de nueve años.

Becerra Monsalve: Con tres hijos, un varón de catorce años y unas gemelas de diez años.

Carrillo Velásquez: Con dos hijos, un niño de once años y una niña de ocho años.

Meléndez Mesa: Con cuatro hijos, todos varones, uno de veinte años, uno de diecisiete años, uno de doce años y uno de seis años.

Robalo Valle: Con tres hijos, dos niñas de dieciocho y doce años y un niño de diez años.

Martínez Morales: Con dos hijos varones, el mayor de dieciséis años y el menor de doce años.

Yepes Flores: Con tres hijos varones de cinco, diez y catorce años.

López Cierra: Con dos niños de trece y ocho años.

Rincón Hernández: Con dos hijos una niña de quince años y un niño de seis años que padece de epilepsia.

Angulo Vejarano: Con dos hijos, una joven de diecisiete años, una niña de quince años y un niño de diez años.

Fueron las seleccionadas para la segunda parte de la rifa, esta segunda parte le concierne al jefe, elegir a un hijo de cada familia para irse con aquel grupo armado para formar parte de sus filas; quien se puede decir que por compasión o lastima elegía a los varones y los más mayores pero ese día algo cambio para algunas familias seleccionadas, los Martínez Morales tuvieron que despedirse de su hijo menor, ya que no fue su hijo mayor el elegido si no el pequeño Beto Martínez Morales.

No había nada que hacer ante tal situación pero no solo eso, la belleza de la hija mayor de la familia Rincón Hernández había encantado al jefe, quien con firmeza dijo

-Tú vendrás con nosotros y serás mía.

Todos aquellos que solo podía observar encogieron sus hombres y agacharon sus cabezas, todos a excepción de la señora Teresa Savater, quien dijo

-Ella no irá con ustedes, es injusto.

El señor Savater le envió una mirada que se podía descifrar como cállate Teresa. Pero esto no funciono. La decisión se había tomado, los niños ya habían sido elegidos; solo se escuchaba mormullos de las personas, que decían: “Cuando acabara esto”, “Pobres familias”, “Que podemos hacer”.

-Bien ya es hora de irnos, dijo Adolfo Caro

-Esperen llévenme a mí en su lugar, dijo Teresa Savater.

Nunca, pero nunca se había visto este acto de sacrificio en la rifa, ni siquiera de un miembro de la misma familia lo había hecho.

El líder se quedó observándola por unos instantes, mientras las familias que debían despedirse de sus hijos aprovechaban este tiempo para abrazar y besar a sus hijos.

-Está bien, hoy me conformare contigo, suelten a la muchacha, ya tengo una mujer frente a mi

-No, No lo voy a permitir, ¡Teresa!

La voz del señor Savater retumbo en nuestros oídos, mientras era sujetado por el señor Gutiérrez y el alcalde. La familia Rincón Hernández miraba entre lágrimas y palabras de agradecimiento a la señora Teresa Savater ya que hoy no se desprendían de ninguno de sus hijos. La señora Savater se acerco a su esposo para verlo por última vez a los ojos y decirle

-Te amo.

Acto seguido un beso, que solo dura unos pocos segundos. El señor Savater se sacude con fuerza para librarse de las manos del señor Gutiérrez y el alcalde pero es inútil y fulmina con la mirada al jefe del grupo

-Desgraciado, maldito infeliz

Decía el señor Savater con gran ira pero sus insultos son frenando cuando uno de los subalternos del jefe lo golpea con fuerza en el rostro, cayendo al suelo inconsciente. Los niños elegidos formaron una sola fila y los subalternos de Adolfo Caro otra, para marcharse del pueblo; los padres solo podían observar como sus hijos se alejaban cada vez más y una voz a lo lejos decía

-Hasta el año próximo.

FIN.

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