Justo cuando decido hacer frente a unos pendientes que había estado postergando, el monitor se queda en negro, al igual que todo el edificio. Se fue la luz. «Toca esperar a que regrese», pienso.

Luego de un rato de inútil espera, se hace evidente que no regresará pronto y decido volver a casa. Observo los mares de gente caminando por las calles de Caracas: sin luz no hay metro. Empiezo a pensar que me tocará subir hasta mi apartamento por las escaleras y recuerdo lo oscuras y solitarias que son normalmente. Me aterro de solo imaginar como estarán ahora, que la ciudad está oscuras.

De repente, comienzo a restarle importancia al asunto de las escaleras cuando se asoma en mi mente la posibilidad de que la luz no vuelva antes de que la noche caiga por completo. Yo le temo a la oscuridad. A mis veintiséis años, duermo con la luz del cuarto encendida. De otra forma, no podría dormir.

Habiendo sobrevivido las escaleras, ya en casa y con poca batería en el celular, logro revisar en twitter algunas cuentas oficiales que anuncian que se trata de un apagón nacional y que se estima, que el servicio será restituido en tres horas. Pasadas las tres horas y unas cuantas más, la luz no vuelve.

Avanzada la noche sufro un ataque de ansiedad por la oscuridad y en medio de la desesperación enciendo unas velas de cumpleaños que por su tamaño, no tardan en consumirse. No están pensadas para durar demasiado tiempo encendidas. Me vence el cansancio y logro dormir algunas horas, bastante inquieta.

Abro los ojos y mi celular está totalmente descargado. Hacen por lo menos 12 horas que no logro comunicarme con nadie. El servicio de telefonía móvil y de internet colapsó apenas comenzó el apagón, y no tengo forma de saber si al menos eso ha sido restituido.

Suena el teléfono fijo. Todo lo que tengo es CANTV y gas: desde que se fue la luz, tampoco hay agua. Es mi novio. Tampoco puede creer que la luz no haya regresado en toda la noche. «Si no tuviera anotado el número de tu casa, estaríamos totalmente incomunicados» me dice. Él y su mamá están bien, pero debido al apagón, un montón de gente tuvo que quedarse donde estaba y hay unos carros bloqueando la salida de su casa. No puede salir.

Empiezo a preguntarme ¿Como estarán todos? Los familiares que tengo en Cumaná deben estar pasándola muy mal, sin aire acondicionado. Yo por lo menos tengo gas, pero ellos tienen cocina eléctrica. Me invade la incertidumbre.

A las 4:00 de la tarde regresa la luz y pongo a cargar mi celular. Apenas logro alcanzar el 20% de batería cuando se vuelve a ir. Aprovecho para comunicarme con mis amistades más cercanas. Le envío un mensaje a varios de mis amigos que viven fuera del país, diciéndoles que estoy bien y que espero de corazón que hayan podido comunicarse con sus familiares.

Es evidente que no volverá pronto, será otra noche oscura. Me invade el miedo. Nunca habíamos pasado tanto tiempo sin luz.

La luz regresa a las 12:00 de la noche y finalmente logro dormir. Cuando abro los ojos a la mañana siguiente y veo que los aparatos continúan encendidos, me digo a mi misma que la pesadilla ha terminado y que podré salir a hacer las compras que tenía pendientes. El agua aún no regresa.

Me acomodo como puedo para salir y llego al supermercado. Ya en la cola para pagar, se vuelve a ir la luz y nos informan que la plataforma de pagos se ha caído. Me quedo con los productos en la mano. Pensar en pagar en efectivo es imposible. La crisis de efectivo que azota el país no es nueva y los cajeros automáticos dispensan una cantidad de dinero absurdamente ridícula que no satisface los altos precios de las cosas. Un apagón de estas magnitudes se hace aún más complicado cuando vives en hiperinflación.

Regreso a casa sin poder comprar nada y rompo en llanto al pensar que ni siquiera pude comprar unas velas para mi tercera noche a oscuras. Mi tío me comenta que tiene un billete de 20 dólares y que puedo disponer de este dinero para comprar algunas cosas indispensables para la casa. Casi no tenemos agua para tomar, ni mucho menos para lavar los platos. Me encomienda comprar agua potable, velas y algunos comestibles que no ensucien demasiado y que no requieran refrigeración. «Con la ida y venida de la luz, la comida que tengo en el freezer ya se ha descongelado y vuelto a congelar varias veces. Tendré que botarla» reflexiono para mis adentros.

Enfrento mi tercera noche de caos a la luz de las velas. Resignada a la catástrofe les propongo a mi mamá y mi tío jugar cartas: sin luz no hay nada que hacer más que mirarnos las caras. Al poco rato mi mamá se queja de que jugar en estas condiciones la hace forzar demasiado la vista y propone ir a dormir apenas se termine la partida en curso. Sola en mi habitación con cinco velas, observo como mi gato se queda mirando al espacio como si tuviera la capacidad de captar señales de actividad paranormal. Me lleno de ansiedad y me cuesta respirar. Tomo mi almohada y mi celular apagado y me dirijo hasta el cuarto de mi mamá. Hoy te toca dormir conmigo, le digo.

Amanece y experimento esa terrible sensación de no haber descansado nada. Aún no vuelve la luz.

Me comunico con mi novio a través del teléfono fijo. Me explica que va a pasar por mi luego de que logre echar gasolina: las colas son infinitas. Regresa la luz.

En casa decidimos que es imperioso salir cuanto antes a comprar agua y más comida antes de que el servicio vuelva a caerse. Abordamos el carro de mi tío que está en pésimas condiciones, debido a la crisis. Todo lo que en ese automóvil se ha dañado, se ha dejado como está. No contamos con los recursos para repararlo. El aire acondicionado no sirve y los vidrios no bajan. Quince minutos dentro del carro equivalen a una hora de baño sauna. Llegamos al mercado municipal y en el puesto de la carne, mi tarjeta de débito no pasa. Se volvió a ir la luz y el punto de venta se cayó.

Dentro del carro nuevamente y en dirección a casa, ahogada en sudor, pienso en que seguiré incomunicada y que pasaré otra noche a oscuras y reviento en llanto por segunda vez.

Llegando al edificio encontramos a mi tía parada en la planta baja esperándonos. No había logrado comunicarse con nosotros en días y vino a comprobar que estábamos bien. Tiene tres días sin comer: en su casa no hay luz, ni agua, ni gas. No pudo comprar nada.

Mi novio me llama otra vez, me dice que pasará por mi. Logró echar gasolina. Una vez en su casa finalmente podré bañarme, porque él tiene un tanque instalado en su casa. Tengo tres días sin bañarme.

Regresa la luz y logro encender el celular. Mis familiares y amigos están bien. Me reconforta. Ingreso a twitter y me doy cuenta de que el servicio no se ha restablecido por completo. Explotó un transformador en el este de la ciudad de Caracas, declararon la suspensión de actividades laborales y académicas, el metro continúa sin prestar servicio comercial, varios automercados han sido saqueados y hay reportes de personas sacando agua del río Guaire. El bombardeo de información me deja aturdida y decido dejar de lado el teléfono.

Cuando recupero fuerzas, ingreso nuevamente a las redes. Leo que el Gobierno ha dado finalmente una explicación a lo que ha pasado en los últimos días: “Todo se debe a un sabotaje eléctrico, consistente en un ataque cibernético realizado por unos hackers provenientes de los Estados Unidos”. Me siento profundamente ofendida con el hecho de que alguien subestime de tal forma mi inteligencia y decido no revisar más cuentas del oficialismo. «Espero que podamos volver a la normalidad en algún momento», pienso.

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