Los vientos helados del estrecho o una historia de amor

Los vientos helados del estrecho o una historia de amor

Laura Vizcay

13/03/2019

Se huele la muerte y golpea la tierra cuando soplan los vientos helados del estrecho.

El Chancho Colorado, capataz de los Menéndez se acerca al galope con siete asesinos, y el golpe del ona y el grito del puelche se pierden en el silencio total de un continente.

Las lágrimas saltan de repente. Sin permiso del alma. Sin discreción.

No me he muerto esta noche. Y me duele, terriblemente. ¿Cómo viviré esta mañana, estas horas que se me vienen, este instante que respiro? Toda mi vida un sueño. ¿Sueños? ¿De muerte? Si pudiera morirme .Si pudiera. Si pudiera. Pero vos pudiste, Joaquín. Tú pudiste. Y yo aquí, quemándome viva por tanto dolor.

Miro a beba moverse pausadamente. Oigo el ruido de sus enaguas y un familiar olor a jabón se esparce por la habitación. ¿Desde cuándo huele a jabón? Sí, así, en cada vuelta, en cada paso. Desde siempre, si. Desde esa noche que al abrir mis ojos vi los ojos más negros del mundo. Ojos negros de tierra negra, Beba, que apretaba mi cara entre sus dos enormes senos marrones y así entre esas tibiezas y esos, sus ojos negros, me volví a dormir, sin enterarme por mucho tiempo, que desde esa hora y para siempre, jamás volvería a sentir el calor de mi madre, la voz ronca y dura, querida de mi padre, porque, esa noche, los había perdido .Y cómo me duele, terriblemente, Beba.

Y yo, yo no estaría aquí, oliendo a Beba. Si esa noche, aquel indio no hubiera olido el fuego. ¿Cómo se llamaba? No. No puedo recordar. Por la gracia de la señora de los cielos y ese indio, yo estaba viva. Y no puedo recordar su nombre Él había olfateado el fuego y había corrido a la casa grande, porque él tuvo coraje Beba, y vos, Beba sabés del puelche aquel, sabés su nombre y también sabés de Dios y de esta vida mía y de tanto dolor.

Beba sale de la habitación y el olor a jabón se escapa enredado en sus polleras. Siento mis ojos pesadamente dar una vuelta hacia atrás y entonces lo veo. Joaquín se viste con su traje más hermoso. Veo el brillo de sus ojos. Joaquín se va de mi lado. Visitará al Gobernador. Me sonríe. Me detengo en esos

Ojos. Hermosos ojos de Joaquín. Me moriré extrañándolos. Le beso los labios. Se va y me deja su calor. Cierro la palma de mi mano para retener su suavidad pero él .Y yo .!No tardes Joaquín! ¡No tardes! Casi le supliqué.

Joaquín montó su caballo y allá, en el fin del patio, se abre a puerta grande. Joaquín ha partido .Va al encuentro del gobernador del territorio. Y todo Punta Arenas está de pie, alerta. Y yo…

-¡Ay, Beba! ¿Cómo podré? ¿Cómo haré esto, de vivir sin varón, sin gobierno, sin amor y con esa muerte arrollando el polvo…? Y Beba, calmando mi fiebremiedo, sanando esta alma que se me vuela por las manos y nombrando a mi Luisita, pequeño amor de ojos grandes, inocentes, ojos tuyos Joaquín, allí que esperan, que no saben y Beba ¡Pero qué piensa, amita! ¡Deje su angustia descansar! No se agite.

-Que cierren bien los portones, Beba. Que no quiero la muerte entrando…

-Pero qué dice. Qué dice. Los portones están cerrados. Descanse, que la fiebre no la queme más.

Joaquín cargó el arma. El puñal, con una correa, sujeto a la pantorrilla .Soltó el pantalón. El gobernador del territorio era un traidor a Chile. Apenas unas palabras con él y Joaquín lo supo. El gobernador era otro más en el bandidaje de Punta Arena. ¡Pobre Joaquín! Se había denunciado así mismo cuando intentó informar al gobernador los desórdenes, la delincuencia y criminalidad que asolaban a esta porción del continente. ¿Cómo? ¡Cuánta ingenuidad, habló de la justicia de los nativos hacia los pueblos onas, y de la miseria abrumadora de los puelches! Unas pocas palabras y Joaquín sintió la amargura del sabor de la muerte. De su propia muerte. Nunca debiste Joaquín denunciar a los Menéndez y a los ingleses del Pacífico Steam de la venta de mujeres, de ese tráfico humano, yo sabía, yo sabía Joaquín que te perdería, yo sabía y aún insististe. Debías ir a Santiago .Allí debían conocer la verdad de Punta Arena ¿La verdad? Sólo el silencio, Joaquín. Sólo el silencio puede salvarnos. Yo sabía que te arrancarían de mí, con dolor, con demasiada crueldad .No debiste, y yo, yo estoy aquí entendiendo desesperadamente que nunca más te tendré entre mis manos. Que nunca más podré abrazarte o mirarte, que nunca más, que nunca más. Quiero cerrar los ojos y dormir, dormir. Y es tu grito, sí tu grito, otra vez me llega que mes llama, que me pide, que me suplica y se enfurece, tu grito de que te deje partir en busca de justicia, de ayuda. Y me late el corazón y te dejo, te dejo partir, Joaquín y nunca me lo perdonaré y el corazón me late cada vez más rápido. Como tu galope porque ya estás partiendo .Te vas a Santiago, nunca me lo perdonaré, te vas, y se te alcanza a ver tu mirada inquieta .Y tu cabello, al sol, te vas, y se alcanza a ver tu mirada inquieta. Y tu cabello, al sol, parece huyendo con el aire y yo, nunca me lo perdonaré.

Olor a jabón y Beba, otra vez, guardando mi cabeza entre sus dos enormes senos marrones y yo gritando, desafortunadamente, mi llanto.

El Gobernador del territorio, el ilustrísimo representante del gobierno de Chile, arrastró la cabeza de Joaquín por el polvo de Punta Arena. Como cabeza de un asqueroso traidor. Alguien y muchos no lo habían dejado regresar. Y yo aquí, quemándome viva en este dolor.

Ella lo había visto a Joaquín, aquella primera vez, acechándola. Desde su caballo y tras los árboles. Ella quería que se acercara, que se le quitaran las sombras de la cara para mirarle a los ojos. Porque los ojos son el espejo del alma, decía Beba. Y una tarde, se salió de las sombras y se vino al paso lento de su caballo, a mostrarle su mirada. Y ella ya estaba enamorada. Y Beba, también. Desde un principio estuvo segurísima de que era un españolito bueno. Y tenía ojos de valiente. No era un verde, según Beba. Los verdes eran unos pobres españoles ignorantes que no sabían montar y, en Punta Arenas eso no se perdonaba. Pero este españolito lo tenía todo. Un hermoso rancho. Peones y criados bien cuidados, decía Beba. Y había sido capaz de conquistar a su niña, a su Ofelia que día a día se convertía en una mujer. Beba supo que podía bajar los brazos para compartir tantos cuidados, esmeros que nunca se habían interrumpido desde aquella noche terrible en que el indio puelche entró a su cabaña, desfalleciente y con una niña en brazos. La niña de la casa grande, la niña de los señores buenos, de los que daban trabajo y escuela, porque allá a lo lejos el fuego resplandecía inmenso y quemaba en llamaradas el cielo.

-¿Qué la han hecho a mi Joaquín, Beba? ¿Qué le han hecho?

-Fue el destino, amita. Así es, despiadado para algunos.

-Punta Arena lo ha matado.

-Cállese, amita, que su Luisita la va a escuchar .Y todavía no le ha contado de su pobre padre muerto.

-¡Ay, Beba! que los portones no se abran que estén cerrados…

-Le volverá la fiebre si no cierra la boca, que ya bastante ha sufrido…

Con todo en los ojos. Con el amor y el espanto el indio puelche había olido el fuego. Corrió hasta la casa grande .Las llamaradas se perdían en el espeso aire de la noche. La casa era una fabulosa antorcha. Pueliche sintió que la tierra hervía bajo sus pies, hizo la señal de la cruz y entre los crujidos de maderas rasgándose, oyó un llanto de criatura. El indio puelche la salvó gracias a la señal de la cruz y la señora de los cielos, como dijo Beba cuando tomó en sus brazos y la apretó contra sus enormes y marrones senos para salvarla de tanto horror.

Otra vez Joaquín .La cabeza de Joaquín arrastrándose por el polvo y ella apasionada por una red de pescador, una red cazadora y asesina y sus gritos enredándose en cada cuerda entremezclada y cada nudo de su garganta que la ahoga y la cabeza de Joaquín que se aleja para siempre y ella…

Un aire fresco se pasea por su rostro. Al abrir los ojos, Beba le sonríe con su enorme boca. Beba brilla bajo la luz del sol que se mezcla con las cortinas blancas. Sus ojillos se pierden en dos pliegues profundos entre las cejas y sus mejillas. Los años no le arrugaron la piel. Ahora se está volcando sobre ella para acomodar los almohadones. El movimiento de las fundas revive el olor de Joaquín, el olor de su abrazo. Duele demasiado y trata de quitarlo de su mente, de su piel. Pero Joaquín vuelve y ella sabe que jamás se irá, allí, dentro suyo, permanecerá.

Beba le recordó que debía guardar la carta que la había enfermado, esa carta que aún permanecía desplegada sobre la cama, al alcance de su mano .pero ella…

-No lo guardaré Beba. Si yo lo guardara estaría aceptando, ¿entendés, Beba?

Aún no lograba entender tanta osadía ¿Cómo se había atrevido a tanto? ¿Qué prendía ese hombre?

“…Quiero expresarle mis condolencias ante la aflicción de haber descubierto usted, la estafa que se cometió con su dignidad. Descubrir la traición de quien amamos y en quien confiamos nos lleva a la mayor desesperación .Ruego al altísimo alivie su pena y se reconforte al saber que quien ha traicionado su honor de dama patriota y esposa y madre digna ha sido castigado en nombre de Dios y la patria ,su Chile..

Y esa firma ampulosa del gobernador del territorio. ¿Cómo se atrevía tan vil asesino acusar a Joaquín de traidor a Chile? Su cuerpo todo no pudo tolerar y el asco la enfermó. Beba se asustó al verle la cara ¿Es que el jugo de ciruelas le había caído mal? ¿Tal vez el fresco demasiado frío que entraba por la ventana?

-¡No Beba! ¡No cierres la ventana! Necesito aire puro porque siento que me muero.

Luisita entró a la habitación a darle un beso ¡Cómo explicarle la muerte de su padre! ¡Tan pequeña!

La miró a los ojos y no pudo. No pudo porque Joaquín había vuelto. Estaba allí, en esos ojos que la miraban con cierto espanto de adivinar lo que nadie, aún había dicho en voz alta.

-Nunca podré, Beba .Nunca.

-Tendrá que poder. Es la vida. De eso se trata, amita.

-Tal vez. Pero primero, debo rescatar la dignidad de su padre.

Era el año 1923. El gobernador del territorio venía a Punta Arenas. Por primera vez en su mandato. Los Menéndez abrieron su palacio para el baile oficial de presentaciones. Todos los ganaderos del territorio estaban invitados. Ella había asistido con Joaquín. Estrenó, esa noche, un vestido negro de terciopelo y Joaquín la envolvió en su capa para que no tuviese frío. Era primavera pero el viento helado, incesante, traía una fina llovizna del mar. ¡Cómo se habían abrazado! ¡Cuánta música fina y dulce guardaron en sus miradas! En el camino de regreso se detuvieron a mirar el cielo. Entonces fue cuando Joaquín le dijo que mirara esas estrellas, y que ese cielo era el cielo más hermoso de Chile ¿Por qué, entonces no luchar de una buena vez y para siempre contra la corrupción, el bandidaje y la muerte?

Ella no debía permanecer un instante más arrebujada, entre esas sábanas. Joaquín había muerto por ser demasiado digno. Ella no debía desfallecer. Ese cielo les pertenecía y lo haría limpio, lo haré por vos, Joaquín, por vos.

Se vistió apresurada. Tenía una idea .Buscaría al gobernador y frente a él y sin ningún temor, rompería la carta, la destrozaría en pequeños pedazos y le diría que Joaquín estaba vivo aún. Que vivía en ella y para siempre. Que su verdad, también estaba en ella .Y que…

-¡Amita!, pero… ¿Qué hace levantada…?¿Se quiere morir, usté también?

-Andá a llamarlo a don Lucio, que abran los portones.

-¿Usté ta’loca?

-Andá. Que yo voy a ver al gobernador.

-Al gobernador .Y, ¿dónde cree lo va a encontrar?

-En la casa de los Menéndez. ¿Y? ¿Qué haces parada, con semejante boca abierta?

Beba salió al patio, protestando. Ofelia guardó cuidadosamente la carta del gobernador del territorio en el bolsillo de su falda .Estaba ansiosa por desgarrar cada palabra de esa cuidadosa letra frente a su propio autor. No vio la pollera de Beba cruzar el patio hacia la cocina ni la oyó cuando le dijo a don Lucio, el capataz:

-Después que abra los portones, don Lucio, véngase. Tenemos que hablar.

Ni vio a Beba cuando llamó a Carmela para decirle:

-Tráeme a la Luisita, bien cambiadita y abrigada.

Las calles de Punta Arenas habían sido barridas durante la noche por terribles ráfagas heladas que venían del estrecho. La plaza pública estaba apenas a unas tres cuadras del puerto. Allí, en esa hora mediana de la mañana, un grupo de balleneros, recién bajados de de algún buque de ultramar, se arremolinaban a la espera de que la bruma que se extendía hacia el sur y el oeste desapareciese. O, seguramente, esperaban que algunos de los tantos bolicheros que abundaban en el lugar les terminase de quemar el alma con alcohol a cambio de dinero o pieles ricas o lo más parecido, el famoso polvo de oro.

Sus risas y gritos se confundían en un idioma extraño que se levantaba en el aire y se detenía en la copa de los árboles más frondosos. Ofelia sintió un frío intenso cuando desvió su mirada hacia las mansiones que rodeaban la plaza.

Regias mansiones de los Menéndez, Montes, Braun y otros poderosos patagónicos.

Según Beba, ella también había sido hija de un poderoso. También su casa había sido regia mansión. Un palacio, amita, un palacio. ¡Pero qué gran diferencia!, amita: Su padre, que Dios lo tenga en su santa gloria, defendía a las onas y hasta los puelches, si éstos se acercaban a su dominios. Les daba vivienda y abrigo. Y trabajo del mejor. Les enseñaba todo lo de las ovejas Toditos lo adoraban. Como a su mamá. Que ella les enseñaba las letras. Yo aprendí de ella y como tantos puelches. Era una santa. Los número también. Los más pequeñitos, los mejores. Por eso el Pueliche la salvó del fuego…

Pueliche, Pueliche. Ése era su nombre. Ahora podía recordarlo. Claro que sí, recordaba sus cantos en las noches oscuras. Eran lamentos que llenaban la tierra de dolor. Él la había salvado del fuego, del fuego con que los Menéndez y los otros condenaron a sus padres, a su hogar y a ella misma. Por eso se crió en el silencio de Beba, el silencio había sido vida, había sido su salvación. Ellos habían querido aniquilar, aquella vez, el peligro que era la bondad, la escuela, el trabajo igualitario, pero no pudieron. No pudieron porque el Pueliche, ejercitado en el dolor, estaba alerta, esperando que la muerte viniese de donde viniese. Porque el Pueliche y Dios no lo permitieron. Porque allí estaba, viva la semilla, sin su hombre, ahora, pero dispuesta a luchar por un destino diferente, interrumpiendo el silencio.

Ofelia arremangó su vestido para saltar el charco dejado por la escarcha de la mañana .El gobernador, desde la noche del baile, permanecía como huésped de los Menéndez. Ella no había solicitado audiencia pero estaba dispuesta a esperar las horas que fueran necesarias para hablar con él. Los días que fueran necesarios. El dolor le llegó a la garganta y comenzó a llorar.

A Ofelia se le erizaban la piel cada vez que oía hablar de la “gran cacería”. Cuando ella era pequeña, Beba la abrazaba y le decía: nadie debe saber quién eres. Nadie debe saber que existes. Pueliche te salvó de la gran cacería. No eres ona, ni puelche, pero la gran cacería es tu noche oscura .Es tu noche de fuego.

Joaquín sí le habló de la “gran cacería”cuando le contó lo de la playa de Santo Domingo .Le habían organizado a los onas una gran comida. Una ballena inmensa sobre la playa para que comieran durante días. Se entre cortaba la voz de Joaquín al recordar tanto horror y fue esa vez que entre Beba y ella le quitaron el arma para que no saliera a matar a José Menéndez.

Y aquella noche, cuando ella se acercaba al fuego de la cocina escuchó a Beba hablar en voz muy baja con Don Lucio, el capataz. Apenas un susurro era la voz del hombre.

“Pero le digo que es cierto hoy mismo me le contó Elías. Dijo que el Italiano hirió un guanaco y tuvo que perseguirlo .Cuando logró meterle el segundo tiro y se aproximó a carnearlo casi lo mata un olor de los mil demonios .Y era nomás un ona muerto. Oliendo feo… ¡Pero qué puma ni puma! si le digo que estaba todo cortado con machete. Sin las partes. ¿Me entiende, no?” y Beba que ¡Dios miíto! y un montón de grititos silenciosos y el capataz: que ahí no terminaba la historia, que el italiano siguió buscando entre las matas y llegó a contar más de ochenta onas. Y todos cortados, Beba .En las partes .Y también las orejas .Y yo ¡que sé por qué, las orejas ¡ ¿y las mujeres onas?, eso,ni le cuento . ¿Que le cuente nomás? No, no .Usté es una mujer impresionable. Yo no podría contarle eso a usté .Pero en Tierra del Fuego la cacería son mayores. Tengo que hablar con el patrón. Él debe saber le que está pasando en sus tierra. Tengo que advertirle lo del Chancho Colorao para que se cuide. No hay que confiarse con ese desgraciao. ¿No lo sabe? Es el mismito capataz de los Menéndez. ¿Cómo que no debo contarle nadita al amo? Sepa bien que el patroncito es uno de los pocos hombres de bien .Y debe saber lo que se viene .No olvide Beba, que está muy comprometido dándole trabajo y vivienda a los onas. Que está muy comprometido y es peligroso. Como le digo: Menéndez se trajo al Chancho Colorado desde Tierra del Fuego para armar la cacería máxima .Y ése no se viene solo. Se está llegando con siete asesinos…

Ofelia se secó los ojos. Las lágrimas se salían de repente. Sin discreción. Los balleneros se movían en la plaza .Se cargaban cajones de alcohol a los hombros. Dos bolicheros hacían un control estricto de las cajas que entregaban. La calle hacia el puerto se empezaba a aclarar. Por allí bajaban ese hombre rudo que llevaban en sus ojos la muerte de sus arpones, lanzas y redes. Un viento helado cruzaba la plaza. Ofelia rodeó el monumento de piedra que se alzaba en el centro. Era un homenaje al Estrecho de Magallanes. Ese estrecho que había traído civilización a la punta del continente. Parada frente al monumento, se detuvo y esperó que se apaciguaran el intenso dolor que atormentaba el corazón.

Allí enfrente, la casa de los Menéndez .Alta. Hermosa .Una puerta centenaria mirando al mar .Y el gobernador, adentro. La mano de Ofelia se perdió en los recovecos del algarrobo, una vez que hubo cruzado la calle de piedra .Su puño golpeó la madera y el sonido del golpeteo se perdió en un vacío infinito .Bajó la mano dolorida y levantó por ultima vez su mirada al cielo de la mañana.

El Chancho Colorado marcha con sus siete asesinos. El galope de los jinetes retumbaba en el terreno duro y rocoso. Una familia de onas, atrevidos y mendigos se había instalado en los huecos de los barrancos. El Chancho se había puesto muy nervioso, le estaban retrasando el trabajo.

Era un grupo más que viajaba hacia las tolderías del cacique Anselmo, en el centro mismo de Tierra del Fuego. Buscaban protección como buena vaga que eran. Éstos nunca aprenderían, seguramente nunca que en la tierra de José Menéndez sólo se alimentan ovejas, nada de mugrientos. ¿Es que se sentían los dueños de la tierra, estos infelices? Hoy aquí, mañana allá dejando basura y ladroneando como de costumbre. No, si don José tenía mucha razón cuando le decía: Chancho, límpiame la mugre del territorio. Es que nada tenían que hacer allí .Si no sabían de ovejas ni lana. Pura vagancia .Tirados por ahí, panza arriba como sapos muertos bajo el sol .No se preocupe don, yo me encargo de estos mandingas.

Yo me he encargado siempre. Como del mariquita ése. En este territorio, nadie se salva de este machete. Ni de la palabra de un Menéndez. Lo podría decir el mariquita si le hubiese quedado cabeza y lengua para hablar. Maricón. Dónde se habrá visto. Venirle con cuentos a don José y al propio gobernador. No, si debía ser español. No tenía cuero para este continente. Nada que ver con los mister, Ja! Quién los para a esos. Saben muy bien lo que quieren. Y pagan con oro. Como se debe. Y no defienden vagos sucios. Y, ¡hubo que escucharlo! ¡No soy traidor a Chile! ¡Nunca lo he sido! y que todo lo hacia por la patria. Y bueno, le hicimos el favor al maricón. Le hicimos comer la tierra que tanto quería. Nada que ver con su patrón. Ése sí era un grande y luchaba por el progreso. Igual que los mister. Por eso lo servía con gusto. Si el primer servicio ya se lo hizo a los veinte, casi. Para la patria, le dijo don José .Y se lo cumplió. Esa vez también había un traidor en Punta Arenas. Igual al mariquita, éste. Protector de estos vagos inmundos. Si hasta les enseñaban a leer a los guachos. Esa vez el servicio fue grande, de lujo, dijo don José. El patrón le había dicho: todo Chancho. Todo. Que no quede nada parado. Nada ni nadie. ¿Te gustan las fogatas?

Un grito:

-Chancho, allá, por aquella barraca…

-Tan bien. ¡Rengo! llevate tres hombres y rodeá aquella cueva. Por ahí se han metido estos desgraciados. Ni bien salga uno, metele bala nomás. Y ¡ustedes!, Rogelio, Fermín, Zacarías, vayan por el oeste por si andan otros sueltos y perdidos. El Crespo y yo vamos hasta el Pasaje del Lobo.

Y Zacarías, el más nuevito…

-¿Qué hacemos con la mujer, Chancho?

-¿Qué carajo preguntás? ¡Lo de siempre, imbécil! Y guarden todo en una mochila .Le haremos un lindo regalito al patrón.

La casa de los Menéndez olía a una hierba fresca que Ofelia no pudo distinguir. Un bullicio se aglutinaba en el patio central. Todos esperaban al Gobernador. Ofelia cruzó el patio de piedras hacia un banco de madera milagrosamente vacío. El frío la hizo arrebujarse dentro de su capote y aprovechó a tocar la carta que permanecía doblada en su bolsillo. Debía ser convincente y precisa ante el gobernador. No demostrarle su temor. Al retirarse de allí, el gobernador había escuchado la defensa sobre la honestidad y memoria de Joaquín y la criminalidad de Menéndez y los otros.

Y después, de allí, partiría a Santiago. Ella estaba dispuesta, como nunca antes, a decir la verdad sobre el territorio. El corazón le latía tan furiosamente que parecía salírsele del pecho. Llevó sus dos manos hacia él y trató de apretar tanto desorden. Vio a su lado una mujer arrodillada que, cada tanto, rezaba. Pensó que ella no volvería a rezar hasta que Dios devolviera su mirada poderosa sobre el pedazo de vida que aún le quedaba.

La mañana se había terminado y las primeras horas de la tarde desprendían un brillo prometedor. Tal vez la oscuridad llegaría más tarde. La espera se hacia interminable cuando contemplaba el tumulto arremolinado en el patio a la espera de sus entrevistas concertadas. Ella estaba allí, sin aviso. Tal vez aún quedaban tres horas de luz.

Unos gritos en el zaguán de la mansión la sacaron de un adormecimiento casi fascinante. Un revuelo de trazos sujetando a una mulata que ardía de furia. ¡Beba!

Beba forcejeaba entre dos sirvientes de los Menéndez y gritaba algunos insultos. Ofelia corrió hasta Beba. Detuvo el desorden al silenciar a su sirvienta con la mirada. Beba le hizo una señales con todo su rostro y Ofelia comprendió que sucedía algo importante. Salieron a la calle y fueron hasta el centro mismo de la plaza vacía ya de voces.

-Debe volver, amita. Ya mismo. Y no se me haga la caprichosa.

-¿Luisita? ¡Virgen Santa, Beba! ¡Que no le haya sucedido nada a mi niña…!

-Nada con su Luisita! Que ella está segura. Es usté, que debe volver ya mismo y sin chistar. ¿Me oyó? Y no remolonee porque su Luisita está en camino a Tierra del Fuego…

-¿Es que te has vuelto loca, Beba? ¡Cómo pudiste! ¿Quien te dio la orden de que sacaras la niña de la casa? Me estás enloqueciendo…

-¡Cállese de una vez y escuche! esto está muy fiero. Hay que volver ya a la estancia. Don Lucio nos ha traído malas noticias nuevas. Noticias graves, amita.

-¡Explícate de una vez! y espero que tengas razón porque, si a mi Luisita le pasa algo, te voy a matar…

-Ya hay papeles nuevos de sus propiedades, amita. Ya no más estancia. Nadita es suyo. Todito es del señor gobernador. Es el nuevo dueño. Hasta de nosotros, también de usté. Y la Luisita, algún día quién lo sabe…

-¡Beba! ¡Cerrá esa bocota! ¡No puede ser! nadie ¿me oís? nos va a quitar lo que es nuestro. Yo iré a Santiago y allí…

-Usté se vuelve a casa ya mismito. Que está viva por muy poquito tiempo. Esa es la noticia grave. ¿Me oyó?

-No. No lo harán otra vez. Tendrán que matarme.

Beba movía los brazos de abajo hacia arriba, de arriba hacia abajo y estaba morada por la exaltación.

-Usté se viene conmigo, tengo los caballos listos. Nos vamos a Tierra del Fuego. En tres días pasa por el puerto el buque Argentino. Allí, estará Luisita esperando. Si usté no va, don Lucio la embarca solita para las Europas.

-¡Sos una diabla! Lo arreglaste todo. Sin preguntarme…

-No maldiga. Que su boca siempre fue buena. Don Lucio se adelantó con la niña y el equipaje.

Las lágrimas saltan de repente. Sin permiso del alma. Sin discreción alguna y el cabello de Joaquín, brillando al sol, volando en el viento.

El viaje a Tierra del Fuego se inició en plena noche. El viento helado del Atlántico llegaba filoso a través del estrecho y se subía en bocanadas al continente para dar un giro y perderse en el Pacífico. Allí quedaba detenido en una ronda casi eterna.

Beba y Ofelia cabalgaban en la oscuridad envueltas en grandes capotes de piel que la protegían de tanta crudeza.Un indio de la chacra caminaba por delante marcando la senda más segura. No había que detenerse. Los cazadores y los jaguares asolaban la costa. Ofelia palpaba cada tanto el arma que don Lucio había preparado para ella. Beba le había enseñado a montarla. Sólo había seis disparos. Ofelia temblaba pensando en ello. Pero Beba estaba con ella. Pensó en el calor de sus senos marrones y los cantos roncos que la hacían soñar en su infancia. Aún en los momentos de mayor agotamiento, no dejaba de observar con ternura a Beba. Cuatro o cinco metros detrás de ella, le cubría la espalada de cualquier riesgo. ¿Acaso alguna vez había dejado de hacerlo? ¿Qué secretos guardaba Beba? ¿Por qué libremente la acogió y la crió para convertirse en fiel servidora? Ofelia pensó que jamás se habría preocupado por conocer profundamente la historia de Beba. ¿Que escapó de un barco de traficantes holandeses, que encalló en las costas de Punta Arena? ¿Que apenas tenía cumplido catorce cuando un bolichechero la violó. ¿Que huyó enferma y se escondió entre los onas, que le salvaron la vida con sus curativos? ¿Cuándo y cómo cayó bajo la protección de su padre, cuándo su madre la palabra cristiana? Ay, Beba tan solo Beba, eres el producto de mi imaginación.¿Quién eres? Tantos años a tu lado y tan egoísta.Jamás se había ocupado de unir esta poca información, como una hija displicente, que vive para recibir. Todo había sido tan natural. Y ella aceptando siempre que le dieran todo, sin preguntar. Y Sin embargo, definitivamente, Beba, allí. Detrás de ella. Cuidándola. ¡Ay, Beba, cuán pequeña me permitiste ser!

La segunda noche les exigió un descanso alrededor de una fogata. Sabían que era peligroso. Además un día el buque partía. La luz sería una carnada para los jaguares y cazadores hambrientos. Pero el frío era intenso. El agotamiento les hizo llegar, dulcemente, al sueño. Ni el ona pudo defenderse del cansancio intenso.

Se despertaron con el golpeteo de los caballos contra la arena de la playa. Unos gritos desaforados les anunciaron el desastre. La muerte. El primero en caer fue el ona que intrépido, había intentado detener a lo jinetes con un boleo. Ofelia corrió por la playa despavorida. En su escapada oyó los gritos de Beba ¡beba!¡su querida Beba!¡el cuerpo de Beba era pesado…!¡no podría escapar! los gritos¡ la estaban cazando!, igual a la playa roja de Santo Domingo, con la ballena envenenada y el aguardiente y tanta sangre, de niñitos pintando de rojo la espuma del mar, roja la playa, de sangre pero no de su Beba, a ella nadie la dañaría, no la cortarían, a Joaquín sí, con él pudieron pero ella no dejaría otra vez¡ debía volver! Volver hacia su Beba…

Eran tres. Uno se abría del grupo y venía en su búsqueda. Venía hacia ella en una carrera irregular. Sin embargo, siguió avanzando. En segundos estaría sobre ella casi podía sentir el peso de su cuerpo sudoroso. No se detuvo ya está sobre ella, bufando, como un animal, y en ese abrazo los revuelcos en la arena y los gritos de Beba y atada a la cintura, el arma. Montar el arma. Eso y los revuelcos, rasguños y manotazos. Una trompada en pleno rostro apuró su fuerza. Le despertó el odio. El arma era un solo pensamiento. Las manos muy apretadas por el peso del hombre que ya arrancaba su pechera blanca y el desgarro del vestido y sus piernas y con sus dos manos y con todo el miedo del mundo y el odio enloquecido, su dedo apretando el gatillo, apenas un estampido sordo y la quietud espeluznante de ese cuerpo que ahora chorrea algo caliente y se desparrama sobre su vientre y le quema la piel. El asco le provoca un vómito vacío, es tan solo un ronquido abrumador, se desprende de ese peso y apenas segundos que son eternidad y se arrastra y el arma apretada entre sus dos manos.

Un bulto pavoroso ronronea sobre Beba. Son dos hombres que se entrecruzan casi impotentes por el pataleo y la fuerza de Beba, que maldice. No para de maldecir. Los dos hombres encimados sobre ella. El revolver ha dejado de temblar y está allí. Apenas un metro hacia atrás. Cuatro fogonazos en el caño y el bulto se aquieta. Silencio y por fin…Beba, desenredándose de esos brazos irracionales, con los ojos más grandes y brillantes del mundo bajo el cielo más hermoso de Chile.

-Amita. Amita. ¿Usté…? ¿Solita…?

Y entonces el llanto, el miedo, el asco.

El buque Argentino estaba rodeado de una niebla muy fina .Ofelia abrazaba a Beba. No quería perderla, perder su tibieza. Un torbellino de personas era otra marea sobre el muelle. Ofelia alcanzó a ver al capataz, abrirse paso en el gentío. Le brillaba la mirada y cuando llegó hasta ellas le faltó la voz.

-¡Pero hombre! Parece que agoniza –dijo Beba, preocupada.

Y entonces don Lucio lo dijo de una sola vez.

-Señora, anoche, usté ha matao al Chancho Colorao. Esteban borrachos y cuando vieron mujeres se confiaron. Don José Menéndez le puso precio a la cabeza del asesino. Suba al buque, señora. Quédese en el camarote y no se salga de ahísito hasta un buen rato.

La noche sobre el Océano tiene un brillo especial. Ofelia salió a cubierta. Hacia diez horas que navegaban. Luisita dormía como un angelito. Ella necesitaba respirar y reencontrarse con las estrellas. Allá en el brillo más lejano vio el pelo de Joaquín volando en el viento helado que ahora embarga su corazón. No volver a Chile será su destino. Como lo dice Beba. A veces, la vida es despiadada.

Las lágrimas saltan de repente. Sin permiso del alma.

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